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La línea del cielo

🌟🌟🌟🌟🌟 


Muchos años antes de que Scarlett Johansson y Bill Murray se perdieran en la traducción del japonés, Gustavo Resines ya se perdió sin remedio en la traducción del inglés. Él, como ellos, también se quedó extraviado en la traducción de sus propios sentimientos, y desamparado en tierra extraña. Y perplejo, muy perplejo, ante su propia estupidez. Quizá por eso siempre me ha gustado tanto esta película, porque yo me identifico mucho con el personaje, con su cara de panoli, también incapaz para los idiomas, y torpe para el amor, y merluzo para el arte, y gilipollas para la vida en general.

Gustavo, en la película, es un fotógrafo de éxito que trata de conquistar la línea del cielo al otro lado del Atlántico, vendiendo su trabajo para la revista Life. El primer día que aterriza en Nueva York, la visión del skyline le llena de optimismo y le dibuja una sonrisa: allí arriba, en la terraza, sólo tiene que estirar el brazo para tocar las nubes algodonadas y sonrosadas que se enredan, juguetonas, justo por encima de las Torres Gemelas. Gustavo, además, ha venido a Nueva York a ligar, porque le han dicho -o lo ha deducido por las películas- que las americanas son más liberales, y están más predispuestas a meterse en la cama con un veinteañero que ya sufre la emigración del cabello hacia su bigote. Pero su entusiasmo se diluirá en apenas unas semanas: sus fotografías no despiertan gran entusiasmo en el mundo anglosajón; la única mujer que le hace caso es otra española exiliada, también perdida en sus propias avenidas; y lo de aprender inglés se convierte en una tortura diaria, y absurda, en la que cada vez entiende menos diálogos, y no más.

Quizá por eso, también, me siento muy identificado con su personaje, porque su generación, como la mía, aprendió un inglés de chichinabo, torrefacto, tan sucedáneo y bajo en calorías, que cuarenta años después de versiones subtituladas todavía no hay manera de entender un carajo, cuando los actores aceleran el verbo. Más que una tara, ya es un complejo, una autosugestión. Quizá una psicosomatización de aquellas clases de inglés en el colegio.  Y sin el inglés, hoy en día, como sucedía en 1983, es imposible tocar el cielo: ligar en la playa con una mujer extranjera queda descartado; emigrar a los países civilizados, también; y disfrutar del buen cine sin tener que leer los rotulicos, una tarea imposible.




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Lost in translation

🌟🌟🌟🌟🌟

Bob y Charlotte andan perdidos por Japón, pero también andan perdidos por la vida. Japón, en Lost in translation, sólo es una metáfora geográfica de su perplejidad. Desde las habitaciones de su hotel, a muchos metros de altitud, Tokio es una ciudad indescifrable, enigmática, y bien podría ser la imagen urbana de sus propias incertidumbres. Ellos vagan por sus aceras y por sus templos como turistas asombrados, boquiabiertos, pero en realidad no comprenden gran cosa de lo que ven. Japón, como ahora mismo sus conciencias, es un lugar confuso y contradictorio. Tan familiar y tan extraño que a veces se sienten como en casa y a veces habitantes de un planeta muy lejano.


Japón,
mia que está leho Japón...

... cantaban los No me pises que llevo chanclas. Y allí, a tomar por el culo, en las islas del Sol Naciente, náufragos de su propio crucero, Bob y Charlotte se pierden en las traducciones como se pierden en la traducción de sus pensamientos. No aciertan a expresar con palabras lo que bulle en sus mentes atribuladas. Deberían de ser felices, pero no lo son. La sombra de estar viviendo una mentira, un matrimonio sin futuro, o una vocación sin satisfacciones, les marchita la sonrisa, y les nubla la mirada. 

Charlotte es una mariposa que empieza a revolotear por el mundo, pero sospecha que en la primera flor ha cometido un gran error inaugural. Cuando su marido aparece por la puerta, el corazón, todavía enamorado, late con fuerza, pero las entrañas le susurran algo muy diferente. Y las entrañas, esas hijas de puta resabiadas, nunca se equivocan. El plexo solar sabe más de la vida que el corazón, que es ciego, y que la cabeza, que es idiota del culo.

    Charlotte sospecha que todo ha terminado casi sin comenzar, pero es un pensamiento demasiado grave, demasiado maduro, para asumirlo de sopetón. Así que una noche, en el bar del hotel, cuando conoce a Bob, creerá encontrar en él al confidente que siendo treinta años mayor que ella, con toda una vida recorrida, con toda una historia en la mirada, podría servirle de guía. Pero Bob es otro turista que perdió su mapa en Japón y no está preparado para ayudar a nadie. Sólo para hacer compañía, y para ser solidario en la tribulación. A los cincuenta y tantos años todavía no ha conseguido traducirse. Y a esas edades ya es muy difícil aprender. 


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