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El cartero (y Pablo Neruda)

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Con cuarenta años en el pasaporte, Mario, el pescador que en sus ratos libres hace de cartero a ver si liga algo más vestido de gorra y uniforme, está a punto de conformarse con la primera lugareña que acepte su exiguo patrimonio: una barquichuela para pescar y la covacha encalada que aún comparte con su padre. Mario es un soñador, un simplón, un analfabeto al que se le está pasando el arroz de la reproducción y los orgasmos vigorosos. Un buen tipo en verdad, un hombre atento y responsable, pero indetectable al radar de las mujeres, que rastrean otras zonas del cielo más cercanas a la belleza. Otras opciones genéticas en la oferta menguada del islote napolitano.

    Mario, como Dante, vive enamorado de Beatrice, la tabernera, la mujer más bella del villorrio, una morenaza volcánica que luce un cuerpo de mareo y una mirada de derretirse. Beatrice lleva años espantando moscones autóctonos y moscones foráneos que bajan de los ferrys. En parte porque los insectos no la interesan, tan zafios, tan sudorosos casi siempre, en esa isla sin agua corriente que abastecen los barcos cisterna. Y en parte, también, porque su madre, la dueña del negocio, la vigila atentamente, sabedora de que esa entrepierna es el anzuelo irresistible para pescar un marido de postín, un yerno de los que poder presumir en la misa del domingo.

    Cuando termina sus faenas pesqueras y sus trasiegos postales, Mario ronda la taberna, cruza miradas infructuosas con su amada... Pero Beatrice no le hace caso, y la madame le sirve los vinos dando un golpetazo de advertencia sobre la barra: vete de aquí, zarrapastroso. Así que no hay nada que hacer. Sólo esperar que otro afortunado se lleve el premio gordo de la Lotería. Pero el señor gordo de la Lotería, el poeta inmortal, le va a caer del Cielo a él. Pablo Neruda, el vate del amor, el tipo que saca un lapicero y las vuelve locas con un par de metáforas y un puñado de rimas asonantes, se ha establecido a pocos kilómetros del pueblo, peñas arriba. Y Mario tiene que llevarle el correo todos los días: los obsequios de los que le quieren y los requiebros de las que le aman. Mira que había sitios en Europa, en Italia, donde Pablo Neruda podía hacer estación en el vía crucis de su exilio, pero ha ido a caer justo en el pueblo de Mario Ruoppolo, que está cerca de Nápoles, a un brazo de mar, pero a mil jodidas millas del progreso y del mundo de los literatos.

    A mil jodidas millas metafóricas estaba también Mario de Beatrice, tan insignificante el uno, tan hermosa la otra, pero ninguna distancia es insalvable para la poesía mágica de don Pablo, que le prestará algunos versos a Mario para que vaya seduciéndola a la espera de que llegue la poesía propia: el rumor del mar, y el vértigo de los acantilados.  






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