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Amélie

 🌟🌟🌟🌟🌟


Este verano fui a París, entre otras cosas, a seguir el rastro de Amélie Poulain. Visitar su barrio era para mí tan importante como visitar la Torre Eiffel o el Museo del Louvre. Quizá más. Para ver la torre me empujó la obligación, y para ver el museo, la curiosidad. Y para ver París en general, el deber de conocer. Todo fue celebrado como se merecía, haciendo honor a su fama y a la admiración de otros viajeros. Pero para visitar Montmartre -el barrio donde Amélie impartía el bien sobre los justos y el mal sobre los canallas- me llevó en volandas la devoción del cinéfilo, que es el combustible más poderoso y ecológico que me mueve.

Subí a Montmartre caminando desde el hotel, por los bulevares y por las plazas, y al llegar a la altura de la Gare de l’Est, la estación donde Amélie y ese tontaina con suerte jugaban con el fotomatón, sentí que el corazón, como en los relatos cursis, aceleraba sus latidos. Al cruzar un paso de cebra se corrió un velo muy fino y me descubrí  en el Montmartre real después de tanto contemplar el Montmartre hecho de 625 líneas de definición, o de millones de píxeles modernísimos. 

Ante un monumento histórico o un cuadro excepcional puedo experimentar sorpresa y entusiasmo; la emoción cateta del hombre poco viajado que descubre las cosas que siempre vio en los libros o en las pantallas. Pero ante el Café des Deux Moulins quedé completamente desarmado, con cara de idiota enamorado. Un minuto antes, porque está muy cerca, yo contemplaba la famosa estampa del  “Moulin Rouge” sin que ningún pajarillo aleteara en mi estómago. 

– Anda, mira, el “Moulin Rouge”... – me dije, y saqué las fotos a toda prisa porque ya me urgía recorrer los últimos metros que me separaban del café. Allí, ya digo, me paralicé. Hice varias fotos desde la otra acera y ya repuesto crucé la calle para asomar la cabeza por dentro, muerto de curiosidad. Detrás de la barra, una foto de  mi Amélie ilustra  a los despistados. 

Al final no entré porque la clavada que se anunciaba en la carta también era de las que atraviesan el corazón. Como los amores imposibles, y la ensoñación de los fantasmas. 





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El acusado

🌟🌟🌟🌟

En Francia, cuando terminan de ver “El acusado”, los espectadores se lanzan a debatir el fondo de la cuestión. En España no. Primero porque aquí el cine francés apenas existe en las carteleras y en las plataformas digitales, y casi nadie ha visto la película. Y segundo porque en España este debate ya nadie se atreve a plantearlo. En público supone el linchamiento inmediato, y en privado, tres cuartos de lo mismo. Pero bueno: aunque sea con mucho tiento, voy a meterme en el berenjenal. Para empezar, ni siquiera debería decir berenjenal, porque la berenjena se parece demasiado a un falo, como atestigua el emoticono de WhatsApp, y la berenjena, por tanto, ya es falocéntrica, patriarcado de toda la vida.

No hace mucho, una de las pretorianas de Irene Montero afirmó que todos los hombres somos unos violadores en potencia. Lo que siendo estrictamente verdad -pues en “potencia” casi se puede ser cualquier cosa- no deja de ser una maldad lacerante. Una misandria elevada al cubo. Ese es el nivel de debate en ciertos sectores del partido al que yo mismo voto. O votaba, que ya no sé. Como para ver “El acusado” y salir a conversar alegremente por ahí, incluso declarándome simpatizante del rojerío bolivariano.

Me quedé de piedra cuando leí aquella declaraicón. De pronto quedaba inaugurado un tiempo sin matices en el que todos los hombres éramos unos violadores a merced de un arrebato. De los violadores de la Manada, por poner un ejemplo, ya no nos separaba un absoluto moral. Los mismos que seguíamos el caso por la tele y pedíamos que les condenaran a la castración -o a algo parecido- de pronto nos tapábamos las partes por si se resbalaba el hacha del verdugo. Los hombres ya éramos de nuevo culpables de nacimiento, pecadores originales, como si nos hubieran revertido el sacramento del bautismo.

“Yo sí te creo”, rezan las pancartas más entusiastas. Pues mira: según. La mayoría de las veces puede que sí. Pero conozco varias historias -reales, cercanas, dolorosas- en las que no había que creer a la denunciante. O no del todo. En la peli, por ejemplo, yo creo a Mila; pero también le creo a él. Nos pasa, supongo, a la mayoría silenciosa.





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Munich

🌟🌟🌟🌟


Múnich, en los años de mi infancia, era una ciudad de cuento de terror. Salía Múnich en cualquier telediario, o en cualquier enciclopedia, o en la conversación de una paisana en la cola del pan, que afirmaba tener allí a un pariente trabajando en la Volkswagen, y a mí me entraba como una temblequera de miedo y de frío. Una psicosomatización en toda regla, de los fracasos deportivos, antes de que la patentaran los funcionarios para escaquearse del trabajo.

Al estadio Olímpico de Múnich -donde arranca, curiosamente, la trama de esta película- iba el Madrid de los García y luego el de la Quinta del Buitre a palmar un invierno sí y otro también, casi siempre de goleada, bajo la nieve, con los nuestros tiritando ya de salida, que los veías saltar al campo con los guantes puestos y ya te tapabas los ojos para no ver la masacre. Nada más terminar el Te Deum de Purcell que ponía música a la conexión de Eurovisión, salían los equipos a formar en el medio campo y comprobabas, nuevamente, como una maldición cíclica, que los alemanes -manga corta, mentón recio, delantero rompedor- iban a destrozarnos en aquel campo en el que nunca se veía el público por la tele, alejado tras la pista de atletismo, pero rugiente y teutónico como si se estuvieran dirimiendo una guerra de conquista.

Luego, en los estudios de Historia, aprendí que en Múnich hizo sus pinitos políticos Adolf Hitler, yendo de cervecería en cervecería para convencer a los obreros de que el peligro no estaba en el socialismo -que después de todo sólo les ofrecía una vida mejor y más digna- sino en el judío, y en el negro, y en los francmasones de Nueva York. Como hacen los fascistas de ahora, vamos... Quiero decir con todo esto que Múnich siempre fue una ciudad antipática para mí, de resonancias oscuras, hasta que un buen día, viendo la película de Spielberg, apareció Marie-Josée Croze en la barra de un bar, seduciendo al tío bueno que trabaja para el Mossad. Una barra de bar que en la trama no estaba en Múnich, sino en Londres, pero bueno, lo mismo me da. La belleza deslumbrante de Marie-Josée -nunca igualada en una pantalla de cine, y mira que he visto cine, que es lo único que hago- redimió para siempre el buen nombre de la capital de Baviera. Una sonrisa suya evaporó todos los miedos, y todos los malos recuerdos, como si nunca hubieran existido.


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Happy End

🌟🌟🌟

En Happy End se nota que a Michael Haneke le fascinan los burgueses. Les sigue con la cámara como si fuera un documentalista, aireando lo privado, lo inconfesable, lo que sucede en los dormitorios y en los retretes. En los hospitales donde mueren sus moribundos. Es como si Haneke hubiera montado un hormiguero en casa para ver cómo viven las hormigas bajo tierra. Aunque he elegido un mal ejemplo, la verdad, porque no hay nada más comunista que un hormiguero en plena actividad, y en Happy End, la familia Laurent se reúne en cenas de mantelería y candelabro, sirvientes de cofia y muebles de Maricastaña.

    Haneke, sin embargo, que es otro pequeñoburgués de la Europa desarrollada, no hace una crítica específica de sus personajes. Los Laurent son retorcidos, malos, puñeteros, pero no por ser burgueses, sino por ser humanos, y lo mismo podrías encontrar estas desviaciones en los pisos de protección oficial que en los chalets de lujo de la sierra. Haneke sigue siendo un misántropo total, ecuménico, sin distingos de raza o religión, de procedencia o clase social. Lo criticable en una película sobre la burguesía sería el clasismo, el desprecio hacia los pobres, el insulto de la ostentación. Esas cosas... Pero todo esto, aunque lo presuponemos, no aparece en la película. Lo mismo podríamos haber caído en una familia de Moratalaz o en una tribu de Guinea Conakry para descubrir las andanzas poco edificantes de la niña psicópata, el abuelo homicida, el heredero lunático, el marido infiel, la amante coprófila... Estos pecados e ignominias son universales. Pero hay que reconocerle a Haneke -y quizá ahí esté la gracia del asunto- que mola mucho más ver estas torceduras entre gente que se viste de gala para asistir a conciertos de violonchelo. En la burguesía se nota más el contraste entre la forma y el fondo, entre la vestimenta y el alma. Entre la cultura y el australopiteco.




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Un héroe muy discreto

🌟🌟🌟

Veo, por la noche, después de una agotadora jornada de fútbol en el sofá, Un héroe muy discreto, película del aclamadísimo -al menos en este diario- director francés Jacques Audiard. 

La pelicula cuenta la historia de Albert Dehousse, un jeta de mucho cuidado que al terminar la II Guerra Mundial, sin haber combatido en el ejército francés ni haber colaborado en la Resistencia, se inventa un pasado heroico que todo el mundo, incluida la jerarquía militar y las chicas más guapas del lugar, se tragan sin dudar. El caradura en cuestión es Mathieu Kassovitz, el chico tontaina del que se enamoraba perdidamente Amélie Poulain, y del que se enamoran, también, por lo que yo entresaco de mi experiencia, la mayoría de las mujeres reales. No sé lo que le ven, la verdad, a este tipo, pero su rollo funciona: un rostro trivial, indefinido, de buen chico y poco más. El rival más inesperado en la jungla sexual de una discoteca. La estampa perfecta, eso sí, para clavar este personaje de aparencia idiota con maquinaciones propias de un listo. 

Es una buena película, Un héroe muy discreto, pero no está a la altura de los anteriores trabajos de Audiard. O más bien debería decir de los posteriores, pues yo estoy siguiendo su filmografía al revés, de lo más reciente a lo más antiguo. Audiard es de esos directores que evolucionan a mejor en cada película, que pulen defectos, que encuentran un estilo, que se afianzan en el oficio. Y claro, quien los sigue al revés, como yo, se va desencantando poco a poco... Es el castigo que merezco por no estar atento a estas filmografías cuando surgen. Vivo para el cine, pero no me entero del cine. Picoteo, pruebo, rectifico. Todo lo hago sin plan, sin método, sin estructura. Avanzo a trompicones por la selva de las películas decentes. Este diario es el reflejo fehaciente de mi anarquía mental. Y ya soy muy mayor para cambiar.




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