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El curioso caso de Benjamin Button

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Dentro de unos cuantos eones, cuando la materia oscura alcance la masa predicha en las ecuaciones, el universo detendrá su expansión y empezará a contraerse, impelido por la gravedad. Las galaxias se aproximarán y la flecha del tiempo emprenderá el camino de regreso, como rebotada en una goma. Las agujas de los relojes girarán en sentido contrario, y los dígitos iniciarán el "final countdown" que cantaban aquellos melenudos de Europe. Tanto dar la matraca y mira: no iban desencaminados.

    Después del Big Crunch, las consecuencias precederán a las causas, y la mierda nos entrará por el culo. Será gol cuando se inicie la jugada, y será viernes cuando comience la semana laboral. Los amores nacerán cuando nos bloqueemos en WhatsApp, y terminarán justo cuando nos demos el primer beso. Cuando el calendario invertido alcance el día de nuestra muerte, nos levantaremos de la tumba, o nos reharemos de nuestras cenizas, y resucitaremos como estaba prometido en las Escrituras. Transitaremos, como Benjamin Button, de la vejez hacia la infancia, y moriremos, sonrosaditos y tiernos, en el vientre de nuestra madre. La conciencia de estar vivos -lo poco que quede de ella- se extinguirá cuando el zigoto se escinda en dos gametos, rompiendo nuestro yo.

    Así será nuestra segunda vida, nuestra resurrección de la carne, y todos seremos un poco como Benjamin Button, que ahora nos parece un personaje de fantasía, el curioso caso que desafió las leyes de la naturaleza. Si los astrofísicos no se equivocan, trece mil millones de años después de nuestra muerte invertida el universo se contraerá hasta un punto de dimensiones ridículas, y se producirá otro Big Bang que devolverá las cosas a su curso normal. Y así, en este juego pendular, después de otros trece mil millones de años, yo volveré a estar aquí, en el sofá, en el eterno retorno de Nietzsche, viendo por enésima vez “El curioso caso de Benjamin Button”, disimulando las lágrimas de contento. Porque sabré, o intuiré, que el amor de Benjamin y Daisy, aunque trágico, es eterno y nunca morirá. Como todos los amores, los de usted y los míos. Y que la espera, tan larga, habrá merecido la pena.  



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Green Book

🌟🌟🌟

En los viejos tiempos de la sabana, el lenguaje humano, que provenía del piar de los pájaros y del gruñir de los monos, alertaba del león que se acercaba y de la lluvia que sobrevenía. Servía para cazar el mamut en coordinación, y para comunicar que uno andaba enamorado de la señorita Mármol. Indicaciones básicas para la supervivencia. Pero luego, con la inflación del neocórtex, el lenguaje se hipertrofió, se fue por las ramas cuando nosotros ya habíamos bajado de ellas, y se convirtió en un parloteo de peluquería de señoras, o de taberna de paisanos. No existe otro animal en la Creación que necesite estar todo el tiempo hablando. Los chimpancés, los perretes, los pájaros del campo, pueden compartir la misma rama o el mismo jardín sin pronunciar ni pío ni guau. Sin embargo, el silencio que se instala entre dos personas se percibe como un retortijón, como una amenaza insondable, y no hay apenas amistades ni matrimonios que sobrevivan a ratos prolongados sin tener que soltar algo inaplazable.






    En Estados Unidos, en los años 60, un italiano macarra y un negro refinado apenas tenían nada que decirse. Los buenos días, si acaso, en la cola del pan. Y con las miradas tiesas, por si acaso... Vecinos de Nueva York pero extraterrestres de planetas distintos. Pero confinados en un coche que cruza el país camino del sur, ambos se convierten, a los diez minutos de arrancar, casi sin haber llegado todavía al puente de Brooklyn, en dos hombres estresados que no soportan el silencio. Hermanos de la desazón. Al principio prueban con la música de la radio para asesinar la inquietud, pero quien oye música en compañía termina hablando de música en compañía, y con ese pie, los buddy amigos pasan al tema del pollo frito, de la belleza del paisaje, de las anécdotas personales, y a medida que se adentran en los territorios de la vieja Confederación, Tony el guardaespaldas y Shirley el pianista construyen una amistad con los ladrillos de la cháchara, que son muchos, si la autopista es larga.

   

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True Detective. Temporada 3

🌟🌟🌟

La Terrorífica Trinidad de nuestra infancia la conformaban el Coco, el Sacamantecas y el Hombre del Saco. Tres hijos de puta -el primero fantasmagórico, los otros dos al parecer de carne y hueso- que rondaban las calles para secuestrar a los niños que no regresaban a casa cuando anochecía. Nuestras madres -que no daban abasto en un tiempo sin lavadoras automáticas ni microondas en la encimera- no tenían que asomarse a las ventanas para gritarnos que ya eran las seis y media, en invierno, o las nueve, en verano. Nosotros mismos, acojonados, llamábamos al portal nada más ponerse el sol tras la última loma, como si viviéramos en Transilvania y los vampiros surgieran automáticamente de las alcantarillas.

    El Coco era un fantasma que llevaba por cabeza una calabaza, o un coco propiamente dicho, y aunque su aspecto tenía que ser para cagarse por las patas abajo, si aparecía de sopetón, era, en principio, el más inofensivo de la trinidad. Decían de él que sólo hacía uuuh, tendía las manos y te dejaba como mal mayor la temblequera en el cuerpo. Los verdaderamente peligrosos eran los otros dos, los que podrían haber salido en una temporada de cualquiera de True Detective. Una versión a la española, con niños perdidos  en los páramos de Castilla, o en las nieblas de Galicia, y dos detectives autonómicos, o picoletos, de gomina en el pelo y palillo en la boca, siguiendo su rastro en un Seat 131 mientras filosofan sobre la liga de fútbol o sobre la transición a la democracia. Que se las tengan tiesas, de vez en cuando, con un reportero de El Caso que vaya publicando las migajas de la investigación.

    El Sacamantecas, al parecer, fabricaba jabones para las familias más ricas de la ciudad, que apreciaban mucho el tacto de las grasas arrabaleras, y el Hombre del Saco, a falta de más información, te introducía en el saco para llevarte a esos mismos pisos de lujo con fines ambiguos que nuestros padres jamás nos aclararon, y que nosotros -pardillos de otra época, desinformados del intríngulís humano- jamás imaginamos que pudieran ser de motivación sexual. No hubiéramos entendido nada, y nos hubiéramos partido de la risa, además. "¿Un viejo que me quiere tocar el pito'? ¡Ja, ja, já...!" Eran, decididamente, otros tiempos.




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Moonlight

🌟🌟🌟🌟

Nacer negro, pobre y gay en Estados Unidos es el colmo de los colmos. Como en aquel chiste que nos sabíamos de pequeños, el de un desgraciado cuyo colmo era haber nacido en Estocolmo ya no recuerdo muy bien por qué, que ya ves tú, qué gilipollez, ganas de meterse con los suecos ahora que sabemos cómo son de abiertos y de diligentes, los jodidos rubios. Porque si naces negro, pobre y gay en Escandinavia, es como si nacieras blanco, rico y heterosexual, o casi, que allí a los negros sólo les miran mal cuatro tarados, y el Estado se encarga de que la pobreza sólo dure hasta que llega el primer chequebebé, y la supuesta vergüenza de ser homosexual ya es una cosa que da mucho la risa y sólo asusta a las viejas que nunca salen en las novelas de Stieg Larsson.



    Pero si naces con la triple condición que tiene el muchacho Chiron en Moonlight, allá en los suburbios de Miami, y además tienes una madre adicta al crack, y un padre que anda perdido por el mundo, y unos compañeros de colegio que son unos cabrones, y encima viene Donald Trump a vestirse de Caballero Justiciero enviado por Yahvé para acabar con las razas inferiores y los desviados de la sexualidad, entonces, digo, en ese contexto trágico de los norteamericanos, sólo te quedan dos opciones en la vida: o hundirte en la miseria hasta que el cuerpo aguante, y la mente se quiebre, y sólo las drogas puedan ayudarte a sobrellevar la humillación de cada día, o una mala tarde de las que tiene cualquiera, tras recibir la primera paliza que te desfigura el rostro, metes la cabeza en el agua helada, transfiguras las facciones en un gesto muy fiero de rabia, y juras, como juró Scarlett O'Hara recortada contra el crepúsculo, que jamás volverás a pasar hambre, hambre de orgullo, y que vas a convertirte en el macarra más temido de los contornos para que nadie vuelva a tocarte ni un solo pelo.

    Sólo los pelos del amor, claro, los más íntimos, cuando el pasado llame a tu puerta y el gesto hosco de traficante diurno y proxeneta nocturno se transmute en el  trance sentimental de quien sólo buscaba un poco de cariño.

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