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La buena estrella

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No hace mucho tiempo que nuestra querida Pam, la secretaria de Estado de Igualdad -la mujer que posee la colección de pollas disecadas más extensa de la Península- se escandalizaba porque en una encuesta que analizaba el bienestar sexual de “les españoles”, un 80% de las mujeres todavía prefería el contacto con un varón para alcanzar el orgasmo, en detrimento de otras prácticas según ella más liberalizantes y empoderadoras, como la masturbación íntima o el contacto mutuo femenino. 

Para Pam, el hombre ya sólo existe para hacer desgraciadas a las mujeres, matar a las arañas peludas y abrir los botes de conservas, y cualquier otro uso le parece un atavismo que habría que erradicar por la vía de la educación, y si no, por la vía de la ley. Pam, por supuesto, es una fanática, una analfabeta funcional, una de las mujeres que ha conseguido que los viejos bolcheviques antaño ilusionados con Podemos ahora busquemos otras alternativas “sumariales” más respetuosas con el medio ambiente.

Hablo de Pam porque me divierte imaginármela viendo “La buena estrella” y descubriendo que la protagonista -esa australopiteca fascista de Maribel Verdú, según ella-  no solo prefiere el coito con un varón, sino que prefiere el coito con DOS varones, aunque no de manera simultánea, eso también es verdad, porque Ricardo Franco era un director serio que nunca hizo pinitos en el mundo de la pornografía. Por el día, Maribel se acuesta con Resines porque él cuida de su hija y además es el dueño de la casa; y por la noche, porque Resines es impotente y no puede dejarla satisfecha, se acuesta con el macarra del barrio que hace tiempo le daba de hostias en plena calle, y al que tendría que haber rajado entonces sin miramientos. Y en eso, mira: yo estoy con Pam y con su pandilla de pandilleras. 

En eso, como en otras muchas cosas, “La buena estrella” es una película imposible de creer. No se puede querer a dos personas al mismo tiempo y además no se puede ser tan gilipollas como el personaje de Resines. Y, sin embargo, la película sigue funcionando. Yo creo que son los actores -y la actriz, sí, Pam- que hacen verosímil lo inconcebible.





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Historias para no contar

🌟🌟🌟🌟


“Como dijo alguna vez Enric González: pruebe a ser completamente sincero y antes de que acabe el día se habrá quedado sin amigos, sin pareja y sin trabajo”. 

Esto lo escribía Xacobe Pato en sus diarios y tiene toda la puta razón. Él y Enric González, claro. Sin mentir no se puede ir a ningún lado. La mentira es el aceite de la vida, como aquel que necesitaba el niño Lorenzo. La mentira engrasa la cadena de la bicicleta para seguir dando pedales. Sin ella, saltan los cambios en cualquier cuesta y te quedas tirado hasta que venga el coche escoba. La mentira es una adaptación evolutiva. Mienten hasta los escarabajos de la patata, con sus cerebros de gominola, así que imagínate el Homo sapiens, que tiene más neuronas que estrellas hay en la galaxia. De hecho, yo estoy con los filólogos que aseguran que el lenguaje se inventó para mentir, y que lo secundario es escribir un poema o pedir que te pasen la sal en la comida. O esta condena de escribir entradas en Internet , a ver si los cazatalentos se animan y las señoritas se derriten.

Pero la mentira, como todos los pecados recopilados por la Santa Madre Iglesia, también tiene sus gradaciones. Existe la mentira mortal que merece el infierno y la mentira venial que se perdona con un polvo marital o con una cerveza bien fresquita. Ya que todos somos mentirosos por necesidad, al menos nos queda la decencia -a los decentes- de reconocer que mentimos cuando hacemos examen de conciencia. O de no protestar mucho cuando nos pillan in fraganti. Que te mientan tiene un pase; que te perseveren en la mentira ya toca mucho los cojones.

Yo, padre, lo confieso, he mentido mucho. Pero solo mentirijillas, o mentiras piadosas, de esas que se perdonan con un Padrenuestro y tres Avemarías. De las mentiras gordas no creo haber soltado ninguna. Pero claro: también existe el autoengaño, la mentira que uno mismo se cuenta, y que es la más insidiosa de todas.

Todas la historias que se cuentan en esta película van de parejas que se mienten o que se han mentido alguna vez. Todo venial, urbanita, muy moderno. Por eso es una comedia. De lo contrario, hubiera sido una película de Ingmar Bergman con muchos gritos y susurros tenebrosos. 





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Huevos de oro

 🌟🌟🌟


El sexo y el dinero mueven el mundo. En la canción de Cabaret, Liza Minnelli y Joel Grey sólo mencionaban lo del dinero, pero lo decían mientras meneaban el culo y las tetas, así que quedaba claro que no se habían olvidado de lo primero. Luego, el sexo, si echa raíces, si está bien calentito y bien regado, puede llegar a producir flores y frutos que llamamos  amor. Lo digo para los que creen en el corazón por encima del instinto. En el alma, más que en las gónadas. Bueno... Llamémoslo patatas. Da lo mismo.

    Bigas Luna era un tipo que pensaba como yo -quizá un sabio, o quizá un simple, nunca lo sabremos-, pero él añadía un tercer motor a la motivación de los humanos: la buena comida, mediterránea a poder ser, que es una cuestión que yo podría aceptar sin mucho impedimento filosófico. Y es una pena, lo de Bigas Luna, al menos para mí, porque luego se ponía a hacer películas con estas tres ideas tan sencillas, pero tan poderosas, y le salían unos churros argumentales que te dejaban siempre a medio polvo en el sofá. Bigas Luna siempre te arrancaba una erección con esas tías tan jamonas afanadas en el sexo, y también una cabezada de asentimiento, cuando alguno de sus personajes soltaba una gran sabiduría, ancestral y telúrica. Pero luego nunca llegaba el éxtasis, el redondeo cinéfilo, la sensación de haber visto una obra maestra incontestable. “Huevos de oro” es su mejor película, y ya ves tú, lo lejos que está de la redondez, tan ovoidal como su título.

    Y sin embargo, uno, porque la carne es débil, y la curiosidad tres cuartos de los mismo, ha vuelto a caer en “Huevos de oro” sabiendo a lo que venía. La pasaban el otro día en Movistar, y no pude resistir la tentación. En algún momento del metraje yo sabía - ¡cómo olvidarlo!- que María de Medeiros y Maribel Verdú se lo montaban en plan trío con el Dos Huevos, y eso es como poner una zanahoria delante del burro, o un billete de 500, delante del monarca. Y luego está Javier Bardem, claro, que clava su papel, porque es que además tiene el cuerpo, la voz, el deje de chuleta... Qué personaje tan trágico el suyo, el hombre que se cree el rey del mambo con su par de huevos y su par de todo, y en realidad, ay, como diría el poeta, sólo es un esclavo de su polla, y un juguete de su avaricia.





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Sinatra

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Cuenta la leyenda que una vez Charles Chaplin se presentó a un concurso de imitadores de Charles Chaplin y quedó tercero. Lo mismo dicen de Julio Iglesias, en la versión latina: que se presentó a un concurso similar y hubo otro Julio al que le salió mejor lo del “¡Hey!”, y lo de la mano temblando en el costado.

    Sinatra, la película, cuenta la historia de un imitador de Frank Sinatra que no sabemos si vencería a Frankie en un duelo de micrófonos. Sinatra Landa se gana la vida en los espectáculos del Paralelo, en Barcelona, cantando, suponemos, el My Way, o el New York, New York, pero la verdad es que nunca vemos a don Alfredo subido al escenario, intentando dejar patidifusas a las mujeres. De su personaje sólo conocemos las desdichas en la vida civil, que son básicamente las amorosas, porque las pecuniarias, más apremiantes, las resuelve nada más empezar la película, quedándose a trabajar de portero de noche en una pensión de mala muerte.



    Sinatra Landa tiene el corazón roto porque acaba de abandonarle una mujer estupenda, guapísima, veinte centímetros más alta que él, casi como si fuera la mujer del Sinatra original. (Quizá, en un concurso de imitadoras de esposas de Frank Sinatra, Mercedes Sampietro tendría cosas que decir, codeándose con lo mejor del repertorio americano). Sinatra Landa, para olvidarla, y sacar el clavo con otro clavo, se ofrece en el mercado del amor. Pero como estamos en 1988 y todavía no existen ni Meetic ni Tinder, recorta cupones en las revistas, los rellena con sus datos personales y sus gustos más presentables, y tras adjuntar una foto favorecedora y una oración a la Virgen, lo mete todo en un sobre que depositará con un beso en un buzón de correos.

    Así se hacía, al parecer, en los viejos tiempos, cuando internet era una entelequia que todavía manejaban con trajes espaciales, y mucho cuidadín, los ingenieros americanos. Pero funcionaba. Vaya, que si funcionaba... Sinatra Landa arrasa con su belleza interior y terminará por trajinarse a la Verdú y a la Obregón, que no eran moco de pavo. Hoy en día, en la red, esas tías le bloquearían al primer saludo.

    Por cierto: la Obregón ahora nos da un poco la risa, pero jodó, con la Obregón…



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Superlópez

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Con la excepción de Superlópez, todos los superhéroes de nuestra infancia fueron americanos porque allí es donde los científicos se dedicaban a hacer el tonto con la radioactividad, y a veces, en el laboratorio de la Universidad, o en el sótano de su casa, la cosa se les iba de las manos y se producía un escape de partículas que al no matarlos alteraba su estructura genética para hacerlos más fuertes, o más rápidos, o más imbéciles, según. 

    El único gran superhéroe que consiguió la nacionalidad americana sin nacer allí, de pura chiripa, fue Superman. El cohete que trajo a Kal-el desde el planeta Kripton lo mismo pudo haber caído en un maizal de Kansas que en un secarral de Castilla, y con esa premisa geográfica, Jan, que era un dibujante nacido en una comarca tan hispánica como El Bierzo, parió a un superhéroe lamado Superlópez que llevaba el esquijama siempre mal planchado y lucía un bigote tupido a lo Alfredo Landa, que era la moda nacional por aquellos tiempos. Superlópez era un torpe entrañable, un metepatas de manual, pero los que leíamos sus cómics, y al mismo tiempo éramos del Real Madrid, teníamos un miedo cerval a que en cualquier aventura tonta Juan López fichara por el F. C. Parchelona para convertirlo en campéon de España, y de Europa, y luego del Mundo. A ver qué Camacho cojonudo o qué Stielike bigotudo  iba a ser capaz de parar a ese alienígena medio idiota en sus regates. Los madridistas leíamos a Superlópez con un mohín de desconfianza, porque el tipo era muy simpático, muy infortunado en amores, pero era del Barsa, y cualquier día se iba a meter a futbolista para joder la marrana, y no queríamos ver a nuestro equipo humillado ni en la ficción de los cómics.

    Años más tarde, otra nave espacial venida del planeta Chitón -pero ésta muy real- cayó en la Pampa argentina trayendo a un niño que con el tiempo acabó jugando precisamente en el Parchelona. Años después, regate a regate, gol a gol, terminó desvelando su verdadera naturaleza de superhéroe, de alienígena tramposo: el Supermessi de los cojones, por mucho que siga disimulando su naturaleza con su hablar insulso, y su jeta de panoli.


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Y tu mamá también

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Para los muchachos que sólo piensan en follar el mundo es un ruido de fondo. El telón de fondo para ese teatro pornográfico que ellos proyectan continuamente en su cabeza. Un decorado tan intrascendente como aquellos que ponían Hannah-Barbera en las locas persecuciones de sus dibujos animados. Salir de la adolescencia masculina -que no es una tarea fácil, ni un logro universal- significa tomar conciencia de ese mundo exterior que tiene sus problemas económicos, sus políticos corruptos, sus naturalezas arruinadas; sus gentes, también, con sus enfermedades serias y sus problemas morrocotudos. Hacerse adulto es casi como volver a nacer: abrir los ojos y destaponar los oídos. Quitarse las gafas de rayos X que sólo desnudaban los cuerpos y buscaban la oportunidad. Bajar el volumen del martillo neumático que taladraba la cabeza con el estruendo monótono del deseo.


    En Y tu mamá también, Tenoch y Julio son dos adolescentes atrapados todavía en esa esclavitud. Dos intrépidos hormonados que aprovechan sus vacaciones para recorrer México en un cascajo de automóvil. Buscan playas paradisíacas donde lucir el body y beber tequila hasta el amanecer. Y de paso, si encuentran chavalas predispuestas, sumarlas a la fiesta loca de su juventud. Pero en su camino se cruza Luisa, y el dúo se convierte en triángulo, y la camaradería, en rivalidad. Luisa es una mujer adulta, bellísima, a la que conocen por estar casada con un primo de Tenoch. Les separa la edad, la madurez, la vida entera. Pero Luisa, contra todo pronóstico, sin desvelar sus intenciones, se suma a la fiesta de su viaje por México, y ellos, por supuesto, obnubilados por el deseo, le hacen un hueco en su tartana. 

    Ahí empieza una road movie donde Julio y Tenoch conducen cegados por esa mujer voluptuosa que además se muestra generosa en las noches de motel. Y ella, Luisa, cuando ellos no están presentes, aprovecha para llorar su desgracia secreta y su dolor. Mientras tanto, ahí afuera, en las carreteras,  México se desangra de pobreza. Ellos no escuchan la voz en off que nosotros los espectadores sí escuchamos. Gracias a ella conocemos las desgracias que el trío se cruza por el camino sin atender, sin escuchar, cada uno sumido en sus graves asuntos. El sexo y la muerte, nada menos.


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El año de las luces

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No todo va a ser follar, la canción de Javier Krahe, nos hace mucha gracia a los cuarentones porque hemos aprendido, efectivamente, que en la vida no todo es follar. También hay que comprar calcetines, como decía el maestro, y regar los cuatro tiestos, e intentar cruzar Núñez de Balboa si un día paseas por Madrid. Pero eso explícaselo tú a un chico de quince años: que la vida es algo más que desear a las chicas del instituto, y hacerse pajas en el desengaño de cada día. El chaval, quizá muy parecido a Jorge Sanz, pondrá esa mirada que provoca la pudrición de la médula espinal y te dirá: “¡Amos, anda!”. El chaval sabe que también hay que hacer los deberes, y que bajar la basura al contenedor, y que aguantar a los lerdos de los profesores, pero el monotema sexual, a su tierna edad, ocupa la primera plana del periódico mental, a cuatro columnas, y el resto de la existencia viene relegada en las páginas interiores, con los deportes y las tragedias, y los cotilleos de la tele.


         El año de las luces transcurre en el año II de la Pax Franquista. Alrededor de Manolo, su protagonista adolescente, España es una ruina de escombros y venganzas. Él mismo, enfermo de tuberculosis, ha de abandonar Madrid para ingresar en un preventorio de las montañas. En las cunetas hay gente detenida y fusilada. El fascismo español celebra cada conquista del Führer como una victoria propia contra los rojos. El paisaje es gris, y el suelo huele a cadáver. Han triunfado los malos, los casposos, los más tontos de cada pueblo. Y los curas, claro, como en cualquier encrucijada de este país, cuervos que se ciernen sobre la alegría de vivir. Pero todo esto, a Manolo, se la trae al pairo. Él vive pendiente de las tetas que abultan los trajes, de las pantorrillas escuetas que dejan ver las falangistas con uniforme. Es muy escaso el estímulo, pero muy grande el deseo. Manolo, pobrecico, vive atrapado en el monotema, que es como una melodía que no puede quitarse de la cabeza.
A mí, a su edad, también me importaban muy poco la Perestroika o la reconversión industrial. Yo me apiadaba de los rusos, y de los parados nacionales, pero apenas me detenía a reflexionar sobre la gravísima realidad. Eran muchas, las muchachas, y muy palpitante, la eterna frustración.



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Belle Époque

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Cuando Jorge Sanz, en Belle Époque, decide que ya es hora de marcharse a Madrid, y abandonar la hospitalidad de Fernando Fernán Gómez, se encuentra en la estación con las cuatro hijas del susodicho. Enamorado al instante del póker de bellezas, finge un contratiempo y regresa a casa de Fernando, a toparse con ellas. Éste, al descubrirlo de nuevo en el hogar, dirá aquella frase imborrable de "es el seminarista, que ha venido aquí siguiendo el olor del coño de mis hijas”.

         Este regreso de Jorge Sanz simboliza mi propio regreso a Belle Époque cada cierto tiempo. Belle Époque es una comedia estimable, ocurrente, con actores y actrices en estado de gracia. Fernán Gómez y Agustín González legaron dos personajes inolvidables de los que recordamos cada diálogo y cada entonación, aquello de conculcar el matrimonio, o de "¡coño, cocido!". Rafael Azcona tejió un guión tragicómico que es marca de la casa, y que aguanta como un campeón el paso del tiempo.  

    Pero Belle Époque, con todos sus méritos, con su Oscar reluciente dedicado al dios Billy Wilder, no sería la misma película si nosotros, los hombre enamorados, no la visitáramos con tanta frecuencia, atraídos por esas señoritas que salen tan frescas y tan lozanas. La mayoría de mis conocidos echan la baba por Maribel Verdú, que además de ser hermosa siempre alegra los fotogramas con un verismo excitante y perturbador. Pero yo, que estoy con ellos, y soy partícipe de sus fogosos entusiasmos, tengo que decir que mi amor verdadero es Ariadna Gil, la entonces cuñada del director. Hay algo de lapona en sus pómulos, de golosina en sus labios, de pantera en su mirada. Algo a medio camino de lo chino y de lo salvaje que no podría explicarles muy bien. Instintos muy míos que encienden fuegos muy poco artificiales. Ariadna, además, en el colmo de los morbazos, hace aquí de lesbiana irreductible, lo que paradójicamente dispara las fantasías y acrecienta los deseos. Ni punto de comparación con sus tres hermanas.


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Goya en Burdeos

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Goya en Burdeos no es exactamente una película. Es, más bien, una sucesión de pinturas animadas. Un belén viviente que va cambiando de vestidos y decorados mientras el maestro aragonés, en su exilio, nostálgico y enfermo, recuerda sus andanzas en la Villa y Corte de Madrid. Las pictóricas, sí, y las sexuales, sobre todo.

Siempre que he entrado en el Museo del Prado, sacrificando el tiempo del fútbol o de las compras, acabo deambulando por los pasillos marmóreos sin saber muy bien dónde fijar la mirada. ¿Cuáles, entre la infinitud de los cuadros, españoles y flamencos, florentinos y venecianos, merecen realmente el privilegio de una parada, de una observación, de una reflexión artística nacida de la ignorancia supina? ¿El cuadro de la izquierda, quizá? ¿El de la derecha? ¿El del próximo salón? Imposible saberlo. Uno quiere sacrificar tres o cuatro horas en la excursión pictórica, y ya en el primer envite termina arrepentido, mareado, asqueado de su bárbaro desconocimiento sobre el noble arte del pincel. Es por eso que siempre termino refugiándome en los salones menos transitados de Goya, donde cuelgan los retratos inmortales de la estulticia borbónica, y del atavismo salvaje de la españolidad incorregible. 

Sin ser una película conmovedora, Goya en Burdeos sirve al menos para recordarle a uno que las mentes más preclaras de este país tuvieron, como ahora, que exiliarse a la Europa Civilizada para desarrollar sus labores. En los tiempos de Goya, huyendo de Fernando VII y de sus curas, se nos fueron los pintores, los literatos, los dramaturgos, los políticos liberales... Los afrancesados en general, que soñaron en vano con una España moderna y transpirenaica. Ahora, expulsados por los economistas trajeados, y por los mismos curas de siempre, huyen despavoridos nuestros científicos más eminentes, nuestros empresarios más honrados, nuestros profesionales más cualificados. Ya no son en su mayoría afrancesados, sino alemanizados, o escandinavizados. Los Países de los Rubios son ahora el destino universal de los españoles más capaces. 




        
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Gente de mala calidad

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Me gustaría encontrarme cara a cara con el fulano que en algún sitio de internet, o en alguna columna de la prensa, llegó a escribir que Gente de mala calidad era la gran comedia española de nuestros tiempos. Me gustaría gritarle cuatro cosas a la cara, a este juntaletras seguramente paniaguado por la productora. A este timador del tiempo libre, que es un bien tan preciado en el otoño de la edad. 

Son decenas, centenares, las grandes películas que uno todavía no ha visto, y que están ahí, en los canales de pago, en las estanterías de las tiendas, en las programaciones de madrugada, esperando su oportunidad. Son miles de horas que uno espera y atesora como agua de mayo en la sequía general de la vida. La vida es corta, terriblemente corta, y uno, que desgraciadamente no puede ganarse la vida yendo a festivales para ver todo lo que se produce, necesita que le orienten y que le recomienden. Uno, con los años, ha aprendido a distinguir los juicios serenos de las opiniones pagadas. Uno se sabe los tics, los tufillos, las afirmaciones que no cuadran. A veces, sin embargo, una información errónea elude todos los filtros, y se salta todas las aduanas. Y da lo mismo que tengas el olfato desarrollado de un perro policía. Siempre hay una tarde tonta, un momento de inatención, una prosa demoníaca que te embauca con artes sibilinas para luego dejarte en la mano un truño maloliente con dos moscas volando alrededor. Ocurre de Pascuas a Ramos, pero ocurre.

Y eso que yo, sólo con el título, me las prometía muy felices con Gente de mala calidad. Pocos habrá más irresistibles para un misántropo incorregible... Me ilusionaba ver una película que orbitase sobre el principio filosófico de que toda la gente, incluido quien esto suscribe, es, efectivamente, de mala calidad. Una cosa como de Billy Wilder, vamos, trasladada al siglo XXI de la España caída en desgracia. Diez minutos de metraje me bastaron para comprender que las intenciones no apuntaban tan alto, sino que se trataba, simplemente, de mostrar a gente haciendo el indio por la calle, ideando gamberradas, puteando al prójimo, sableando al amigo, sin un guión digno de tal nombre.





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