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Tenemos que hablar de Kevin

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“¡Tenemos que hablar de Kevin!, grita Guillermo Giménez en las retransmisiones de la NBA cada vez que Kevin Durant encesta un triple distante o una canasta inverosímil. Y yo, mientras tanto, llevaba años preguntándome quién coño es ese Kevin, el de la película, el del chascarrillo repetido. 

    Ahora ya lo sé. Kevin es un auténtico bastardo, el hijo del demonio, la pesadilla de la maternidad. El niño que nació atravesando la carne y no apartándola. En la terminología antigua, heteropatriarcal, un auténtico hijo de puta. Uno al que no creo que las bofetadas soltadas a tiempo hubiesen reformado. Y eso que las está pidiendo durante toda la película, a gritos, como panes, Cimo aquellas que arreaba Bud Spencer con toda la palma y parte del antebrazo. Lo de Kevin es el desafío permanente. La maldad gratuita. La psicopatía en potencia, y luego en acto, que diría Aristóteles. 

    Quién es este demonio que me trajo la cigüeña de París, piensa, abrumada, la señora Khatchadourian. Pero ella es cachazuda, moderna, de las que prefiere el diálogo y el razonamiento, el tenemos que hablar y el dime cómo te sientes. Nada que ver con la señora Zapatilla, la madre de Zipi y Zape, que a las primeras de cambio ya aparecía en la viñeta con el rodillo de amasar, o con el sacudidor de las alfombras, persiguiendo a sus retoños. Cómo hemos cambiado…

    La señora Khatchadourian se cree su papel dialogante, buenrollista, de pedagoga del método correcto. Pero es que además se siente culpable de la situación. Ha leído en alguna página de internet, o en algún artículo de la revista, que las madres frías, distantes, de depresión postparto, pueden causar daños irreparables en la crianza del niño. Son, por supuesto, majaderías superadas, culpabilizaciones absurdas. Chorradas de la psicología antigua, y del oscurantismo doctrinal. Kevin no es fruto de nada. Simplemente es así, nació así. Un puro azar de las bases nitrogenadas. Y para estos chavales de la hélice dañada, del cable pelado, del cortocircuito neuronal, no existe solución homologada. A quien Dios se la dé, que san Pedro se la bendiga. No vale la terapia de los vendedores de crecepelo, ni aporrear el televisor a ver si la imagen se estabiliza. Eso, en realidad, nunca ha servido para cambiar a nadie.





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En realidad, nunca estuviste aquí

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El que nunca estuvo allí, en la película insoportable, fui yo, el espectador. Sí estuvo mi cuerpo, repantigado en el sofá, pero no mi espíritu, ingrávido y protestón, que a los pocos minutos de metraje emprendió un viaje astral hacia el infinito y más allá, harto de intentar comprender las andanzas justicieras de este émulo de Thor.

    Así escindido, he ido viendo sin ver, como esos ciegos de la neurología. Quien se quedó a ver la película fue mi becario neuronal, mi yo interino, mi piloto automático. El suplente al que pago un buen dinero para que el sofá no se quede vacío, como en la gala de los Oscar, cuando una superestrella se levanta para entregar un premio o vaciar la vejiga. Y yo, al menos en este reino de mi salón, soy la superestrella que abandona mentalmente el sofá cuando una película insufrible, incognoscible, se cuela entre las recomendaciones que tanto miro y remiro. 

Podría, por supueso, dejar la peli a medias, poner otra, olvidarme de que una vez fuimos presentados. Pero como soy un cinéfilo obtuso y cabezón, insisto en ella y me doy de hostias contra el muro, como si cumpliera penitencia por el pecado gordísimo de haberme dejado liar, o de haber entendido mal las críticas de los expertos. Luego me fallan las fuerzas, maldigo mi suerte, y al final llamo al doble que dormitaba su sueño debajo de mi cama, en la vaina alienígena. Y yo, felizmente suplantado, me piro por esos mundos virtuales a dormitar sueños y a hacer cábalas sobre mi vida.

    Dos horas más tarde, con cuatro cosas que el becario me cuenta, me pongo a escribir estas críticas que suelen salirse –a la fuerza- por la tangente, para disimular mi deserción y mi bostezo. Que no entran en el meollo de la película porque la película, en realidad, tampoco tiene meollo alguno. Sólo una sarta de imágenes violentas que pretenden epatar al espectador moderno, cuando el espectador moderno ya está hasta los huevos de estos cosquilleos, de estos jugueteos de la adolescencia, y sólo desea que le cuenten algo coherente, bien construido, al estilo de los viejos y denostados clásicos.



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