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La historia del cine: una odisea

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La Historia del Cine de Mark Cousins era un libro difícil de seguir para la cinefilia más plebeya, a la que pertenezco con muy poca honra. Un libro con mucha explicación de la germanía y muchas citas de los cineastas ignotos. Su adaptación al documental televisivo, sin embargo, que el mismo Cousins ha llevado a cabo en prolija sucesión de episodios, le  reconcilia a uno con las nobles intenciones de este hombre, y lo nombra, en íntima ceremonia, Historiador Oficial del Cine en estos reinos exiguos de mi habitación.

            Si es verdad que una imagen vale más que mil palabras, unas imágenes en movimiento valen más que mil láminas explicativas. Lo que en el libro resultaba árido de entender, aquí, en la televisión, con la paciencia infinita que Cousins dedica a sus espectadores, se puede entender, deja entrever parte del  misterio. Yo mismo, tan lerdico, me siento comulgante en este milagro de las películas. Cousins habla de los avances técnicos que fueron conformando el cine, otorgándole su sintaxis y su gramática. Cousins nos explicotea, con voz de británico atildado -que suena didáctica y entusiasta como la de un profesor de Oxford o de Cambridge- las intuiciones geniales de los pioneros en el montaje, de los aventurados en el encuadre, de todos los que abrieron caminos al andar, plano a plano, y verso a verso.

    Mientras se desgranan las imágenes que sirven de introducción a los capítulos, y que son estampas de los cinco continentes unidos en la pasión universal por el cine, Cousins casi susurra:

    “A finales de la primera década del siglo XIX, nació un arte nuevo. Se parecía a nuestros sueños.”





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El arca rusa

🌟🌟

En The Story of Film, de Mark Cousins, que es un documental del que hablé muchísimo aunque casi siempre para mal, se mencionaba El arca rusa como una obra maestra de los tiempos modernos. Una virguería estilística del director Alexander Sokurov que en un plano-secuencia de hora y media recorría siglos de historia paseándose por las salas del Hermitage, museo del que ahora mismo no sabría citar ni un solo cuadro, ni una sola escultura, tan afamado e imprescindible como aparece en las guías turísticas, y en las siestas de La 2. De San Petersburgo sé que allí al ladito, en el mismo complejo arquitectónico a orillas del Neva, empezó el sueño proletario que luego terminó en psicopatía bigotuda, y en hecatombe de los ideales.
            El arca rusa se la robé a un galeón español que hacía las Américas el mes pasado, pero lo hice más por curiosidad que por convencimiento, aprovechando una incursión que buscaba joyas menos sofisticadas. El noventa por ciento de lo que recomendaba Cousins  eran películas insufribles, plúmbeas, que él usaba para hacerse pajas porque contenían un avance técnico o un recurso expresivo nunca visto. A Cousins le iban más las formas que los fondos, más los continentes que los contenidos. Justo lo contrario que en este blog... Es por eso que hoy, aprovechando la derrota del Madrid, y la cara de tonto que se me ha quedado, he decido suicidar el sábado de una vez por todas y sustituir el Trankimazin por El arca rusa, que sí, consta de un único y meritorio plano-secuencia; y sí, es un experimento fílmico pocas veces visto; y sí, tiene tropecientos actores danzando por las salas del museo en precisa coreografía; y no, no enseña nada sobre el devenir histórico del pueblo ruso; y menos, mucho menos, mantiene engatusada la atención del cinéfilo provinciano. Menudo rollesky, Mr. Cousins.



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Distant voices

🌟🌟

De aquellos polvos de Mark Cousins y su Historia del cine, bajan todavía, por las torrenteras ocasionales del verano, estos lodos de películas descatalogadas, semiolvidadas, que voy descargando fatigosamente en internet, y entre las que busco, armado de criba y paciencia, esas pepitas de oro que el crítico irlandés juraba haber visto en el barro, con aquella voz suya de liante profesional que lo mismo te vendía la moto que la gasolina necesaria para hacerla funcionar.

Después de ver Distant voices, still lives, todavía no sé si el pedrusco que he encontrado en mitad del arroyo es oro o pirita. A ratos te emocionas con la película, y a ratos te adormilas, y te vas. Cuando esta familia obrera rememora la mala vida que les dio el padre, allá en el adosado cutre de Liverpool, uno sintoniza con el pesar de estos proletarios atrapados en el paro, en el subempleo, en el alcohol. En el apagón vertiginoso de los pocos sueños que concibieron. Es el ciclo interminable de los pobres, que sólo un genio del balón, o una primitiva del copón, será capaz de romper. 

Pero luego, cuando la película cambia de escenario, y pasamos al pub donde la familia se reúne con las amistades a celebrar la vida, uno empieza a dar cabezazos en la siesta estival, y maldice la sonoridad de esas canciones folclóricas que no dejan conciliar la modorra, y que los personajes no paran de corear a voz en grito, cómo sólo saben hacerlo los británicos borrachos, y las británicas bebidas. Distant voices, still lives: o las voces amargas del pasado, o las músicas joviales del saberse vivo. Un capricho personal del puñetero Mark Cousins. Una interesante pérdida de tiempo. 





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Masacre, ven y mira

🌟🌟🌟

Hace unos meses, en su Historia del Cine, Mark Cousins afirmaba que Masacre: ven y mira era la mejor película bélica de todos los tiempos. Y uno, que a veces se deja llevar por sus entusiasmos, por su voz melódica de crítico apasionado, se la descargó en internet, byte a byte, en un destilación lentísima que venía a indicar que eran pocos, muy pocos, los cinéfilos del mundo que la guardaban en sus discos duros como un tesoro. 

    Uno nunca sabe qué pensar de estas películas que jamás pasan por la tele, que nunca están disponibles en DVD, o que llevan lustros descatalogadas en los inventarios. Que vas a robarlas en los naranjales de los cinéfilos y te encuentras con que sólo hay dos agricultores que las cultivan. O son obras maestras tan valiosas que sólo unos pocos saben apreciar, o, lo más frecuente, son tonterías elevadas a los altares por las sectas más radicales de los cinéfilos, que adoran al mismo dios del cine que yo adoro, pero de un modo estrambótico, proselitista, casi siempre muy exagerado.


           Masacre: ven y mira no merece ni las babas goteantes de Mark Cousins ni el olvido casi sádico de las programaciones. Los primeros cuarenta minutos sólo se aguantan porque uno, que ya tiene el culo entrenado, y el bostezo domesticado, espera que acontezcan las grandes cosas anunciadas. Hay mucha poesía visual, muchos paisajes bielorrusos, muchos silencios de la estepa... Es cine pre-bélico, más que bélico. Es, para que nos entendamos, cine soviético anterior a la Perestroika, y sus formas narrativas chocan con la formación de un súbdito entregado al imperialismo yanqui. Pero de repente, con un bombardeo aéreo del bosque, llega la guerra, y con ella, nuestra atención renovada, que perdurará, ahíta de sucesos, hasta el último segundo de la película. Pero más que la guerra, como otro jinete del Apocalipsis, llega la barbarie, la limpieza étnica. La matanza disfrazada de Lebensraum, de espacio vital para los germanos. No hay batallas en Masacre: ven y mira: sólo asesinatos en masa perpetrados por los Einsatzgruppen, desbocados por las aldeas de Bielorrusia sin hacer distingos de edad o de sexo. La consigna es clara: los eslavos constituyen una raza inferior, y además son comunistas, y cripto-judíos, y por tanto merecen morir. 

    Sólo un puñado de hombres conseguirán escapar de las matanzas sistemáticas y refugiarse en los bosques, a reforzar las guerrillas, a esperar el invierno y la llegada salvadora del Ejército Rojo. 





 
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La historia del cine: una odisea (y IV)

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Termino de ver La historia del cine de Mark Cousins. Ha sido un viaje ilustrativo, pedagógico, a veces emocionante, con bonitos paisajes y confortables hoteles. Al guía británico le pongo un ocho de nota, como aviso a futuros turistas del documental. El señor Cousins ha resultado ser un hombre solícito, didáctico, sobradamente preparado. Nos ha llevado en volandas con su entusiasmo febril,  con su timbre de voz tan peculiar. Sólo cuando se empeñaba en que conociéramos la cinematografía senegalesa, o puertorriqueña, o la de Pernambuco, se nos ha puesto un pelín plasta y pedante. Peccata minuta. 

Tengo la impresión de que al final, en los episodios dedicados al cine moderno, se ha desatado sus ligaduras académicas y se ha puesto a contar lo que le daba la real gana, llevado por sus gustos particulares. El decía que no, pero yo no dejaba de intuir que sí. Da igual. No le vamos a criticar por eso. My kingdom, my rules. Su documental, sus cojones. Y mucho menos que voy a criticarle después de haberle dedicado unos piropos a esa película inclasificable que uno, en su rareza al fin compartida, tiene por obra maestra de nuestros tiempos: Mulholland Drive.  

            Resulta, además, por lo oído en algunos comentarios, deslizados con suma educación entre los contenidos de su asignatura, que Cousins nos ha salido un zurdo de las ideas. Un rojete trasnochado y peligroso al que de momento no van a dar cancha en el No-Do nacional recién reimplantado. No creo que le dejen salir de los canales de pago. Y si le dejan, sólo le permitirán un paseo clandestino en las altas madrugadas, para que lo vean cuatro gatos callejeros escondidos entre las basuras.



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La historia del cine: una odisea (III). Abbas Kiarostami

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En The Story of Film, Mark Cousins habla maravillas sobre las películas de Abbas Kiarostami que hace unos años casi me costaron la salud y la razón. Mark llega a decir, en uno de su subidones de crítico exaltado, que el final del siglo XX fue “la era de Kiarostami”. Que ante la avalancha de efectos especiales y posmodernismos digitales, el director iraní fue el pérsico guardián de las esencias analógicas. "El más puro y clásico de los directores de su tiempo..." Pues bueno, pues vale, pues me alegro, como diría el Makinavaja. Si tuviera que elegir entre cualquiera de sus películas y Matrix -que era precisamente del año 1999, finisecular y finimilenial- yo, sin duda, me quedaría con los hostiones de Neo haciendo arabescos en el software de un ordenador. Soy así de vacío y de superficial. 

Más aún: si el cine fuera todo él como una película de Kiarostami, prohibidas las persecuciones y los hostiazos, las mujeres bonitas y las tramas enrevesadas, todo bucolismo de personajes que no hablan y paisajes que no se modifican, metrajes estirados hasta el límite de la paciencia o del cachondeo, uno preferiría tomarse la pastilla azul y dejarse engañar por el mundo ficticio del Gran Ordenador. Preferiría ser un cobarde antes que morir desangrado por un bostezo que me desencajara la quijada. La pastilla roja se la cedería gustosamente a Mark Cousins -a quien guardo mucho aprecio a pesar de sus ortodoxas herejías- para que siguiera durmiendo sus siestas entre los cerezos, o entre los olivos, allá en los valles abruptos donde Jerjes y Darío perdieron sus mecheros.



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La historia del cine: una odisea. (II)

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Primero lo dijo de Yasujiro Ozu; luego de Jean Renoir; ahora de Alfred Hitchcock. Aún estamos en los años 40 de su Historia del Cine y Mark Cousins ya ha elegido tres veces al mejor director de todos los tiempos. Cuando lleguemos a los tiempos modernos, serán  una docena de realizadores los elegidos. No cuento esto para reírme de Cousins. Al contrario: cuando habla de los cineastas que más le gustan, su entusiasmo resulta conmovedor. En estos arrebatos de pasión, Cousins abandona su atril de profesor puntilloso y se mezcla con la plebe que también cambia de opinión un día para otro. El crítico objetivo se disfraza de espectador armado con palomitas. 

Cada vez me cae mejor este tipo. A veces se le va un poco la olla, es verdad, y aplaude extasiado un ángulo de cámara que uno, en su incultura, en su simpleza, piensa que se le hubiera ocurrido a cualquiera.  Pero su empeño explicativo, y su paciencia de santo bíblico, termina por arrastrarte a su mundo particular. Es una pena que Pitufo, cada vez que pasa por delante del documental, y ve los subtítulos y las escenas del cine antiguo, haga mutis por el foro y se enclaustre en la otra televisión, a seguir jugando a las guerras de mentira. La Historia del Cine podría haber significado para él lo mismo que significó para mí la serie Cosmos cuando yo era chaval. Gracias al entusiasmo científico de Carl Sagan, yo quise ser astrónomo y vivir aislado en un observatorio de las Chimbambas, lejos de los hombres, y de todas las mujeres menos una, entregado a contemplar las estrellas. Luego vino la vida, a ponerme en mi sitio. Me faltó el talento matemático, y la valentía necesaria. Pero fue, de todos modos, mi epifanía. Fallida, pero verdadera. El camino a seguir que no pude continuar. 

Me gustaría que Pitufo también tuviera una epifanía semejante, a ser posible cinematográfica. Que estos documentales, u otros parecidos, fueran el punto de partida de una vida dedicada a perseguir un sueño, una meta. Abandonar la diletancia improductiva y centrar la atención en un oficio creativo, en una afición estimulante. Que un día, dentro de muchos años, cuando le entrevisten en las radios o en los periódicos, responda como responden muchos de los artistas: que tenía doce o trece años cuando vio en el cine, o en la tele, aquella película o aquel documental que le dejó fascinado, que le marcó el objetivo, y que le encarriló en la feliz vida que ahora lleva...



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La historia del cine: una odisea (libro)

Leo, en la Historia del Cine de Mark Cousins, este curioso pasaje sobre una ocurrencia de Mack Sennett:
“Mack Sennett, un productor de comedias de la etapa del cine mudo, contrataba a un tipo peculiar para que acudiera a sus conferencias con el fin de que dijera tonterías en voz alta. Generalmente era una persona sin demasiadas entendederas, incapaz casi de expresar sus ideas, pero que contaba con una imaginación desbordante. Podía estar callado durante una hora y de repente murmuraba: “Tomemos por ejemplo...”, y entonces todo el mundo callaba para ver qué decía. “Tomemos por ejemplo esta nube...” Gracias a nuestra rara capacidad para asociar unas ideas con otras, las personas del auditorio se quedaban con la imagen de la nube y le encontraban sentido a lo que decía aquel hombre, que venía a ser como un catalizador del subconsciente...”

 Cousins elige este párrafo para explicarnos que el cine, a veces, en sus más revolucionarios logros, acierta de chiripa, asociando ideas o planos  que hacen saltar una chispa neuronal en el espectador, inaugurando un nuevo modo de asociar, y de entender. Pero yo, que voy leyendo el libro con una mala leche cada vez más agria, releo esta broma ingeniosa de Mack Sennett y no dejo de pensar en los embaucadores como Kiarostami, o como Godard, que tanto celebra Cousins en su libro. “Tomemos por ejemplo esa nube...” O ese iraní, o esa parisina. Sigámoslos con la cámara y dejemos transcurrir el rato, a ver qué va saliendo de la “catalización del subconsciente...”




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