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Los Soprano. Temporada 7

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Traicionado por los patos en el primer episodio de “Los Soprano”, Tony sufría un ataque de pánico y decidía acudir a una psiquiatra para curarse gracias al prozac y varios sondeos psicoanalíticos. Tony, por supuesto, mantuvo su problema en secreto para que sus amigos y sus enemigos no le tomaran por un débil de carácter. 

Ese era el punto de arranque de la serie, tan original y decisivo: Tony Soprano era un mafioso de apariencia más bien agropecuaria que en el fondo tenía dudas y a veces verbalizaba algo parecido a los escrúpulos. Un sociópata, sí, pero un sociópata cariñoso con los animales y con las mujeres desprotegidas. Un putero, sí, y también un ludópata, y un asesino ocasional, pero también un hombre que miraba por el futuro de su familia y por el bienestar de la otra famiglia, la que englobaba al clan y a los sicarios que proveían.

Mientras en el mundo exterior se sucedían los crímenes y las traiciones, en la consulta de la doctora Melfi fue pasando de todo a lo largo de las temporadas: hubo avances, broncas, retrocesos, escarceos sexuales... Hubo insultos, lanzamiento de objetos, muchos portazos que concluían la sesiones de sopetón. La doctora Melfi acabó tan loca que ella misma tuvo que pedir ayuda a otro psiquiatra, tal era la onda expansiva que Tony Soprano provocaba.

Ya por la cuarta temporada se hizo obvio que la terapia no servía para nada. Tony desfogaba sus razones y la doctora Melfi unas veces asentía para calmar a la fiera y otras negaba para que Tony cayera en la cuenta de sus contradicciones. “No volveré más”, gritaba él, pero a las pocas semanas regresaba porque allí, recostado en el sofá y rodeado de silencio, encontraba lo más parecido que había en su vida a la paz y a la comprensión. 

“Los Soprano” es una serie que no cree en la mejora del ser humano. El carácter viene de serie y nadie cambia. Los sociópatas de Nueva Jersey solo son un caso extremo y  peculiar. La cabra tira al monte y hay muy poco que hacer al respecto. La doctora Melfi, en el penúltimo episodio, comprenderá esta amarga verdad y decidirá cancelar las sesiones por su cuenta. En el body count del último episodio ella ya no está ni para recibir una bala de refilón.





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Los Soprano. Temporada 6

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El único personaje femenino que se salva de la quema es la doctora Melfi, la psiquiatra de Tony Soprano. Ella es una profesional estricta que guarda silencio de sus muchas sospechas. Es verdad que con el tiempo se nos ha vuelto un poco indiscreta y morbosa, pero quién no querría comocer cosas de esa gentuza tan peligrosa como fascinante.

Yahvé no podría salvar New Jersey por un justo que encontrara dentro de “Los Soprano”, porque no hay ninguno. Y justas, ya digo, solo una. Si ellos son unos sociópatas que viven de la extorsión y del asesinato, ellas, sus esposas y sus amantes, no van a renunciar a su vidorra por una cuestión tan tonta como los escrúpulos morales. Tanto peca el que mata como el que agarra de la pata, decía mi abuela. Las hay tan imbéciles que no sospechan de dónde viene el dinero; las hay tan listas que sí lo saben pero prefieren olvidarlo o racionalizarlo con excusas muy elaboradas. Cada vez que Meadow, la hija de Tony Soprano, le explica a su novio que sus parientes son “pobres gentes golpeadas por la miseria ancestral del Mezzogiorno”, éste desvía la mirada y piensa, avergonzado de sí mismo, que si ella no estuviera tan buena jamás se habría enredado con semejante familia de paletos irascibles y prostitutas voluntarias.

Carmela Soprano, la mujer de Tony, es quizá el personaje más repulsivo de la serie. A los matones les damos por descontados y sus crímenes no cuentan para esta aberrante clasificación. Carmela es la perfecta tonta del culo: tan lista que ha conseguido engañarse a sí misma de un modo absoluto. Ella sabe que su marido se dedica a negocios turbios, pero nada más. Puede que Tony rompa algún brazo o alguna jeta de vez en cuando, pero todo es lícito si el dinero sigue entrando en grandes fajos por la puerta, todo en B y libre de impuestos. En un episodio de esta sexta temporada, Carmela le cuenta a la doctora Melfi que se enamoró de Tony Soprano porque éste la abrumaba con regalos carísimos en los comienzos, aún sabiendo que seguramente los robaba. Los sociópatas nunca se extinguen porque siempre hay alguien dispuesto a mezclar sus genes con ellos.



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Los Soprano. Temporada 5

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Todos los matarifes de “Los Soprano” llevan en el cuello la medalla de su Primera Comunión. Pero dudo mucho que el dios del Nuevo Testamento los acoja en su seno cuando ellos sean el alimento de los peces, o el festín de los gusanos. O eso, o los curas del colegio mentían como bellacos sobre la naturaleza de la divinidad. Claro que también decían que don Francisco Franco -ese psicópata de las guerras de África y luego de nuestra Guerra Civil- entraría en el cielo aplaudido por los ángeles.

Sin embargo, cuando hablamos de pecados veniales, los compijuegos de Tony Soprano ya son un poco como nosotros. Porque la carne es débil, y la mentira afila nuestras lenguas. Flaqueamos por interés, halagamos por conveniencia, cambiamos de principios si adivinamos un beneficio. Es ahí, en el pecado venial, en la disfunción cotidiana, donde estos sociópatas repeinados se nos vuelven humanos, comprensibles, vecinos de la cola del pan o comensales que zampan a nuestro lado en el restaurante. 

Se podría escribir toda una guía de “Los Soprano” -incluso una tesis doctoral en la Universidad de las Series- siguiendo la pista de los pecados capitales que les impulsan a actuar, y que muchas veces son la causa de su perdición. La gula, por ejemplo, altera sus fisonomías y les provoca malas digestiones; la soberbia les vuelve descuidados y vulnerables a la venganza; la avaricia les empuja a robar más de lo que deben, invadiendo territorios vecinales; la lujuria les despista de sus obligaciones como a sacerdotes entregados al fornicio; la envidia les susurra que se necesitan un coche más grande para acudir a las reuniones y ser escuchados con mayor respeto. La ira -sobre todo la ira- les hace tomar decisiones equivocadas que al final sellan su sacrificio ritual.

La pereza es quizá el único pecado capital que no conocen estos tipos. Es cierto que se pasan la vida jugando a las cartas en el Bada Bing, o tocándose las pelotas en la terraza del Satriale’s, pero cuando hay que coger la pipa o el bate de beisbol no dudan ni un instante. Son muy profesionales en lo suyo. El añorado Pazos derrama lágrimas cada vez que los ve. 





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Los Soprano. Temporada 4

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Tony Soprano es una mala bestia. Un tipejo con el que conviene no entrar en tratos por muy ventajosos que nos parezcan. Porque si la cosa se tuerce, vas jodido. Tony Soprano se reiría con tus reclamaciones y se limpiaría el culo con tus denuncias. Él conoce todas las salidas legales o tiene a la policía metida en el ajo. Y cuenta, además, con un ejército de matones. Tipos que no se asustan ante un dedo cercenado o ante un hueso roto que sobresale. Así que al final, si no le devuelves lo que te pide, o no le pagas lo que te demanda, acabas perdiendo un ojo o una pierna, o el negocio que te da de comer. O tu vida. O la vida de un ser querido. Vaya este recordatorio por delante.

Sin embargo, Tony Soprano tiene un corazoncito para los animales, uno chiquitito y rojo al lado de ese tan negro y exagerado. En esos episodios en los que Tony alimenta a los patos o consuela a los caballos malheridos, siento que un ala de colibrí aletea en mi interior, y me gustaría regresar al catolicismo para pedirle al Señor que le bajen un poco la temperatura de la caldera en el infierno. O que esa mañana los diablillos no afilen el tridente con el que le pinchan el culete. Es más: le pediría al buen Yahvé que a Tony le dieran un día de asueto. Que le dejaran probar un vino italiano para que brinde a mi salud, yo que soy un devoto seguidor de sus aventuras y que ya voy necesitando estos gestos simbólicos para cuarme los achaques.

Como buen mafioso, Tony Soprano practica y consiente la violencia contra los seres humanos. Cuando las víctimas son personas inocentes que solo pasan por allí, él esboza un gesto como diciendo: “¡Qué le vamos a hacer! Son gajes del oficio...!” Pero cuando su compinche Ralph Cifaretto decide cargarse a la yegua Pie-o-My para cobrar el dinero del seguro, Tony explotará con una ira que no le volveremos a ver en ninguna otra ocasión. Contemplando el cadáver de Pie-o-My se le salía la pena de dentro, y un gesto de compasión, insospechado en un sociópata como él, se dibujaba en su caraza de grandullón jocoso y asesino. 





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Los Soprano. Temporada 3

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Ningún personaje de “Los Soprano” merece nuestra empatía. Si acaso la doctora Melfi, aunque ella también bordea el lado oscuro cuando queda fascinada por su cliente. Los demás son unos criminales o encubren a los criminales. Todos comparten esa moral restrictiva donde no existe nadie que no se apellide como tú o no joda con alguien de los tuyos. El Estado, el bien común, el conjunto de los ciudadanos...: son conceptos que estos macarroni ni siquiera entenderían. Tan listos y peligrosos como son, siempre pendientes del último dólar o del último desprecio, en el fondo son unos paletos de pueblo convertidos en paletos de suburbio. Porque ser paleto no significa ser tonto: significa no ver más allá de la sombra proyectada por la boina. Es una ceguera moral parecida a la ceguera de los ojos. Yo digo que es genética y que se hereda en los entresijos del zigoto, aunque la mayoría opinaría que se aprende viendo actuar a los padres. Para el caso, patatas. 

Los hijos de Tony Soprano -que en principio eran los santos inocentes de esta función- tampoco se salvan de la quema. Meadow es una chica lista, clarividente, que no se engaña sobre la naturaleza de su familia. Pero la voz de la sangre todavía es poderosa en ella y eso la obliga a seguir queriendo a su padre asesino y a su madre consentidora. Sus lloros y sus rebeldías tampoco conmueven al espectador consecuente. Anthony Jr., por su parte, es un pobre panoli que podría ser hijo de Adolf Hitler y vivir en el búnker de Berlín sin enterarse de que hay una guerra por encima de su cabeza, todo el día con los videojuegos, o con las gamberradas, o con el porno que le reseca -a él sí, pero sólo a él, queridos curas- la médula espinal.

Viendo el último episodio de la tercera temporada me dio por pensar que quizá la genialidad de “Los Soprano” reside precisamente  en que no hay nadie a quien agarrarse. Nadie con quien establecer una identificación que vaya más allá de un momento puntual, y casi siempre por un asunto de desamores. Lo que condenaría a otras series aquí es como el secreto de la salsa. Es como si viéndola reposaras en el sofá, libre de esfuerzos morales y abandonado a la impudicia.







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Los Soprano. Temporada 2

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Es difícil ver “Los Soprano” sin sentir cierta incomodidad. Una incomodidad ética, quiero decir, no la del culo -que en mi caso, aunque suelo tumbarme de lado para evitar los dolores de espalda- está muy a gustito en el sofá. Sentir empatía por Tony Soprano nos avergüenza y nos hace dudar de nuestra integridad. Pero no lo podemos evitar. Es el poder maligno de la ficción, que pone en marcha las neuronas espejo y luego te esconde el botón para apagarlas. 

Tony Soprano -lo sabemos de sobra- es un asesino, una mala bestia, pero atrapados en las tramas nos ponemos sin querer en su lugar. Nos duele que le persigan, que le traicionen, que tenga un hijo tan inútil y una madre tan arpía. Y una mujer -ella sí- carente por completo de moralidad. Nos joroba mucho que a veces la doctora Melfi no comprenda sus conflictos irresolubles. Quién no ha estado alguna vez en la consulta tratando de explicarse sin conseguirlo... La identificación con Tony Soprano es como un conjuro, como un mal sueño, hasta que de pronto recordamos -o nos hacen recordar- que este tipo es un indeseable con el que sería mejor no toparse por la vida. Tony Soprano es muy simpático, sí, un tiarrón con un punto de niño grande y bobalicón, pero no dudaría en pegarte un tiro si viera en peligro su parte de las ganancias.

Pero ésta no es la única incomodidad ética que brota del sistema cognitivo. “Los Soprano” nos recuerda que la honradez no es el camino más eficaz para tener fajos de billetes en los bolsillos. Mí demonio interior -que vive entre los cojones para tocármelos sin desplazarse- me susurra que estos psicópatas viven como príncipes mientras que yo, tan ético y tan ejemplar, tengo que comerme la inflación de los precios y la inflación añadida que pone la familia Roig. Porque los Roig, ya que estamos, no dejan de ser otros mafiosos amparados por la ley. “Los Roig” no son italianos, sino valencianos, y no necesitan la Beretta o el bate de béisbol para sacarte los billetes de la cartera. Les basta con cambiar las etiquetas que ponen sus esclavas sobre los productos. 







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Los Soprano. Temporada 1

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La Edad de Oro de la televisión empezó con un coche atravesando un túnel. Un minuto después supimos que el coche regresaba a casa -o al casoplón-, en la zona noble de New Jersey, después de haber liquidado algún negocio turbio en Nueva York. Y digo turbio porque los abonados a Canal + ya sabíamos que esto iba de mafiosos con el gatillo fácil y el gesto amenazante. Y el conductor del buga no parecía dedicarse, precisamente, a la decoración de interiores o a la alta cocina de los gourmets.

El estreno de “Los Soprano” fue un acontecimiento planetario, como dijo Leire Pajín muchos años después sobre un congreso que presidió Zapatero. "Los Soprano" es anterior a Leire, y a las hipotecas subprime, y a la caída las Torres Gemelas, que todavía campean como falos en la intro de la primera temporada. Y es que han pasado la hostia de años, sí, exactamente los mismos que llevo viviendo en La Pedanía, rodeado de vecinos agropecuarios que jamás han visto “Los Soprano” y además no saben quiénes son. Y yo aquí, en el mismo salón de entonces, pero con una tele mejor, revisitando el mito y el tiempo perdido. 

He buscado en IMDB la fecha exacta de su estreno en Canal +: 7 de mayo del año 2000. No recordaba la fecha, pero sí las circunstancias: fue un domingo por la noche, después del fútbol, en el último intento de curar esa tristeza inabarcable. Por entonces se tardaban meses en estrenar las series que venían de Estados Unidos, pero ya digo que veníamos cebados de sobra, los adocenados del grupo PRISA, que sólo leíamos El País, escuchábamos la SER y presumíamos de ver ficcciones de “qualité” en el Plus. 

Recuerdo que me gustó el primer episodio, pero no mucho. Quizá esperaba más mafiosos y menos familiares. Los Soprano eran la pandilla de maleantes, sí, pero también la esposa de Tony y los dos churumbeles, que interferían de continuo en la función. O quizá había perdido el Madrid justo antes y yo andaba de mal humor. El caso es que desistí, me abandoné, y solo cuando la serie se convirtió en un clamor cultureta le concedí una segunda oportunidad. Mucho me arrepentí entonces de mi inicial ceguera. Hubo cilicios y todo. Un porrón de años después me he entregado a la nostalgia...





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El funeral

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Veo, en la sobremesa sudorosa de finales de mayo, El funeral, película rescatada del túnel del tiempo gracias al dinero que me gasto en el satélite Astra. Recuerdo que los críticos, en su tiempo, decían que esta película de Abel Ferrara iba para obra maestra definitiva del género. Recuerdo que la vi hace la porra de años en un cine de León, en compañía de cuatro gatos silenciosos. Recuerdo que me gustó, y que comulgué con el entusiasmo gafapástico de la crítica. Que me sentí, una vez más, miembro iniciado de la secta. Pero luego llegó el tiempo, y el sosiego que analiza las películas con más frialdad, y El funeral se quedó en los puestos mediocres de las 50 mejores películas de gánsters de todos los tiempos.

No es mala película, El funeral. Sale Christopher Walken, y Benicio del Toro, y el malogrado Chris Penn, que son actores que ya nacieron con cara de mafiosos, y que se mueven en estos argumentos como peces en el agua putrefacta. Pero nada, después de Los Soprano, volverá a ser lo mismo en el género: ni la tragicomedia, ni los estallidos de cólera, ni los crímenes sorpresivos… El funeral, con sólo dieciséis añitos de vida, se nos ha quedado vieja. Pretende impresionarnos con su dureza, con su bestialidad, con sus diálogos sobre la conciencia y el correcto proceder de los sicarios.  Pero estos tíos, en comparación con la banda de Tony Soprano, no pasan de ser unas nenazas. Los seguidores del género nos hemos hecho mayores, y tenemos el alma recubierta de callo.

Rescato de El funeral este diálogo mantenido entre Vincent Gallo y su matón:
       - Necesitamos algo que nos distraiga, y sólo tenemos libros. Quizá la radio, y el cine, nos mantienen vivos. ¿Crees que la vida tiene mucho sentido sin las películas?
     - Yo creo que vas a ir al infierno, por hablar así.

      

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