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Bohemian Rhapsody

🌟🌟🌟

De adolescentes todavía nos entraba la risa tonta cuando nos enterábamos de que tal cantante, o tal actor -a veces uno tan insospechado como Freddy Mercury, en nuestra ibérica desinformación-, tenía sus preferencias sexuales puestas en la acera de enfrente. Y ya la misma expresión, acera de enfrente, nos da un poco de vergüenza recordarla... 

Los homosexuales existían, claro, eran criaturas de Dios, y nosotros celebrábamos su existencia porque los curas del colegio se indignaban mucho con ellos, y eso, por fuerza, no podía ser malo. Los curas decían que los mariquitas (sic) -ya ves, ellos, los curas...- iban a terminar con la familia y con la natalidad. Y con las buenas costumbres. Decían que los maricones (sic) daban asco a ojos de Dios, y que los socialistas de Felipe González alentaban su existencia y hasta los subvencionaban en sus aquelarres. Los curas citaban mucho aquello del pecado nefando por no decir sodomía, ni gomorría, ni darse por el culo, claro, que en estos asuntos de la penetración manejaban una riqueza de vocabulario, un eufemismo de la vergüenza, que ya daba mucho qué pensar.

    En nuestra tonta adolescencia creíamos que los gays eran cuatro gatos que le ponían morbo y color a la paleta de la sexualidad. Tipos pintorescos, y hasta bufonescos, resalados y provocadores, que lo más cerca que vivían era en Madrid, o en Barcelona, anónimos durante el día y desatados por la noche, en garitos que sólo ellos conocían y frecuentaban. En León ni los concebíamos, por supuesto, porque aquí la homosexualidad no se podía esconder a las madres ni a las vecinas, y decían que sólo en la Estación de Autobuses o en la estación de RENFE se veían cosas, o se denunciaban casos. De tipos que insinuaban, que enseñaban, que hacían no sé qué... A las lesbianas, por supuesto, ni las imaginábamos en mil kilómetros a la redonda, y pensábamos que sólo existían en California, o en Suecia, tostadas al sol de las playas o al civismo de Estocolmo, y que todas trabajaban para la industria del porno posando para las fotos de las revistas, o besándose desnudas en las películas escondidas del videoclub.
  
    Éramos, como se ve, unos merluzos de campeonato, unos cortos de vista, unos recién salidos del nacionalcatolicismo. Todavía no europeos del todo, no abiertos del todo, habitantes de una burbuja heterosexual que en realidad no era tal, sino un engaño mantenido por la publicidad. Y en esa miopía irrespetuosa que ahora costaría explicar a nuestros hijos, llegó el virus del SIDA, y mientras los curas se carcajeaban y daban gracias al Señor por haber enviado la nueva plaga de Egipto -yo los vi, y los escuché- , los demás ya nos reíamos mucho menos con la tontería. Empezamos a quedarnos sin algunos hombres que nos hacían felices en las películas, y en los walkman de Sony, e incluso en algunos programas de la tele, en aquel pleistoceno de la tecnología y de la tolerancia. Freddy Mercury, tan añorado, no fue el primero de todos. 






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Sing Street

🌟🌟🌟

Al comienzo de La red social, el personaje de Mark Zuckerberg, rechazado por esa chica tan guapa que le adivina las intenciones, se encierra en su habitación estudiantil preso de la decepción, y suponemos que tras masturbarse en el cuarto de baño, y tras recomponer su figura ante el espejo, se lanza sobre su ordenador para crear el embrión de lo que más tarde se convertiría en Facebook. Un hito del progreso, del ingenio humano, la herramienta icónica de los inicios de este siglo -e incluso de este milenio si me apuran. Facebook, en su esencia, despojado de  poesía y de  trascendencia, sólo es el juguete que creó un universitario despechado para llamar la atención de su chavala. Otros con menos CI en la cocorota, o con menos ímpetu en las entrañas, se hubieran puesto a improvisar versos lamentables, o a componer tristes melodías de desamor. O a pergeñar el guión de una película romántica donde siempre llueve en los corazones. O hubiera llamado a los amigotes para tocar canciones con letras muy melancólicas sobre la soledad.


    Esto último, formar una banda de música para darse el pisto, y convocar las miradas de su amor imposible, es lo que hace el muchacho Connor en Sing Street, la película que hoy nos ocupa. Connor, el quinceañero de barriada, no va a la Universidad de Harvard como Zuckerberg, ni tiene un CI contrastado de la hostia, ni dispone de ordenadores -ni siquiera un mísero Spectrum de la época- allá en su barrio marginal de Dublín. Connor vive en los años ochenta, en la católica y apostólica Irlanda, y para olvidar la estricta educación de los Hermanos Cristianos, se pasa el día viendo la MTV que llega desde la pérfida Albión. Así transcurre su triste y monótona vida hasta que se enamora de Raphina, la chavala que sólo pisa el instituto por casualidad, que ya pasa de esas chorradas para inmaduros, y sólo alterna con tíos de pelo en pecho que conducen coches descapotables. Raphina es bellísima, inteligente, un año mayor que Connor. Inalcanzable. 

    Pero Connor, nuestro héroe, no se arredra ante las dificultades, y como es amiguete de un chaval que conoce  a otro que dispone de una batería y tal y cual, terminará montando un pifostio musical para mayor vanagloria suya. Y la cosa, contra todo pronóstico, funciona, con la hermosa pero algo inocente Raphina. Gracias a la música, y al orgullo desmedido del chaval, nacerán los brotes verdes del amor... 


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