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Nine songs

🌟🌟🌟🌟


"Las películas son más armoniosas que la vida. En ellas no hay atascos ni tiempos muertos". Lo decía el personaje de François Truffaut en “La noche americana”, y aunque la frase suene a poesía para cinéfilos, a disertación de la Nouvelle Vague, lo cierto es que es una verdad como un templo. A este lado de la pantalla, la vida es un transcurrir aburrido, cansino, ocupados como estamos en ganarnos el pan, tramitar los asuntos, desplazarnos de un sitio a otro por las carreteras y las autovías. La vida se nos va en dormir, en preparar café, en vestirnos y desvestirnos. En hacer la comida y en fregar los platos. En encontrar el mando a distancia. En cambiar una bombilla. En esperar a que las heces salgan de su laberinto. En recoger a los niños, esperar el autobús, guardar la cola en la carnicería. La vida de los espectadores no avanza ligera como los trenes en la noche. Eso también lo decía François Truffaut, pero ya no recuerdo dónde.

    Michael Winterbotton -que es un cineasta libérrimo que filma más o menos lo que le da la gana- decidió aplicar la máxima de Truffaut para contar la historia de amor entre Lisa y Matt: dos jóvenes que se conocieron en la noche de copas, ciñeron sus cuerpos al ritmo de la música rock, y luego, ya refugiados en la intimidad del apartamento, se entregaron al sexo con la alegría de los humanos guapos que se reconocen como tales. Nueve canciones y nueve polvos: a eso se reduce “Nine Songs”. Nueve canciones que son más o menos la misma, pero nueve polvos que son muy diferentes, juguetones, casi como el catálogo sexual de la juventud moderna que se desea.

“Nine Songs” es cine depurado, deshuesado, reducido a su quintaesencia de momentos decisivos. No tiene los atascos ni los tiempos muertos que Truffaut le achacaba a la vida. Solo está la música que enciende el fuego, y el sexo que apaga la hoguera. 66 minutos que casi son un 69, pero nada más.  Todo lo que no sea follar y sonreír, escuchar música y acariciarse, es accesorio y prescindible. Todo eso, lo ajeno, la vida, es la molestia que los mantiene separados en las horas absurdas.


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The trip to Spain

🌟🌟🌟

En manos de otro director menos original que Michael Winterbottom, el viaje a España de estos dos comediantes hubiera sido un recorrido por los lugares más trillados de nuestro turismo: la paella en Valencia, el flamenco en Sevilla, la playa en Benidorm, la cola interminable ante la Sagrada Familia en Barcelona… Y, por supuesto, “a relaxing cup of café con leche en Plaza Mayor”, para hacerle un homenaje a Ana Botella y recordar que el olimpismo eligió políticos más serios y más preparados con el idioma universal.

    Winterbottom sabe -o le han explicado- que España es un país mucho más complejo y variopinto: un país más montañoso que playero, más agropecuario que urbano, con más historia en los pueblos que chiringuitos en la playa. De momento... Con un Norte desconocido donde llueve y todo es verde, y se come de puta madre, y a veces parece que uno está en la Europa de los suizos cantonales. Sólo hay dos concesiones al tipical spanish en la película: la visita a los molinos de viento, en Consuegra, con Coogan y Brydon disfrazados de Quijote y Sancho Panza para cumplir unos compromisos publicitarios, y la visita ineludible a la Alhambra de Granada –que no es tópico, sino bendita obligación- donde el personaje de Steve Coogan –¿o Steve Coogan mismo?- encontrará la paz interior para enfrentar los avances de la pitopausia y los reveses de la profesión.

    A bordo de un Range Rover de la hostia que lo mismo devora autopistas del siglo XXI que senderos muleros del año de la peste, Coogan y Brydon se pierden por provincias tan provincianas, tan alejadas de la chancleta y la mariconera, que incluso nosotros, los españoles menos viajados, los que vivimos abducidos por el sofá y el puto fútbol, tenemos que echar mano del “pause” en el mando para saber en qué Parador de Turismo están comiendo mientras imitan a Mick Jagger; en qué Castillo de Nosédonde están cenando mientras ironizan sobre los achaques de la edad; en qué habitación de hotel palaciego parodian a Marlon Brando haciendo de inquisidor o imitan a Roger Moore haciendo de moro con linaje de la morería. 

En ese sentido, el viaje España de Coogan y Brydon es idéntico al que perpetraron en Italia hace unos años, o al primero de todos, en Inglaterra, aquel que dio origen a esta saga incalificable que básicamente consiste en comer y en hacer el idiota, mientras la realidad de la vida, con sus responsabilidades y sus inquietudes, queda suspendida allá en Londres, o en Nueva York.



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The trip

🌟🌟🌟🌟🌟

Con todos los gastos pagados por The Observer -que en la pérfida Albión viene a ser como el suplemento dominical de El País- Steve Coogan y Rob Brydon recorren el norte de Inglaterra en un viaje gastronómico del que luego habrán de rendir cuentas con inteligentes comentarios. 

    Podría decirse que The trip es una road movie con mucha niebla en el parabrisas y mucha hierba en el paisaje. Pero sería inexacto. Porque las road movies llevan implícita la noción de cambio: del paisaje, que se muda, y de los personajes, que se transforman, y aquí, en The Trip, cuando termina la película, los personajes de Coogan y Brydon  -que hacen de sí mismos en un porcentaje que sólo ellos y sus biógrafos conocen con exactitud- regresan a sus vidas civiles con los mismos planteamientos que dejaron colgados cinco días antes. 

Si cambiáramos los restaurantes pijos de Inglaterra por las bodegas vinícolas de California, The trip sería un remake británico de Entre copas, la película de Alexander Payne. La comida y la bebida sólo son mcguffins que sienten en la mesa a dos hombres adentrados en la crisis de los cuarenta. Las dos películas parecen comedias, pero en realidad no lo son. En The trip te ríes mucho con las imitaciones que Coogan y Brydon hacen de Michael Caine o de Sean Connery, o con las versiones de ABBA que cantan a grito pelado mientras conducen por las carreteras sinuosas. Hay un diálogo genial sobre qué enfermedad estarías dispuesto a permitir en tu hijo a cambio de obtener un Oscar de la Academia. Pero también se te ensombrece la cara cuando charlan en los restaurantes sobre la decadencia inevitable de sus energías, sobre el esplendor perdido en la hierba de su sexualidad.

Rob:       ¿No te parece agotador andar dando vueltas, yendo a fiestas y persiguiendo chicas...?
Steve:      No ando persiguiendo chicas.
Rob:         Sí, lo haces.
Steve:      No las persigo. Lo dices como si yo fuera Benny Hill.
Rob:      ¿Pero  no te parece agotador, a tu edad?
Steve:     ¿Te parece agotador cuidar un bebé?
Rob:       Sí, me lo parece.
Steve:     Sí... Todo es agotador después de los cuarenta. Todo es agotador a nuestra edad.




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