Mostrando entradas con la etiqueta Luis Callejo. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Luis Callejo. Mostrar todas las entradas

Apagón

🌟🌟🌟


El día que caiga el viento solar sobre La Pedanía será el primer día de mi muerte. No sé los días que sobreviviré, pero sin duda serán pocos. La lucha será a muerte, y yo, a muerte, no dispongo de las armas necesarias. ¿Qué usaré cuando haya que acojonar, agredir, matar..? ¿Libros arrojadizos? ¿DVDs como cuchillas de Batman? ¿Mi perro peligroso, que se llama Eddie y apenas levanta 6 kilos con sus patitas? Pobre Eddie, también. En la serie “Apagón” nadie se acuerda de los animales. Ellos, que no usan teléfonos móviles ni queman carburante para moverse, serán las primeras víctimas de la ausencia de electricidad.

Cuando los jinetes del apocalipsis vengan a cerrar los supermercados, ellos, mis vecinos, que ahora son muy amables y me regalan los tomates que les sobran, se volverán lobos para el hombre y se armarán con la lupara para defender a tiro limpio sus huertos y sus viñedos, sus castaños y sus cerezos. Todo ese monte que poseen. En el bar se quejan todo el rato: dicen que son pobres, que no tienen para nada, que los socialistas les roban a manos llenas, pero luego resulta que viven en casas heredadas, que solo van al super a comprar papel higiénico, que se mueven por la vida con unos todoterrenos de la hostia donde cargan las cosechas sin fin y los animales abatidos.

Ellos, mis vecinos, no dudarán en apretar el gatillo cuando nosotros, los desheredados de la tierra, los funcionarios que solo sabíamos hablar en jerga y administrar gilipolleces, nos aventuremos a robarles un higo que cuelga o un racimo que se descuelga. Las tomateras valdrán entonces tanto como el oro, sino más. Nos asesinaremos -nos asesinarán- por darle un mordisco a una manzana podrida o a una calabaza yaciente. La comida de los cerdos será ambrosía y motivo de celebración. Ser funcionario valdrá tanto como ser rata de alcantarilla o paloma que defeca. 

La tierra es para quien la trabaja, decían los viejos anarquistas. Y es verdad. Cuando llegue el fin del mundo -a no ser que caiga un meteorito y lo pulverice todo- ellos, los agropecuarios, serán los supervivientes que protagonizarán la próxima entrega de “Mad Max”.



Leer más...

Kiki, el amor se hace

🌟🌟🌟🌟


El amor se hace cuando se puede. Y si no se puede, pues se piensa, o se escribe, o se expresa verbalmente. O se echa de menos. También se puede reprimir, claro, pero esa actitud crea neurosis en el alma, como explicaba el abuelo de Viena.

La Iglesia condena el sexo en sus cuatro vertientes: pensamiento, palabra, obra y omisión. Omisión, sí, porque denegar el sexo a quien quiere concebir otro cristiano sin afanes recreativos también comete pecado. Y uno morrocotudo, además. O sea, que el sexo es pecado lo mires por donde lo mires. Lo cojas por donde lo cojas.

En la carrera de Magisterio -lo de carrera es un decir- teníamos un cura que nos daba la asignatura de religión. No había ni un solo católico practicante entre nosotros, pero necesitábamos los créditos para ganarnos la vida en un colegio privado si fuera menester. De todos modos, nos llevábamos bien. Él sabía a lo que venía y nosotros también. Un día nos dijo que no entendía la expresión “hacer el amor”: que le parecía fría y mal construida. Que el amor no se hacía, sino que florecía, o algo así. Y que, por supuesto, florecía fuera de la cama, y no dentro, donde solo era concupiscencia y trampa mortal.  Una compañera mía que estaba más buena que el pan, y que salía con los tipos más cachas de la Universidad, le dijo que para ella “hacer el amor” era una expresión perfecta. Que el amor se trabajaba realmente entre sudores de fragua. Que la cama era una forja donde se templaba el metal y se hacía más resistente. Y para nada, como afirmaba él, un lugar donde el amor se desvirtuaba o languidecía. Lo dejó patidifuso, claro. Y a nosotros más enamorados todavía. Platónicamente, claro, como al cura le gustaba.

No sé qué hubiera dicho nuestro cura si hubiera visto “Kiki, el amor se hace”. Supongo que le habría dado un infarto nada más empezar. Si ya no entendía lo que era hacer el amor en una pareja convencional, imagínate en estas, que se excitan con los tejidos, o con los peligros, o que se juntan de tres en tres, o contra natura, o que se van de orgías el sábado sabadete.  “Una cosa es la libertad y otra el libertinaje”, hubiera gritado al televisor antes de palmar.



Leer más...

Bajocero

🌟🌟🌟🌟


Antes estas películas sólo las hacían los americanos. Los norteamericanos, digo. Los estadounidenses, quiero decir. Maldita sea: la doctrina Monroe me traba la lengua al hablar. Cuando yo era pequeño decíamos “una de americanos”, o “una americanada”, cuando íbamos al cine o nos poníamos los sábados frente a la tele, y eran películas como ésta, molonas, sin mucho trasfondo, a pura persecución y a puro tiroteo, como Bajocero, que la han rodado entre Segovia y Guadalajara con unos hielos invernales que no tienen nada que envidiar a los de Denver o a los de Kansas City. Ya era hora de reivindicar la estepa nacional para rodar un thriller de la ruta 66, aunque casi toda la película transcurra de noche, y entre la niebla.

Mi teoría es que antes no rodábamos estas películas porque nos tomábamos a cachondeo nuestra propia policía. Cómo hacer una de buenos y malos cuando nuestros maderos vestían de marrón desvaído, llevaban un boina en la cabeza y lucían un bigotón pos-franquista (o franquista del todo, que ahí sigue alguno puesto) que los hacía parecer guardias de opereta, casi de auto sacramental, medio turcos o medio mexicanos. Y claro: con esas pintas nadie se atrevía a rodar una película como Bajocero, que demanda una credibilidad, una modernidad, unos fuerzos y cuerpas de seguridad del Estado (como dijo la ministra con su lengua también trabada) que nos recuerden en algo a Los hombres de Harrelson metidos en acción. Ahora ya se puede. Desde hace algunos años, la Policía Nacional parece otra cosa, con los bigote rasurados, el pelo corto y el aire atlético de los uniformados. Y las uniformadas. Y cómo impone, precisamente, ese uniforme azul casi al borde de lo militar, y esos coches patrulla que ya se nos han hecho familiares de tanto rondar por ahí. Antes te cruzabas con un coche de Pascuas a Ramos; ahora, con el coronavirus, te cruzas con cuatro o cinco todos los días, y eso ha creado, quieras o no, una familiaridad, un cierto colegueo en la distancia.

Así que cuando ves a la Policía Nacional enredada en una película como Bajocero ya no te sorprendes de nada, y te dejas llevar por el respeto debido a la autoridad. Javier Gutiérrez no se parece gran cosa a Charles Bronson, pero  ni falta que le hace.





Leer más...

Tarde para la ira

🌟🌟🌟

Si la venganza es un plato que ha de servirse frío para conquistar los paladares más exigentes, el ajuste de cuentas que prepara Antonio de la Torre en Tarde para la ira es un producto que dejará satisfechos a los gourmets de morro muy fino. Una delicatessen confeccionada con extracto de bilis, reducción de rencor y mala hostia caramelizada que precisa ocho años de cocción a fuego muy lento, en los infiernos del alma. 

    Mientras llega el día del despiporre y de la última descojonación, Antonio de la Torre, el ángel vengador, mata los días jugando a las cartas, tonteando en internet, cuidando a su padre postrado en la cama del hospital. Haciéndose el tonto, el cliente, el parroquiano fiel, en el bar donde algún día se topará con el objeto hijoputesco de su odio, y dará rienda suelta a los bajos instintos de su lupara, que también lleva ocho años macerándose en un aliño escabechado de aceite y  de pólvora.


    Con la vida a medias resuelta y a medias destrozada, nuestro ángel justiciero no tiene más que cabras que ordeñar que sentarse en la terracita del bar -o en el taburete de la barra si hace mucho frío- y  esperar a que el Ministerio de Justicia, o el Ministerio del Interior, o el de su puta madre que lo parió, mueva ficha y rompa la calma chicha de esta venganza que nunca termina de concretarse. Antonio de la Torre vive la no-vida de quien en realidad inverna como un oso en su madriguera. Y aunque parece un hombre normal que tiene los ojos abiertos y los oídos atentos, su mente está en dos sitios muy alejados del presente. Uno en el pasado, donde nuestro protagonista rememora continuamente el momento traumático, luctuoso, que acabó con su vida de tipo normal y corriente;  y otro en el futuro, donde anticipa con regocijo ese día en el que se disfrazará de mosquetero de Puerto Urraco para dictar la única sentencia válida y razonable. Lo demás es un tránsito, una sala de espera, un espacio vacío. Y una película cojonuda. 


Leer más...