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El traidor

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Cuando el funerario Bonassera, en la primera línea de diálogo de El Padrino, le dijo a Marlon Brando aquello de “I believe in America…”, quedó inaugurado este ciclo de películas dedicadas a la mafia que lleva toda la vida proyectándose en mis pantallas.  El Padrino -en aquella adolescencia vivida alrededor del VHS sagrado donde lo mismo oficiábamos los Padrinos de Coppola que la tercera parte de Garganta Profunda o las comedias locas de los hermanos Marx-, puso la primera piedra de esta cinefilia que vive fascinada por unos tipos indeseables que en las películas, sin embargo, desprenden algo magnético, morboso, como si una parte vergonzosa del inconsciente los admirara y deseara ser como ellos: los Corleone, y los Soprano, y los matarifes de Scorsese, y hasta Tony el Gordo, el capo de Los Simpson...



    Pero esos son los mafiosos de mentira, los de la ficción americana o americanizada, porque luego, cuando ves a los mafiosos de verdad en los telediarios, o los buscas por internet porque has estado con un amigo y has discutido sobre si fue Fulanesi de Tal o Menganini de Cual el que perpetró tal crimen o murió de viejo en la cárcel -sí, a veces salen estas conversaciones en mis tertulias del bar-, descubres que la Cosa Nostra, y la Camorra, y la ‘‘Ndrangheta calabresa que siempre consulto en la Wikipedia para escribirla correctamente, la conforman unos tipos muy poco fotogénicos, con pinta de palurdos o de siervos de la gleba. Asesinos sin lustre, y capos sin glamour, que desmienten el mito tontorrón de las películas.

   Quizá por eso me ha gustado mucho El traidor, que es una película italiana algo irregular, demasiado larga, pero que tiene el buen gusto de mostrarnos el lado cutre y velludo  de los crímenes reales. El traidor es la true story de Tommaso Buscetta, un arrepentido que a mediados de los años 80 ofreció su ayuda al juez Falcone para que éste metiera entre rejas a los que hasta entonces campaban a sus anchas. Quizá, después de todo, aunque la película trate de explicar la traición de Buscetta por razones morales o sentimentales, éste, simplemente, con el paso del tiempo, fue comprendiendo que la Mafia de las películas era una cosa y la Mafia a la que él pertenecía otra muy diferente.



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Felices sueños

🌟🌟

Me aburro terriblemente mientras veo Felices sueños, la película de Marco Bellocchio que venía tan recomendada por la crítica, con muchas estrellas y muchos puntos verdes en los comentarios entusiastas: que si el veterano director, que si el sabio cineasta, que si el artesano infatigable...  

De Bellocchio llevo oyendo hablar toda la vida cuando llegan los festivales, pero sus películas raramente llegan a estas cinefilias provinciales a no ser que uno flete el barco pirata y las intercepte a medio camino de las rutas comerciales. Repaso su filmografía completa antes de enfrentarme a Dulces sueños y descubro, avergonzado, que jamás he visto una película suya. No parece constar ninguna obra maestra en ese catálogo interminable de obras ignotas -la mayoría, sospechosamente, de títulos no traducidos al castellano- pero también es verdad que hay algo que no funciona bien en mis métodos de selección. En mis manías de espectador.


    Por un momento estoy a punto de desfallecer en el intento, y de enviar Dulces sueños a la papelera de reciclaje, resignado a esta cinefilia mía de tres el cuarto. Sólo la prometida presencia de Bérénice Bejo, que es una actriz demasiado hermosa para ser desdeñada, pesa más que el aburrimiento presentido de una película que además dura más de dos horas. Porque los ancianos, ya se sabe, cuando se ponen a dar la turra pierden la noción de la elipsis y de la síntesis. 

Y así, con una fe muy poco fervorosa, le doy al play en la lluviosa tarde de invierno. Y mientras el niño Massimo quiere mucho a su madre, y la pierde trágicamente con sólo nueve años de edad, y busca su fantasma en las clases de religión y en los confesionarios de las iglesias, yo, a la hora larga de metraje, engañado por la publicidad fraudulenta que la colocaba en la primera línea del reparto, me pregunto cuándo coño va a salir el personaje de Bérénice Bejo.

    Mucho rato después de yo tanto añorarla, aparecerá, finalmente, la dulce Bérénice, disfrazada de doctora del cuerpo y de terapeuta del alma. Pero ya será demasiado tarde para levantar esta bruma soporífera que invade una película extraña, errática, pretendidamente poética y decididamente prescindible. 


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