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En los 90

🌟🌟🌟

Reconozco que me pierdo un poco al principio de En los 90, porque su protagonista, Stevie, el chaval que no se apea de su monopatín ni para ir a mear, es igualico que Jodie Foster con trece años, por la época de Taxi Driver, y ese parecido razonable -más que eso, inquietante y anacrónico- me saca un poco de la trama principal. Me perturban los rostros que se superponen en la ficción de las películas, o en la realidad de la vida, como si se cruzaran dos líneas temporales en una paradoja matemática, o volviera la sospecha de que un doble exacto nos espera algún día al doblar la esquina.  



    Pero hay algo más que me llama poderosamente la atención al principio de la película. Algo que echo en falta, que extraño en cada conversación y en cada escena, y sólo a partir de los diez minutos comprendo que nadie lleva un teléfono móvil entre las manos. Ni los chavales que se pasan el día haciendo skate por calles y carreteras, ni los adultos que se preocupan por ellos mientras preparan la cena en sus hogares. Supongo que Jonah Hill, el director de la función, ha elegido ese año indeterminado por razones autobiográficas, para contar una historia muy íntima y documentada, porque no hay terreno más seguro para el artista primerizo que escribir sobre lo que sabe y ha vivido. Pero sucede -no sé si en feliz coincidencia o en inteligente planificación- que la ausencia de estos malditos cacharros logra situarme de nuevo en aquellas tardes de adolescencia analógica, en una teletransportación mágica y acogedora. Un pasado que yo viví a mediados de los 80, tan joven y tan viejo, pero que para el caso sentimental viene a ser lo mismo. Nuestra generación flipaba con el Spectrum, y con el VHS, en las frías tardes de invierno, pero como no eran aparatos precisamente portátiles, y además valían un huevo y la yema del otro, a poco que salía el sol -y en León con 5 grados ya nos bastaba para salir y desparramarnos por las calles- no podían rivalizar con el poder de un balón de fútbol, de una bicicleta, de un monopatín como estos que el niño Stevie disfruta hasta destrozarlos a puro castañazo.



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Lady Bird

🌟🌟🌟

Tengo que confesar que venía con cierta pereza a la cita con Lady Bird. Porque de adolescentes americanos a punto de entrar en la Universidad, los cinéfilos ya podríamos impartir un máster, una cátedra en la universidad de nuestro terruño. Desde Rebeldes sin causa que no hemos parado. A estos caucásicos de la hamburguesa que lo mismo se las comen que las sirven para ganarse sus primeras perras, los conocemos mejor que a nuestros propios hijos, los españolitos sin futuro. Vemos a un adolescente español en las películas, o en las series infumables, y es como ver a un extraterrestre del que no entendemos ni el lenguaje ni la motivación. Quizá porque ya hemos interiorizado que nuestros retoños serán adolescentes hasta los treinta años, ya ni siquiera mileuristas, ni precariados, sino directamente esclavos de la Nueva Roma de Bruselas, y que tenemos tiempo de sobra para entenderlos y financiarlos. 

    Las chavalas españolas que terminan su bachillerato o su módulo de FP están muy lejos de las inquietudes que animan a Christine, autodenominada Lady Bird en la película porque quiere volar libre como los pájaros. De las inquietudes estudiantiles al menos. Porque los americanos, cuando eligen una universidad para transitar su mocedad, lo hacen sabiendo que su decisión es trascendental, y que de allí saldrán con un título válido, con una formación pertinente, y no como ocurre aquí, que la universidad es casi una excusa para irse de casa, una fiesta de la juventud, un pasatiempo entre cafeterías y botellones que no prepara en absoluto para la vida. Una enfermedad fastidiosa o lúbrica –según las suertes- que hay que pasar en el calendario vacunal de la primera juventud.

    Lo otro que inquieta a Lady Bird en su película –el primer polvo, el primer porro, el primer amigo gay- viene a ser lo mismo en ambas orillas del Atlántico, gracias a Dios. En esto sí que nuestra juventud se ha vuelto moderna y molona, tolerante y ejemplar.  Las nuevas generaciones –no las del PP, sino las otras-, nos dan sopas con honda. En sus cortas vidas han visto y vivido mucho más que nosotros, los canosos y las canosas. Sus vidas están siendo más densas y fructíferas. Nosotros sólo teníamos dos canales en la tele, y pantalones cortos, y la martingala de los curas. Y los tebeos de Mortadelo y Filemón. En Lady Bird, el colegio católico sobrevuela sobre Christine como una molestia nimia, como la cagada de una paloma. 


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Manchester frente al mar

🌟🌟🌟

"El carácter de un hombre es su destino". Esto lo escribió hace dos milenios y medio Heráclito de Éfeso, el filósofo que entonces apodaron "El Oscuro" porque hablaba en sentencias crípticas como de oráculo de Delfos. En esto, sin embargo, Heráclito no pudo ser más claro, y después de ver Manchester frente al mar yo estoy tentado de poner un póster suyo en las paredes, o un busto de escayola sobre la estantería, para homenajearlo cada mañana y ahuyentar de paso a los malos espíritus que niegan la evidencia. Heráclito, por supuesto, no conocía los misterios del código genético, ni las leyes mendelianas de la herencia, pero sí era un tipo inteligente, intuitivo, que allá en Éfeso tenía su prestigio y su magisterio, su barba de anciano venerable, y los domingos por la tarde era invitado a las tertulias del café para ilustrar a los tontos e iluminar a los ciegos.


    El carácter -que es esa insistencia neuronal que sólo se puede aplazar o disimular en ocasiones- nos salva o nos condena, nos guía o nos pierde, nos da una de cal y nos quita una de arena, y no hay educación ni propósito de enmienda que lo revierta. Somos lo que somos, y quien asegure que cambia, que evoluciona, que "madura", sólo se está engañando a sí mismo, o recitando como un loro los manuales de autoayuda. No es cierto que el hombre sea él y su circunstancia, como dijo el filósofo Ortega, porque es el hombre - con su carácter- el que va creando sus propias circunstancias, y al final todo es él, y todo emana de las mismas bases nitrogenadas que tejen las voluntades.

    Y dicho esto, basta una negligencia tonta, un accidente estúpido, una confabulación traidora de "la circunstancia" para que se produza una tragedia como ésta de Manchester frente al mar, para que la vida de uno cambie para siempre, y pueda decirse aquello tan manido de "soy un juguete del destino". Y que luego, para más inri, en otra jugarreta de la circunstancia, se te muera el familiar, y obligado por la ley, e impelido por la voz de la sangre, tengas que salir de la cueva donde el carácter te recluyó para hacerte cargo de ese adolescente que te da mil vueltas en el asunto. De tomar las decisiones más lógicas para enfrentar el resto de la vida. A mis cuarenta y tantos años, y humillado por un chaval. La madurez se tiene o no se tiene, definitivamente, como el talento artístico, o la almorrana en el culo. 


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