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Lo que hacemos en las sombras

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Yo he nacido para vampiro. Lo llevo en la sangre. Es ponerse el sol y me entran unas ganas locas de vivir. Durante el día vegeto, bostezo, hago como que entiendo a mis semejantes. Hace siglos que no me levanto de la cama descansado, risueño, con ganas de hacer cosas, y es por culpa de la luz, que se filtra por la persiana. O que ya se presiente, en los amaneceres invernales. Me ducho, tomo el café, saco al perrete, y ese primer contacto directo con el sol es contradictorio, por estimulante. Pero ahí termina la fotosíntesis de mis células. A partir de ese subidón, paso horas en hibernación, moviéndome entre las sombras. Y el caso es que gestiono con cierta solvencia los trabajos, los encargos, los platos en el fregadero. Nadie se queja en exceso, y la cuenta en el banco permanece más o menos estable. Se ve que he aprendido a disimular... O a trabajar en segundo plano, en subrutina, como los ordenadores, mientras estoy que me caigo por las esquinas. Suelo llevar, eso sí, cara de merluzo, de introspectivo, y la gente que me quiere dice que soy un tipo con “vida interior”, de pensamientos profundos, y no saben que en realidad voy medio muerto, medio vivo, alelado perdido, mientras el sol se mantiene orgulloso sobre nuestras cabezas. Y el verano ya está ahí, llamando a la puerta, aterrador… Summer is coming.



    Desde que amanece soy un Nosferatu que anhela el anochecer. Porque al anochecer empiezan las cosas que más me gustan de la vida: el fútbol de los grandes partidos, y las películas que necesitan el salón en penumbra. La mantita en el sofá. O ir de vinos nocturnos, con los amigos, o con los amores, a arreglar el mundo, a echarse unas risas, a besarse en los callejones. Y lo otro, claro, que mola mucho más por la noche, porque por la mañana todo es halitosis, y por la tarde siempre se anda de digestiones, te pongas como te pongas.

    Creo, en fin, que me lo pasaría de puta madre con estos tres golfos de “Lo que hacemos entre las sombras”, vampiros de verdad, residentes en Nueva Zelanda, que reviven a la misma hora que yo revivo, pero con doce husos de diferencia, claro, por lo de vivir en las antípodas. Son unos cachondos de la hostia, buena gente, exquisitos en las formas, y además ellos no tienen la culpa de ir por ahí asesinando a su sustento. Quedaría con ellos en fines de semana alternos, eso sí, porque vaya marcha que llevan, los tipos, vaya desparrame, el Vladislav, el Viago, y el Deacon, que tienen ochocientas castañas cada uno y están mucho mejor que yo, que sólo soy un vampiro de boquilla, de vocación, a caballo entre dos mundos, sin atreverme todavía a dejarme morder en el cuello.



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