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El día de mañana

🌟🌟

Estábamos el amigo y yo con las cervezas en la mano cuando nos dio por glosar, el otro día, en la primera terraza al solete , la belleza sin par de Aura Garrido, que es una actriz por la que ambos suspiramos muy platónicamente al borde ya de la edad provecta, casi como Harvey Keitel y Michael Caine sumergidos en la piscina de La juventud. El amigo y yo nunca coincidimos en gustos mujeriegos, que parece que viviéramos en planetas distintos, del criterio, o de la experiencia, y por eso, cuando nos descubrimos partícipes del mismo triángulo amoroso, nos ponemos muy contentos y celebramos el evento pidiendo una cerveza de más.

    Fue ahí, en la cerveza extra, que ahora comprendo que nunca tuve que haber tomado, cuando el amigo me recomendó El día de mañana, que hace meses habían pasado por el Movistar +. Yo, en principio, me mostraba reacio a seguirle el consejo, por mucho que Aura Garrido paseara en la serie su hermosura. Pero un prurito de decencia me recordó que soy el primero en dar el coñazo a las amistades -y a los cuñados, y a los compañeros de trabajo, y a cualquiera que se ponga por delante- con que “tienes que ver tal serie”, o “no puedes perderte tal película”. Así que me comprometí, en solemne juramento, y con tres cervezas muy fermentadas, a ver la serie completa y a dar parte puntual de mis progresos, como un alumno sujeto a evaluación periódica por su profesor.

    Qué lejos estaba yo de saber, ay, que esos seis episodios iban a ser como seis siglos en la cárcel de mi propio salón. Porque la serie, desde el primer momento, se me hizo chicle masticado, y regüeldo en el esófago. Los hechos narrados en la serie forman parte de la educación sentimental de mi amigo, que es mayor que yo, y supongo que de ahí procedía su didáctico entusiasmo. Pero a mí todo esto del comisario facha y el troskista barbudo, del guateque en la boite y el magreo en el picnic, Arias Navarro y el Espíritu de Febrero, los grises dando hostias y los futuros corruptos huyendo de las porras, me suena a trama de Cuéntame, muy lejana y empalagosa. A Victoria Prego dando la monserga. Sucede, además, que nunca me creo las series dramáticas españolas. Enfrentado a la pantalla de mi televisor, sólo concibo a este país desde la comedia, la astracanada, la gilipollez supina. Azcona y Berlanga, Pajares y Esteso, Muchachada Nui... Son las radiografías más certeras. El enfoque serio no va con nosotros. No nos retrata. Eso se les da mucho mejor a los anglosajones.




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Lo mejor de Eva

🌟🌟

Una película que se titula Lo mejor de Eva, siendo Leonor Watling la actriz que encarna a la tal Eva, se presta a varios chistes que mejor me dejo en el tintero, no sea que caigan por aquí los pornógrafos de la 10ª Compañía Aerotransportada. No sé si Leonor Watling es realmente tan hermosa como la ven mis ojos, pero es que ella, en una coincidencia casi de realismo mágico, es el trasunto imposible de una chica a la que yo amé hace tiempo en el invierno adolescente de León. La primera vez que vi a Leonor Watling en una pantalla, comiéndose una naranja a la remanguillé en aquel camastro de Son de mar, llegué a pensar que era la misma chica, reencontrada al cabo de los años, que había dejado la provincia para hacer carrera de actriz en los madriles. Leonor y la señorita X  eran como dos gotas de agua, como dos hermanas gemelas. Al menos vestidas, porque luego, en el desnudo corporal, no me vi capacitado para comparar, ya que nunca tuve la suerte de ver a mi amada de tal guisa. Ella fue más platónica que aristotélica, más soñada que tangible. Tuve que investigar mucho en el internet cutrísimo de aquel año 2001 -sí, el de la odisea en el espacio- para comprobar que ambas no eran la misma mujer, y que yo no había estado a unas pocas dioptrías y a unas pocas tartamudeces de enrollarme con la mujer más interesante de España, y de parte del extranjero.




           Comprenderán ustedes, por tanto, que no puedo perderme ninguna película de Leonor Watling, aunque venga precedida de críticas terribles, de luces rojas de advertencia, como esta que hoy nos ocupa, que es un thriller prometedor que luego se despeña por los acantilados del erotismo más previsible y tontorrón. Curiosamente, mientras Leonor permanece embutida en su traje de jueza implacable, la película se hace más llevadera que cuando llega el desmelene y el despelote. En Lo mejor de Eva, para contradicción de mi deseo, es más seductora la maja vestida que la maja desnuda. Será que estoy muy colgado de esta mujer, y que mi afecto por ella va más allá de lo lúbrico y lo carnal. 

    Tanto la quiero, y tanto la respeto, que no voy a maldecir aquí su fallida película. Tengo todo el derecho del mundo a no declarar en contra de Leonor, como un marido suertudo que la acompañara de noche y de día. En lo que a mí respecta, Lo mejor de Eva, con todos sus defectos, es una puta obra maestra. Y que vengan a por mí, los puristas, que los voy a recibir a hostia limpia, como un Bud Spencer encorajinado. Al cinéfilo interior, que empezó a protestar cuando la película hacía aguas, lo tengo amordazado dentro del armario. Mañana lo dejaré suelto, para que siga escribiendo aquí sus intelectualidades que nada nos importan.


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Todas las mujeres

🌟🌟🌟🌟

Hace cuatro años, en el canal de pago TNT, Mariano Barroso estrenó una serie titulada Todas las mujeres que solo vimos el Tato y yo. La serie era cojonuda, extraña, muy alejada de cualquier culebrón de los que copan el prime time. Un experimento ideal  para los paladares exquisitos de quienes apoquinamos un servicio. Pero la audiencia, al constatar que no había ni tiros ni persecuciones, ni psicópatas ni tías en bolas, decidió pasar del asunto. La serie pasó por TNT con más pena que gloria. Creo que luego la echaron por los canales convencionales, a altas horas de la madrugada, para hacerle la competencia a los adivinos tronados y a los anuncios del Whisper XL. El año pasado, en un intento de reflotar el invento, Mariano Barroso refundió los seis episodios en una película de estreno en salas comerciales. Le salió un largometraje de hora y media que ganó por fin varios premios y alabanzas, pero que se dejó en la sala de montaje otra hora y media de espectáculo actoral, y de diálogos impagables.


             Todas las mujeres cuenta las desventuras laborales y sexuales de Nacho, un veterinario que decide robarle cinco novillos a su suegro para venderlos de extranjis, y sacarse una pasta gansa para los vicios. Descubierto en el empeño, y antes de enfrentarse a la justicia de los picoletos, Nacho, que es un tipo solitario y sin amigos, tira de agenda para solicitar ayuda a las mujeres de su vida. Por su cabaña en el campo desfilarán esposa y amantes, madre y abogadas. Eduard Fernández se come las escenas a bocados, en una representación patética del cuarentón venido a menos, del macho hispánico que se descubre derrotado por la vida. Fernández es un actor bestial, brutal, de los que se vacía en cada película. De los que te crees a pies juntillas en cada gesto y en cada palabra. Yo he fundado un club de admiradores heterosexuales en este pueblo y de momento, conmigo, ya somos uno. 

    Las actrices que acompañan a Fernández en Todas las mujeres también le dan una réplica contundente. Hay entre ellas, además, para satisfacción del antropoide que ve conmigo la televisión, unos cuantos bellezones que alegran mucho la función. Aquí descubrí a Michelle Jenner teñida de morena antes de que las marujas interesadas en la Historia la conocieran teñida de rubia. Ahí conocí a esta actriz llamada Marta Larralde que siempre anda en series que no veo, y en películas que no descargo, como si los dioses de la cinefilia hubiesen decidido mantenernos en la distancia y en la incomprensión. Max, mi antropoide, al que muchos recordarán de otros romances anteriores, se lo ha pasado pipa con el espectáculo de Todas las mujeres. Al final de la función hemos aplaudido al unísono, pero creo que no hemos valorado las mismas cosas en la película de Barroso.




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