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La ciudad no es para mí

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La primera vez que pisé Madrid, en una excursión organizada por los hermanos Maristas, un compañero y yo nos descolgamos del grupo nada más bajar del autobús. Lo habíamos hablado durante el viaje en conciliábulo secreto: en el primer semáforo que cruzásemos, por esas avenidas inconcebibles en León de tres carriles o más en cada sentido, le haríamos un homenaje a Paco Martínez Soria en “La ciudad no es para mí”, que era una película que pasaban mucho por la tele y que nos gustaba mucho a los paletos de provincias.

    Don Agustín, al salir de la estación de Atocha y enfrentarse por primera vez al tráfico moderno, se las veía y se las deseaba para cruzar por la glorieta de Carlos V, desesperando al guardia urbano encargado de enseñarle la diferencia entre el disco verde y el disco "colorao", porque rojo no se podía decir en las películas de la época. Mi compañero y yo, que éramos cinéfilos porque no teníamos novia -que si no de qué- queríamos imitar la gansada de no entender el semáforo, de entrar y salir de los carriles con aire de despistados, mirando hacia los lados como quien se ve atrapado en una estampida de bisontes.

Y casi lo conseguimos. Nuestro grupo ya estaba en la mediana de la primera gran avenida -creo recordar que la Castellana, a la altura del Museo Arqueológico- cuando nosotros, veinte metros por detrás, y silbando la musiquilla ye-yé de las películas sesenteras, pusimos un pie en el asfalto con el semáforo de nuevo cerrado en rojo. O en colorado... Dimos dos o tres pasos entre el tráfico como si fuéramos Chiquito de la Calzada en uno de sus chistes -quietoorr, noorr, cuidadín- cuando de pronto, a punto de retroceder para reiniciar el numerito, dos manos poderosas, la izquierda y la derecha de nuestro tutor, nos jalaron con fuerza hasta la acera y al llegar allí nos soltaron un par de capones muy certeros en el pescuezo. Los hermanos Maristas, en eso de arrear hostias, eran unos karatekas muy consumados porque también tenían misiones en Japón y en Indochina y creo que los destinaban allí por turnos rotatorios. 



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Tres de la Cruz Roja

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Por el año del Señor de 1961 -que hacía el número 22 en el calendario de la Victoria- el gobierno de los militares encargó una película para hacer publicidad de la Cruz Roja Española, que era un cuerpo de voluntarios que ahorraba mucho dinero a las arcas del Estado. Como los chavales que hacían la mili, o como los rojos que penaban en la cárcel. Lo que pasa es que a la mili te llevaban a punta de bayoneta, y a la cárcel con cuatro hostias soltadas tras la manifestación, pero para ingresar en la Cruz Roja tenían que seducirte o liarte de mala manera. El placer gratuito de servir a la Patria y de socorrer a los compatriotas quizá era suficiente para los campeones de la españolía, pero poca cosa, pura retórica, para el común de los mortales, más apegados a los placeres concretos de los sentidos. Y para los mocetones de la época, como para los mocetones de ahora, que en eso no influye vivir bajo el nacionalcatolicismo o bajo el parlamentarismo, los dos reclamos infalibles, irrenunciables, las flautas mágicas del flautista de Hamelín, eran el sexo y el fútbol.

    Para empezar de manera suave, los guionistas empiezan hablando del fútbol, del glorioso Real Madrid de las cinco Copas de Europa, aunque el equipo esté iniciando su decadencia por culpa de los barrigones que asomaban bajo las camisetas de Puskas y de Di Stéfano. "Apúntate a la Cruz Roja, chaval", sobre todo si vives en Madrid, que así podrás entrar gratis al Santiago Bernabéu y ver los partidos aunque sea a ras de césped, y condicionado a las necesidades del servicio. Menos da una piedra, y la retransmisión sin imágenes de la radio. Así que allá van, los tres de la Cruz Roja, Pepe, Jacinto y Manolo, que tienen nombres como muy del desarrollismo, como muy de españolitos bajitos y morenos, a servir a la Patria y dar la última gota de su sangre si fuera menester, como diría el salgento Arensivia de Historias de la Puta Mili. Pero la trama del fútbol sólo dura media hora, y no da para más. Un simple mcguffin para despistar. Lo que de verdad va a enganchar a los futuros voluntrios que ven la película, lo que les va a llevar directamente del cine de Chamberí a las oficinas de admisión, es saber que si te pones el uniforme de la Cruz Roja, y fardas con gracia sobre tus proezas sanitarias, unas tías de muy bien ver, verdadera jamonas en una España que soñaba con comer jamones, se van a pirrar por tus huesos y van a hacerte picardías cuando pases por la vicaría y te derrumbes loco de deseo en la cama matrimonial. Antes no.




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Las ibéricas F.C.

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El otro día, en la terraza del bar, a la altura de la cuarta o quinta cerveza, mi amigo y yo concluimos que cualquier película española de los tiempos pretéritos, por mala que fuese, ya tenía el valor incuestionable de lo documental. Las mayores mierdas del franquismo, o del destape, ya habían adquirido la dignidad de lo antiguo, la respetabilidad de las viejas señoras. Concluimos que si poníamos el canal de cine español a cualquier hora nos quedaríamos pegados a la pantalla con cualquier película que pasaran. 

    La otra tarde anunciaban el pase inminente de Las ibéricas F.C., una película del año 71 en la que, para mi sorpresa, aparecían nombres como José Sacristán, o Antonio Ferrandis, o el mismísimo Fernando Fernán-Gómez, que le otorgaban una pátina de respetabilidad al asunto. Lo que finalmente ocurrió con Las ibéricas F.C. todavía es objeto de debate en la universidad. Porque la película, en efecto, tiene un valor documental inestimable, casi de museo antropológico: una sandez indescriptible sobre once gachís -todas ellas saladísimas menos una- que se empecinan en jugar el fútbol a pesar de que sus maridos y sus novios les niegan el permiso con grandes voces y anatemas, y hasta amenazan con soltarles un buen par de hostias falangistas si persisten en el empeño. 

    Pero ellas, liberadas del tardofranquismo, inspiradas en las mujeres europeas que ya tomaban las playas del Levante como los americanos Normandía, persiguen su sueño con el ahínco terco de las soñadoras, y salen al campo con todo el muslamen al aire, y las tetas rebotando, y las poses calculadas, mientras en la grada los espectadores masculinos desorbitan los ojos y silban piropos y sueltan chistes muy sofisticados del tipo "¡Vaya delantera que tienen las ibéricas", o "Esas piernas no las tiene ni Di Stéfano", y cosas así, que eran de hacer mucho reír por la época. En el banquillo, haciendo de fisioterapeuta, José Sacristán babea como un tonto mientras masajea los muslos de las señoritas y musita todo el rato: "Me estoy poniendo las botas, las botas...". En fin... Ya digo que Las ibéricas F.C. es el retrato casposo de toda una mentalidad, de toda una sociedad incluso. Un 10 como una casa, en ese aspecto. El problema, para validar nuestra teoría cinematográfica, es que dudo mucho que esta mierda sin parangón -inefable para quien no la haya visto, tres pisos por debajo de lo pésimo o de lo vergonzoso- llegue a la categoría de película. 




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