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Larry David. Temporada 4

🌟🌟🌟🌟🌟

Larry David me cae de puta madre aunque sea millonario. El día que los soviets de California tomen el Palacio de Invierno y los palacetes de verano, yo intercederé por él ante mis camaradas. Porque Larry se ha currado su vidorra de verdad. Se la merece. Él no es un empresario al uso, un cerdo capitalista con sombrero de copa y habano Montecristo. No es un hijo de puta que ha amasado su fortuna explotando a los trabajadores. No se merece picar piedra en el desierto de Mojave. 

Larry es un tipo legal, ingenioso, mi superhéroe del humor. El espejo cachondo en el que me veo reflejado. A Larry se le ocurrió una idea genial, la compartió con Jerry Seinfeld y juntos crearon la mejor telecomedia de todos los tiempos. Ése es todo su pecado. Todos los dólares que le lluevan encima son pocos. Cuando a los demás ricachones los expoliemos, a él le dejaremos tranquilo en su chalet viendo los deportes por la tele.

Porque, además, si yo fuera millonario, sería como él. “If I were a rich man...” En cierto modo él es un quintacolumnista del proletariado. Un millonario sin alma de ricachón. Él va que chuta con una camiseta y un pantalón prêt-à-porter. Sólo se viste de etiqueta cuando su esposa se lo pide o cuando tiene que venderle un nuevo proyecto a la HBO o a la NBC. Yo eso lo entiendo. La vida te demanda cosas, te exige sacrificios para follar o para agradar a tus superiores. Yo también tengo ropa medio sofisticada en el armario para las grandes ocasiones... Es verdad que mis amantes me obligaron a comprarla, pero la tengo.

Larry prefiere un hot dog en el estadido de béisbol a un plato sofisticado en el restaurante más pijotero. Ya digo que es un poco como yo, que también prefiero un buen kebab a una “experiencia” en el "Diverxo" de los cojones. Y si yo estuviera forrado como él también jugaría al golf los domingos por la mañana. No se lo echo en cara. Me flipa ese deporte. Es la mezcla ideal entre el paseo campestre y el ejercicio de precisión, y de templanza. Me pasaría horas en los campos, aprendiendo, disfrutando, jugando a ser el clasista asqueroso que no soy. Espiando desde dentro a esa gentuza.




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Larry David. Temporada 3

🌟🌟🌟🌟🌟


Larry David sabe que los seres humanos somos esencialmente egoístas, estúpidos, avariciosos... Mentirosos y puñeteros. Muy rijosos además. La flor de la canela. Si nos dejaran -si no hubiera leyes ni rivales- tiraríamos todo recto hasta la satisfacción de los deseos caiga quien caiga, y cueste lo que cueste. El límite es el cielo. O la muerte. Larry David lo tiene muy asumido, y se descojona de los incautos, y sobre ese convencimiento y esa burla de gamberro levantó las dos comedias más corrosivas de la historia: “Seinfeld” y “Larry David”.

Sus comedias desprenden tanto ácido, tanta mala baba por las junturas, que si las coleccionas en DVD te carcomen la balda de la estantería y hay que pedir una nueva en la web del Ikea. Y si las guardas en el disco duro del ordenador, te joden los circuitos y tienes que cambiar de cacharro cada cuatro o cinco años. A mí, desde luego, me pasa. 

(Si las ves en una plataforma moderna, el efecto corrosivo no es material, pero sí espiritual, y sales de su disfrute convertido en peor persona. A mí, desde luego, también me pasa).

Michel Houellebecq, el escritor francés que podría ser el primo parisino y cenizo de Larry David, sostiene que no existe el “problema del Mal”, como afirman los filósofos, sino el “problema del Bien”, porque la excepción a la regla, el desafío a la lógica, es el acto generoso y desinteresado. Por cada 99 comportamientos mezquinos, acordes a nuestra naturaleza, se produce uno que nos descuadra los esquemas y nos obliga a repensar. Ese acto único es el clavo ardiendo de los roussonianos, la esperanza mínima de los ilusos. Pero nosotros, los descreídos, sabemos que un acto generoso sólo es un acto egoísta calculado, envuelto en celofán de colorines. Lo que pasa es que preferimos callarnos para que no nos tachen de contumaces.

En “Larry David” -y llevo ya revisadas tres temporadas, y lo que te rondaré, morena- la relación entre actos interesados y desinteresados es de momento 300/0. La vida misma, vamos. Y más si te desenvuelves entre estos ricachones de Hollywood. Pura gentuza.





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Larry David. Temporada 2

🌟🌟🌟🌟🌟


En esta segunda temporada Larry David ya no folla con su mujer. El abismo de la carne les separa mientras un ángel va tocando la trompeta del divorcio y varios abogados se frotan las manos con la minuta venidera. 

En la primera temporada todavía se veían arrumacos precoitales, conversaciones insinuantes cuando salían juntos a cenar. El matrimonio de los David parecía bien engrasado gracias al sexo más o menos cotidiano, aunque yo, la verdad, ya había detectado que a su mujer lo del sexo ni le iba ni le venía. Que si follaban bien y si no, pues mira, a dormir tan ricamente. Larry es un hombre jovial con muchos millones en el banco, pero físicamente no es precisamente el adonis de Los Ángeles: Larry tiene nariz ganchuda, alopecia galopante y andares de gibón. Y unas gafas como de nerd o de algo gilipollas. Si hubiera sido el basurero del barrio o el fontanero de los retretes, Cheryl nunca se habría casado con él. No es exactamente prostitución, aunque lo parezca: es el instinto. 

Es por eso que tras las cenas en los restaurantes caros o los ágapes con los famosos, ella, ya en casa, con el camisón puesto, a punto de que Larry insinúe que es hora de cumplir con el débito conyugal, finja que está muy enfadada por algo que sucedió durante la jornada y le deje sin follar, con un palmo de narices y un empalme en la entrepierna. Las escenas de darse la vuelta, poner el culo y soltar un buenas noches tajante se multiplican en las resoluciones de los episodios. 

Yo, como todo quisqui, también he vivido esos eclipses sexuales que anuncian la desgracia. Porque el sexo nunca es lo que tú piensas: el encuentro corpóreo que completa el encuentro espiritual. Una entrega gozosa y gratuita. No: el sexo siempre es el regalo que obtienes a cambio de un comportamiento ejemplar. El huesete del perro. A medida que las relaciones avanzan, la lista de cosas que hay que hacer bien para ganar la concupiscencia se hace tan larga, y tan imposible de cumplir, que al final se impone el desaliento y las ganas de claudicar.

Así es como terminan muchas relaciones en las vidas de ficción, y también en las reales.




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Larry David. Temporada 1

 🌟🌟🌟🌟🌟


Acabo de ponerme una foto de Larry David como avatar en el WhatsApp. Los que me conocen ya saben que no soy yo, y los que no me conocen, pues mira, qué más da. 

No es la primera vez que me transformo en Larry David para comparecer en sociedad. Cada vez que retomo sus aventuras en el DVD me acuerdo de que somos hermanos separados por un océano y le hago el homenaje. Larry, por supuesto, no sabe que yo existo, pero yo sí le tengo muy presente en mis oraciones. Él es el santo varón que nos guía en la cruzada contra los estúpidos, y yo soy el caballero armado que le secunda. El más humilde de sus templarios destemplados.

En "Black Mirror" hay un episodio que pronostica que algún día encenderás la tele y encontrarás una serie que habla exactamente de ti: las aventuras y desventuras de un fulano igualito a ti en el físico, con tu mismo nombre y tu mismo contexto, con la misma mujer (si la hay) y los mismos amigotes en el bar. Un auténtico clon que exhibe las mismas virtudes y oculta las mismas manías. Un shock capaz de dejarte turulato, claro. Y algo parecido me sucedió cuando descubrí las andanzas de Larry David hará cosa de veinte años. Le veía y es como si me hubieran fotocopiado el alma, o escaneado el carácter. 

Larry David es millonario, vive en Los Ángeles y seduce a mujeres que yo no puedo ni soñar, pero su temperamento, y su idiosincrasia, son, ya digo, como si me hubieran comprado los derechos televisivos. No existe un personaje de ficción al que yo me parezca tanto. A veces es... mosqueante, de tan divertido. En uno de los primeros episodios le dan una clave de cuatro números para desactivar una alarma del hogar y Larry se anticipa: “Me liaré, me confundiré, se me olvidará, no seré capaz de acertar a la primera y montaré un cristo del copón...”. Y la caga, claro. Joder: es que yo debería pedirles dinero por el plagio.

Cuando se estrenó la 1ª temporada de “Larry David” él tenía 53 años. Yo ahora tengo casi 52. Quiero decir que en cierto modo ya soy más Larry que nunca. La distancia que nos separaba se la han ido comiendo los calendarios. Hemos convergido. “De viejo seré como él”, pensaba yo cuando le conocí. Y en el año 2023 resulta que ya soy viejo y que las profecías se han cumplido. 



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Seinfeld. Temporada 9

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Termino de ver la última temporada de “Seinfeld” y me ratifico en declaraciones anteriores: esta es la mejor sitcom de la historia. No las más perfecta, quizá, porque Larry David y Jerry Seinfeld tampoco aspiraban a la cuadratura de la comedia. Ellos iban un poco a capricho, a golpe de inspiración, y lo mismo sacaban episodios memorables que episodios prescindibles. Pero da igual: nada superará esta tesis doctoral sobre la farsa de ser adultos y responsables. ¿Adultos y responsables? Venga, hombre, hablemos en serio... Aquí no se libra ni el apuntador. Hablo de los personajes de la serie y de los espectadores en el sofá. Cualquiera de nosotros podría ser Jerry, o George, o Elaine. Kramer ya no tanto, eso es verdad.

Pero antes de juzgar a los personajes de “Seinfeld”, yo os desafío, queridos hermanos, a que el primero de vosotros que se considere normal lance la primera piedra. Ellos, como nosotros, también se ganan la vida y son amables con los demás. Tienen padres a los que quieren y policías a los que respetan. Hacen carantoñas a los niños. Pero nosotros sabemos... Nosotros les hemos visto por la mirilla cuando se juntaban en sus salones o en sus dormitorios. O en el Monk’s Café, alrededor de sus platos combinados. Nosotros les hemos sorprendido in fraganti cuando hablaban sin sentido. Cuando se comportaban como niños. Cuando planteaban cosas absurdas. Cuando cotilleaban y enredaban. Cuando juzgaban sin saber y anticipaban sin calcular. Cuando se mostraban maniáticos y bobos, estúpidos y arrogantes. Imperfectos hasta la ternura. Y yo digo que ay, que qué pasaría, si hicieran una sitcom sobre nosotros que les vemos, sorprendidos en los momentos más imbéciles de nuestra existencia. En esos instantes donde se descubre que ser adulto solo es un disfraz que nos ponemos por la calle.

Porque tengo a buen seguro que en la intimidad todos somos así: adolescentes sin escuadrar, temerarios y muy simples. Medio listos como mucho. Inteligentes en momentos puntuales. Más bien estúpidos en general. Maravillosamente imperfectos, y estúpidamente egoístas.




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Seinfeld. Temporada 8

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Ahora que he terminado de ver la penúltima temporada de la serie, y que ya se acerca de nuevo el final del recorrido, vamos a hablar en plata: el personaje central de Seinfeld no es Jerry Seinfeld, sino George Costanza. O lo que es lo mismo: Larry David, porque George Costanza es Larry David que nunca quiso interpretarse a sí mismo, y que prefirió centrarse en los guiones y en la producción para aparecer solo de vez en cuando disfrazado del señor Steinbrenner.

El personaje de Jerry Seinfeld es el amigo común, el que ejerce de pegamento en la cuadrilla de los locos. Su apartamento es el escenario central porque allí entra Kramer cuando le peta, y se presenta Elaine cuando le place. El mismísimo George Costanza tiene allí su centro de operaciones cuando huye de su propio apartamento, o del piso de su novia, o de la casa de sus padres... De la oficina laboral o del asunto administrativo. George se pasa la vida escapando de las responsabilidades que le acechan: le estorba el trabajo, el amor, la amistad verdadera...  Él no quiere nada de eso. George solo aspira a vivir sin dar golpe y a que le dejen tranquilo frente al televisor con su bolsa de patatas. Bajar de vez en cuando al Monk’s Café para reírse de los demás y luego regresar a su cubículo feliz donde el sé cree un artista frustrado, y un arquitecto incomprendido. Todo lo demás es molestia y desconcentración.  La vida de George Costanza es una huida hacia adelante. Una fuga y un agobio. La neurosis en estado puro.

Las aventuras de Jerry Seinfeld nunca son las que se quedan en el recuerdo, o colgadas en la carcajada. Y luego está Kramer, que es el slapstick, y Elaine, que es la superficialidad. Todos son geniales y divertidos. Ya más que amigos, nuestros hermanos. Pero sus peripecias carecen de la negrura, de la siniestra profundidad que embadurna las acciones de George Costanza. Los demás son espíritus simples y algo bobos, pero George Costanza es otra cosa: él es complejo y retorcido. Barroco y demencial. Seguirle el rollo es descender a mucha profundidad. El descojono asegurado en las aguas abisales.





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Larry David. Temporada 11

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¿Cuántos años de salud le quedarán a Larry David? ¿Cinco, diez? Hablo de salud creativa, claro, de ganas de proseguir. Es la que más me interesa como espectador. La otra, la personal, ya la doy por rezada de sobra con diez padrenuestros y cinco avemarías. Como cuando nos mandaban rezar en el colegio por el alma del beato Marcelino Champagnat, para que alcanzara la santidad en el Vaticano, y mira si la logró.

No paro de preguntarme por los achaques de Larry David mientras vero la 11ª temporada de su show. Yo, la verdad, a falta de otras opiniones -porque nadie ve su serie en mi círculo cercano, ni tampoco en el alejado- le veo bastante bien. Me fijo mucho cuando camina por la calle, que es donde podría notarse el encorvamiento o el envaramiento. Pero nada. ¡Joder!:  casi camina más erguido que yo, el tío palo de las narices. Se le ve ágil y fibroso. Lúcido. Sus frases están en el guion, claro, pero él las dice con los ojos chispeantes, y el gesto relajado. Larry está bien. Muy bien, diría yo.

También me fijo mucho en las escenas de restaurante, que en su serie se suceden casi de continuo. Larry sigue con la ensalada, con la fruta, con las carnes a la plancha... Eso es lo que yo como “además de”, y no “en vez de”. Debería ser él quien se preocupara por los años que me quedan de salud, y no al revés. Él, Larry David, quien tendría que preocuparse si su único espectador en La Pedanía y alrededores, que es un mercado raquítico, casi unipersonal, pero muy simbólico para la HBO. Una pica en el inframundo. En el noveno episodio, Larry prueba el goulash en un restaurante recomendado y decide que ésa no es comida para él. Así está de fino y de saludable.

Pero algo pasa con Larry... Algo seguramente no grave pero que anuncia la decadencia. Ya nunca le vemos en la cama haciendo escorzos en las señoras, ni tampoco golpeando la bola de golf cuando se junta con los amigotes. Sospecho, a pesar de sus andares, que algo no va bien con su espalda. Y la espalda es el talón de Aquiles de los ricachones, con tanto swing y tanto birdie. Por ahí, quizá, empiece su declive.





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Seinfeld. Temporada 7

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“Seinfeld” se estrenó en España en 1998, y desde entonces puedo asegurar que solo he conocido cuatro personas que hayan visto la serie. Y cuando digo visto quiero decir seguido, perseverado, admirado. Cuatro personas que entregaron su alma al diablo a cambio de la risa maliciosa. Sólo cuatro almas gemelas, en 23 años... Cuatro gatos del callejón.

En verdad, cuatro malas personas, porque hay que ser mala persona para quedarse enganchado a esta serie de personajes inmaduros, egoístas, neuróticos y rastreros. Chalados, en ocasiones. Y encima reírte a carcajadas, y presumir de que tu visión del mundo es más o menos así: una humanidad adolescente y caprichosa; risible y deleznable. Jerry y sus amigos  -predicamos a los gentiles- somos todos nosotros pero despojados del disfraz de los adultos. Y ellos cabecean sin creernos, y abandonan el sermón sin convencerse.

Las buenas personas no soportan el visionado de “Seinfeld” más allá de un par de episodios: el primero por curiosidad, y el segundo para vomitar. Lo sé porque me lo han contado varias de ellas, bienaventuradas y bien pensantes. Ellos vieron “Seinfeld”, pero no comulgaron. Otros, todavía más puros, ni siquiera eso: están los que conocen la serie sin haberla visto jamás, y están -la mayoría, con toda La Pedanía incluida- los que jamás oyeron hablar del tal Jerry ni de su panda de amigotes neoyorquinos.

De los cuatro gatos de mi cofradía, el más veterano es Pepe Colubi, que es como el sumo sacerdote de este culto oscurantista. Otro es Juan Tallón, el escritor, que el otro día en la radio explicaba que cualquier episodio en el que aparezca George Costanza es canela fina y carcajada asegurada. La tercera gata del callejón es una compañera de trabajo insospechada, todo mansedumbre y bonhomía -o bonmujería- pero que esconde en sus adentros un alma pecadora y bituminosa. De ella no será el reino de los Cielos, como tampoco lo será de aquella mujer junto al mar que también idolatraba “Seinfeld” y en su orilla hacía su apostolado. Será más difícil que todos nosotros pasemos por el ojo de una aguja que un camello entre el reino de los Cielos, o algo así.



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Larry David. Temporada 10

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(Este texto fue escrito el 20 de marzo de 2020, día VI del Confinamiento)

Larry David, nuestro Larry, sigue desenvolviéndose con aire juvenil. Le queda comedia para rato, y yo doy gracias a los dioses. Larry, en su serie, come ensaladas y macedonias en los restaurantes de Hollywood; pasta sin salsas, y carne a la plancha, dando ejemplo. Se cuida. Está fino. Se ha convertido en un madurito la mar de interesante, capaz de ligar con mujeres a las que saca treinta años o más.  Larry también está en plena forma para el chiste, para la ocurrencia, para la maldad. Tiene palique para rato. Aún cumple en la cama como un caballero y no le hace ascos a las prácticas más placenteras. Y está podrido a millones, claro, los que ganó escribiendo y produciendo “Seinfeld”.

Pero la Wikipedia nos canta que Larry ya tiene 72 años, casi 73, y me invade la tristeza al pensar que esta décima temporada de su show -que no baja el ritmo, que no defrauda jamás, que sigue siendo la comedia más vitriólica de los últimos años junto con “Veep” - podría ser, ay, la última de sus aventuras autoparódicas.

    Ya digo que a nuestro amigo Larry se le ve igual de ágil, lustroso, perspicaz y puñetero.  E incluso más, ahora que al humor del diablo le suma el humor de la vejez. Pero me temo, ay, que dentro de nada se va a paralizar Hollywood por culpa del virus de los cojones -no de los cojones, quiero decir, sino de las vías respiratorias-, y que para cuando se reactive la maquinaria, y Larry se ponga con la undécima temporada, y venga a hacer escarnio de estos tiempos tan histéricos (que nos van a dar muchos argumentos para recordar lo estúpidos que somos),  a lo mejor ya no está entre nosotros, o le dicen los del seguro que ya basta, que hasta aquí hemos llegado. Como hicieron con Billy Wilder, en su tiempo, que también era otro cascarrabias al que obligaron a parar cuando aún tenía cien argumentos guardados en el cajón, para hacernos reír y pensar al mismo tiempo. Billy, un pre-Larry. O Larry, un post-Billy.

(25 de noviembre de 2021: ¡Larry ha vuelto! Ya anda por ahí la 11ª temporada. Alabados sean los dioses).







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Larry David 10x07: The ugly section

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El episodio 10x7 de “Larry David” se titula “The ugly section”. Habla de un restaurante en Beverly Hills donde los clientes son asignados al ventanal o al interior en función de su belleza física. Los guapos y las guapas disfrutan de vistas a la calle y del sol radiante de California; los feos, como nuestro querido Larry y su panda de amigotes, son relegados a mesas interiores, apartadas y apretujadas, donde la iluminación se regatea y el camarero atiende con su sonrisa menos verosímil.

La primera vez que Larry entra en el restaurante tarda dos minutos en darse cuenta de este apartheid fenotípico. De esta discriminación de la clientela. No es racismo, pero casi. Larry se lo hace ver al maître, pero el maître niega cualquier política empresarial:  “Es solo casualidad -le responde-. No me fijo en esas cosas. ¡Bienvenidos a Tiato!” Larry, obviamente, no se lo traga, y al día siguiente regresa en compañía de una mujer hermosísima para hacer dudar al mentiroso. El castigo de su osadía, de su tocapelotez, será un nuevo destierro a las zonas interiores, donde Larry se quejará amargamente y prometerá justa vendetta. Así son, más o menos, todos los episodios de esta serie inobjetable, que soy el único en ver -creo- en 86 kilómetros a la redonda.

Y sé que son 86 kilómetros exactos porque esa es la distancia que me separa de la civilización, a diestra y siniestra. Lugo y León. Lo sé porque en Love App hablo con mujeres de ambas ciudades, tan remotas como Coruscant, y ellas jamás han visto la serie, ni la conocen, ni saben quién coño es Larry David,  ni “Seinfeld”, ni ninguna sitcom americana que no pertenezca al mainstream de la FDF. Estoy condenado.

Da igual: lo que yo quería decir es que Love App también es un restaurante de Beverly Hills que nos coloca en nuestro sitio por las pintas. Y que aquí, el maître, no tiene ninguna responsabilidad, ninguna mala intención. Somos como somos, y punto. Es la ley de mercado. Las quejas, al Creador. Yo, de momento, sigo esperando en mi rincón oscuro, haciendo tiempo con el móvil, a ver si se presenta alguna damisela que me invite al ventanal, y luego me saque de aquí.



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Seinfeld. Temporada 6

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Leo en internet que “Seinfeld” se estrenó en España en junio de 1998, en la programación no codificada de Canal + (que a mí me daba igual, porque yo poseía la llave mágica que abría el cofre del fútbol y las películas, y las indecencias del viernes por la noche... Tiempos míticos y pre-platafórmicos).

“Seinfeld” se estrenó justo después de terminar su emisión en Estados Unidos, batiendo récords de audiencia. La serie se veía mucho en las costas civilizadas y nada en los cinturones de la Biblia. Aquí, en España, como reflejados en un espejo, la serie se veía mucho en Madrid y en Barcelona, pero nada en los terruños que yo habitaba por motivos laborales, periféricos y colonizados por Tele 5. Porque “Seinfeld” era -y es- una comedia urbana, pedorra, nada mainstream, que no deja ninguna moraleja en la meninge. No está hecha para formar mentes, ni para hacernos mejores personas. No le sonríe a la vida, ni a la desgracia, ni al sol de la mañana. Todo lo contrario: Larry David y Jerry Seinfeld tenían prohibido que en los guiones figuraran abrazos o cursilerías. “Seinfeld” soslaya cualquier poesía relacionada con el amor, la amistad, la fraternidad entre los hombres... Sus personajes, por supuesto, también aman, también tienen amigos, también hacen obras de caridad (a veces, y solo para ligar). Pero prefieren que no se les note, pasar desapercibidos, que nadie se ría de sus desgracias sentimentales. Yo les entiendo muy bien.

En un DVD de la sexta temporada, Jerry Seinfeld explica que el personaje de Elaine les estaba quedando demasiado inteligente, demasiado “maduro”. Elaine era feminista, lista, inclasificable... Casi una referencia. Una personaje que empezaba a destacar por encima de la estulticia general. Y decidieron -con el consentimiento cachondo de Julia Louis-Dreyfus- endosarle un novio estúpido y musculoso para rebajarle los humos, y achantar sus aspiraciones. Tanto rollo y al final ella era como todos los demás: superficial, carnal, esclava de la belleza exterior. Básica y primitiva. Una más de la pandilla. De nuestra pandilla. Jo, cómo los quiero...



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Seinfeld. Temporada 5

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Es fácil enamorarse de las mujeres hermosas que uno se encuentra por la vida. Sucede, qué se yo, dos veces al día, a veces tres. A veces ninguna, pero luego llega un día de seis que mantiene la media aritmética. La vida de Jerry Seinfeld en Nueva York no es muy distinta de la vida de Álvaro Rodríguez en La Pedanía. Hay días de primavera, y también días de invierno cerrado, que no se ve ni a jurar.  Uno se queda prendado de esa mujer que le precede en la cola del supermercado, o que le adelanta apresurada por la acera. Que aparece en internet sonriendo desde una distancia casi siempre kilométrica. Tan lejanas, que yo ya utilizo el año-luz, y no el kilómetro, para ubicarlas con astrofísica precisión. Todas ellas son mujeres perfectas, lo mismo las carnales que las pixeladas, pero son perfectas porque en realidad no sé nada de ellas, y el anonimato, y la ignorancia, permiten fantasear. Alguna, quizá, hace lo mismo conmigo...

En Seinfeld, Jerry y George  también se enamoran de una neoyorquina nueva en cada episodio. Las conocen con suma facilidad en la cola del cine, o  en la fiesta de un amigo. Jerry es guapo y humorista profesional, y George... bueno, George vive en Nueva York, y allí hay mercado para todo el mundo. Me gustaría verle aquí, en el Valle Verde, lidiando con el personal. Jerry y George contactan, quedan, llegan a las primeras intimidades, pero luego, indefectiblemente, dejan a sus parejas por una nadería sin importancia: porque llevan ropa rara, o hablan demasiado bajo, o se ríen demasiado alto, o regatean la propina al camarero… 

El efecto que producen estas situaciones es de comedia, y uno se ríe con el puntillismo casi neurótico con el que Jerry y George rechazan a sus novias fugaces. Pero los romances a este lado de la pantalla se dilucidan de un modo muy parecido, y aunque te ríes, hay un poso de verdad que cristaliza como hielo en la sonrisa. Yo también me fijo en gilipolleces para mover la foto a la izquierda o a la derecha; ellas también hacen lo mismo conmigo. Nadie está para tonterías. Nos hemos vuelto mayores y selectivos. Y mientras nos perdemos, y nos esquivamos, Seinfeld sigue siendo la mejor comedia imaginable.



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Seinfeld. Temporada 4

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Seinfeld es una sitcom defectuosa, descacharrada, de guiones que a veces hacen aguas o terminan en un bluf. Hay actores que hacen de sí mismos y se descojonan de sus propias ocurrencias. Se les ve, a veces, haciendo esfuerzos inhumanos por contenerse. Es una serie cutre y desaliñada. Los culebrones venezolanos, en comparación, tenían mejor factura técnica. En Seinfeld no hay esquema ni progresión. Apenas hay historia o trasfondo moral en qué pensar. “Ni abrazos ni aprendizajes”, era la máxima que presidía las reuniones. Seinfeld es un descalabro amoral y desconcertante, pero es la mejor sitcom de la historia. Y dudo mucho que hagan algo mejor antes de morirme. Los tiempos, y las corrientes, han cambiado...

En Seinfeld yo me reconozco, y reconozco a mis semejantes, y creo que nunca he estado tan cerca del conocimiento humano como en el apartamento de Jerry en Nueva York. En verdad todos somos así de imperfectos y de contradictorios, aunque algunos sepan disimularlo de puta madre, y nieguen la mayor. Nos perdemos en los detalles tontos como burros con anteojeras, como monos agitados en el zoo. La vida nos pasa por encima mientras diseccionamos las naderías y las gilipolleces. Huimos de las grandes palabras como del conjuro de un brujo. Nadie habla de amistad con los amigos, ni de amor con los amores. Hablar de sentimientos es confesar una locura, una debilidad, una concesión a la cursilería. Y además es inútil del todo. Las relaciones personales se diluyen en una cháchara improductiva. Somos egoístas, poco profundos, anormales con oficio.

En otras series, los personajes se relacionan para alcanzar el amor o la sabiduría. En Seinfeld la convivencia sólo es una excusa para seguir hablando. Lo que importa es conseguir que alguien te escuche, aunque no te oiga, o al revés. Si callas, piensas, y si piensas, te mueres. La realidad es decepcionante y triste. La gente es estúpida y veleidosa. Nada vale nada si lo miras con detenimiento. Jerry Seinfeld y sus amigos, aunque parezcan idiotas, han comprendido que la conversación intrascendente es un fin en sí mismo. Una serie sobre nada...





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Seinfeld. Temporada 3

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La soledad es una barrera que se construye ladrillo a ladrillo. Hablo de la soledad mental, no la física, que ésa es casi imposible de alcanzar, o de padecer, a no ser que uno se dedique al farerismo, o a ser anacoreta en el desierto. Al pastoreo por los montes, o a la radioastronomía en la montaña. Uno, que tiene dos profesiones de andar por casa, tiene amigos, vecinos, familiares, compañeras de trabajo. El mundillo del fútbol base. Conocidos a los que saludo a diario con un simple “hola, ¿qué hay?”, o con un golpe de mentón. Y si dejo La Pedanía y paseo por la ciudad, está el bullicio, el gentío, el paisanaje de los bares o de las calles.

No hablo de esa soledad matemática, aunque dijo el poeta que uno puede sentirse sólo entre multitudes y bla, bla, bla. Centrémonos. Yo hablo de la soledad... no sé cómo llamarla... cultural, aunque no quiero decir que yo sea más culto que la gente que me rodea. Lejos de mí tal tentación. Hay más cultura y más sabiduría en saber cultivar un tomate que en toda esta parafernalia de estanterías Billy con libros y películas que yo exhibo. Esto mío sólo es un pavoneo, y un matarratos, la medicación diaria que me impide pensar y hundirme. En vez de gastarlo en psiquiatras, yo gasto el dinero en escritores y en directores de cine, pero es más o menos lo mismo. Se trata de mantener las neuronas a raya, dispersas, que no se junten en conciliábulos para repasar el pasado o planear el futuro, dos actividades tan subversivas como peligrosas.

Quiero decir -de una vez, que se me acaba el folio- que uno descubre que está solo, muy solo, cuando habla por ahí de Seinfeld a los gentiles y nadie sabe qué serie es, o si lo sabe, no recuerda de qué iba, o quiénes eran sus personajes. Sólo una mujer, extraña, de ciencia-ficción, que una vez me dijo que Elaine Benes era una de sus heroínas femeninas, y feministas. En fin, que yo venía aquí a decir cuánto me he reído -otra vez- con la tercera temporada de Seinfeld y resulta que me ha salido un texto como cenizo y pesadón, lleno de amarguras de poetastro. Para la cuarta temporada prometo reformarme.





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Seinfeld. Temporada 2

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Seinfeld, en realidad, es una versión libre de Big, aquella película en la que Tom Hanks vivía entre adultos con cuerpo de hombre, pero con edad de adolescente. Los cuatro prendas de Seinfeld no le pidieron a la máquina de Zoltar que acortara los plazos: ellos, simplemente, se han ido rezagando poco a poco, perdiendo comba entre tonterías y distracciones, hasta que un día descubrieron -demasiado tarde, pero tampoco sin montar una tragedia- que se habían plantado en la treintena con una inmadurez de colegiales.

Elaine y George, Jerry y Kramer, son cuatro teenagers infiltrados en el mundo del trabajo, de las relaciones serias, de las decisiones inmobiliarias... Disimulan porque ganan dinero, son autónomos y se comportan con cierta racionalidad en los espacios públicos -a veces ni eso-, pero en realidad son personas que viven fuera de contexto, fuera de época, con el software sin actualizar. Ellos van al trabajo como antes iban al instituto, y en el amor siguen usando el “te ajunto”, o el “no te escucho, cucurucho”. La gente se ríe de ellos, y trata de evitarlos, pero a ellos les da igual porque nada les parece trascendente o definitivo. Son tontainas pero felices.  

Seinfeld es mi serie preferida porque me veo reflejada en ella. Qué le vamos a hacer. Nobody is perfect... Yo podría haber sido el quinto Beatle de la pandilla. El vecino de Jerry Seinfeld que nunca sale en las tramas. Otro tipo como Newman, el gordito, que también se las trae el gachó... Tengo anécdotas personales para aburrir. Cosas tan estúpidas, tan seinfeldianas, que Larry David y compañía podrían hacer con ellas una temporada completa. Sólo habría que cambiar León por Nueva York y repensar un poco el vestuario. 

Yo también soy un inmaduro que da el pego, un gilipollas que se traviste de ciudadano. A punto de cumplir los cincuenta años, he aprendido a disimular mi tontería, pero nada más. Sigo prefiriendo la fantasía a la realidad, y la divagación a la responsabilidad. No sé enfrentarme a la vida, pero puedo pasarme horas hablando en el Monk’s Café. Sí, lo sé...







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Seinfeld. Temporada 1

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Seinfeld es mi comedia preferida. La repaso enterica cada tres o cuatro años, en unos DVD que guardo como oro en paño, preservados del polvo, de la luz solar, de las visitas que me preguntan: “¿Qué podrías dejarme para ver...?” He pensado incluso cambiarles las carátulas, para que pasen inadvertidos: ponerles unas matrículas falsas de película porno, si es una mujer -rara avis- la que me pide material, o unas de “Amar en tiempos revueltos”, si es un hombre el que fisgonea en mi videoteca. Los DVD de Seinfeld son sacrosantos, intransferibles, y valen más que la habitación que los cobija, y que la casa que nos sustenta. Solamente Eddie, el perrete -ni siquiera su dueño-, vale más que ellos. Mi compañero de piso es lo único que valoro más, pero porque los DVD son reemplazables, recomprables, pirateables en caso extremo, y Eddie, pobrecico, no, claro.

Seinfeld vale tanto porque es canela fina, especia raruna, vintage sentimental para cincuentones o pre-cincuentones como yo. Los viejos guerreros del Canal +... Ay, el Canal +, el de la llave blanca donde veíamos Seinfeld y Frasier, el fútbol y el porno psicodélico. A los que llevamos pagando la cuota desde los tiempos fundacionales deberían de amnistiarnos, de concedernos una tarjeta oro, o una black card de ésas, para no volver a pagar en la vida  Es más, Canal +, ahora Movistar, debería pagarnos un sueldo mensual, porque nos pasamos la vida haciendo apostolado de sus programas, publicidad gratuita, todo el día recomendando esto y aquello: el fútbol, y el snooker, y las pelis, y el porno ya no.

Pero bueno, a lo que iba: Seinfeld es mi Santo Grial, mi Arca de la Alianza, y en eso, como en otras muchas cosas, yo estoy con Pepe Colubi, que a veces luce una camiseta de la serie en la televisión. No creo que en los veinte o treinta años que me quedan en el convento vaya a encontrar una serie mejor, así que supongo que Seinfeld ya será para siempre la number one. No es, desde luego, la serie más redonda ni la mejor escrita. En nueve temporadas hubo momentos tontorrones, desfallecidos, abismos culturales y chistes de relleno. Pero lo bueno era tan bueno como el oro encontrado en una mina. Nunca más se han vuelto a ver unos quilates como esos. Larry David y Jerry Seinfeld se aventuraron en las montañas donde nadie se había atrevido a buscar (una comedia sobre nada, sobre la nada más absoluta, pura memez argumental y puro diálogo para besugos) y encontraron un filón que los hizo millonarios Y a nosotros muy felices.





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Larry David. Temporada 9

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Cuando el ser humano dejó de vagar por los bosques y se aposentó cerca de los ríos para cultivar el cereal, surgió una cosa llamada "convivencia ciudadana" que ha evolucionado con el paso de los siglos adquiriendo cuerpo legislativo y jurisprudencia callejera. Con el invento de la agricultura, los seres humanos se multiplicaron exponencialmente siguiendo el mandamiento de la Biblia, y abandonaron una tradición errante de cuatro millones de años para crear ciudades, plazas públicas, circos romanos donde la gente tenía que sentarse muy junta sin empezar a agredirse con las cachiporras. De pronto, el desconocido, estaba ahí, a todas horas, invadiendo nuestro espacio vital, haciendo cola en la panadería o pegando gritos a las cuatro de la mañana. Un salto cultural que iba muy por delante de nuestra biología siempre recelosa.



    Diez mil años después de aquel arrejuntamiento que nos obligó a vivir civilizadamente, el hombre moderno vive en el mundo social más complejo que ha existido hasta la fecha. Porque somos muchos, y ociosos, y estamos todo el día en movimiento, haciendo turismo, y pelando la pava en los restaurantes. Y porque además, ahora, sumado al cara a cara de toda la vida, está el teléfono a teléfono, y las posibilidades de caer en un sobreentendido tonto, o en un malentendido fatal, se han multiplicado hasta hacernos caer en la neurosis de quien ya no sabe qué es lo correcto o lo incorrecto, lo aceptable o lo reprochable (ahora que más o menos teníamos nuestra sexualidad satisfecha y que la neurosis freudiana parecía una enfermedad erradicada en los manuales de psiquiatría).

    Sobre esta neurosis moderna ha construido Larry David la iglesia de su humor. Su serie es la disección descojonante de estas mil y una reglas cotidianas que rigen la convivencia. Una especie de Talmud inextricable donde las normas se acumulan, se contradicen, se revocan con las modas. Larry David -que se interpreta a sí mismo, y que pone carne propia en el asador- parece un plasta recalcitrante, un metepatas que no ve más allá de sus gafitas, pero en realidad sólo es un rabino que pretende poner luz en este lío que se forma cada vez que salimos de casa y saludamos al primer vecino en la escalera: ¿Sólo hay que saludar? ¿Desear un buenos días y punto? ¿O hay qué hacer un “parar y charlar”? ¿Existe la confianza suficiente para preguntarle por su última desgracia familiar? ¿Y si uno va con prisa? ¿Y si hacemos como que no le hemos visto pero él si nos ha detectado en el radar…?


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Jerry Before Seinfeld

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De las cosas que aprendí -o recordé- viendo Jerry Before Seinfeld:

    Que Jerry Seinfeld, antes de regalarnos la mejor sitcom de la historia -en coautoría con Larry David- hizo sus pinitos de humorista en un club llamado The Comic Strip, en Nueva York, al que ahora regresa para recordar sus viejos chistes ante el micrófono, en una hora inolvidable de carcajadas e inteligencias.

    Que todas las expresiones que contengan las palabras "veinte minutos" son falsas: "Tardaré veinte minutos", o "La intervención durará veinte minutos", o "Soy capaz de aguantar veinte minutos sin eyacular".

    Que la realidad, en un milagro que se repite cada día, lo mismo en asuntos nacionales que en internacionales o deportivos, se ajusta exactamente al espacio disponible en los periódicos, de tal modo que en ellos nunca queda un espacio en blanco, ni hay que añadirles un espacio extra para contar un suceso inesperado.

    Que estaría muy bien que en las películas, de vez en cuando, aparecieran unos subtítulos que fueran recordando claves sustanciales de la trama ("Recuerda que Fulano le estaba poniendo los cuernos a Mengana"), o que fueran despejando esas dudas que a veces se quedan atoradas en la punta de la lengua, como cosquilleos molestos que impiden la concentración ("Este actor que ahora habla también salía en aquella película titulada...")

    Que no parece una buena idea regalarle a un ser querido una radio musical para la ducha, si no queremos que se mate en ese entorno tan poco propicio para el baile, con el suelo resbaladizo, y la mampara de vidrio...

    Que hacerse adulto significa, entre otras cosas, ir añadiendo bolsillos a la vestimenta, en pantalones y camisas, chaquetas y abrigos, de tal modo que cuando alguien nos pregunta por las llaves nos palmoteamos compulsivamente los mil y un recovecos, poniendo caras de fastidio, mientras que un niño sólo tiene que abrir las manos para demostrar que no las lleva encima...

    Que si no hubiese flores para regalar, la Tierra sería un planeta habitado únicamente por hombres y lesbianas.

    Que si le preguntas a un amigo qué tal le va con su pareja, a mayor incertidumbre en la relación, más arriba se toca la cara con la mano mientras medita: ligera preocupación, si se acaricia el mentón;  crisis inminente, si se pellizca el entrecejo; al borde del colapso, si se frota la frente con la palma de la mano...




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Larry David. Temporada 9

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A veces me sube una congoja del alma y pienso que ya se terminó el tiempo de las grandes alegrías. Que el trabajo gordo, por así decirlo, está finiquitado, y que sólo queda esperar, y reírse lo más posible, mientras llegan los nubarrones de la salud. Las grandes esperanzas, y los grandes proyectos, son cosas del verano de la edad, de cuando uno andaba viril y descamisado, y los días parecían no tener fin. Cuando la vida se desenredaba como un musical americano de jornaleros en el campo, jóvenes y vigorosos. Ahora, en el otoño del cromosoma, habrá que medir las cosas con raseros más humildes. Vivir una película francesa, melancólica, pausada, con bonitos atardeceres y cafés con croissant en la terraza. Una peli de Rohmer, por ejemplo, estilosa y lánguida, una que podría titularse El cinéfilo del villorrio, tan del estilo del maestro.



    Hace ya varios años que uno fía su felicidad a las pequeñas alegrías: que te llame un amigo para charlar; que el análisis de sangre salga sin subrayados en rojo; que el Madrid conquiste un título importante a finales de mayo. Que los seres queridos no se tuerzan por el camino. La tertulia en la radio, el estreno en el cine, la joya perdida en el ordenador... Que te sonría una señorita en el autobús. No morir de un infarto al subir el repecho en bicicleta, y emprender el descenso con la sonrisa boba y el orgullo salvaguardado. Que refresque por las noches, en estas canículas que las meteorólogas anuncian con una sonrisa que nunca he terminado de comprender, a 40 grados a la sombra. Mi reino por una brisa. Que prorroguen, si es posible, las series de televisión que me calientan en invierno, y me refrescan en verano. Que le concedan una temporada más, por ejemplo, a Larry David, cuando ya habíamos perdido toda esperanza de continuación, sus locos seguidores. Lo he leído esta mañana, al abrir el ordenador, y sólo de pensar que  Larry ha vuelto a coger el yelmo y la lanza para retar en duelo a los gilipollas y a los estúpidos, me ha brotado la sonrisa tonta, y me ha dado por silbar la pegadiza sintonía mientras barría y fregaba los cacharros. 


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Si la cosa funciona

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Tengo un amigo cinéfilo que de vez en cuando me saca a colación los chistes de Si la cosa funciona, la película de Woody Allen en la que Larry David, para hacer más creíble el romance, interpreta el sempiterno papel de judío neurótico. Para mi amigo, Si la cosa funciona es una obra maestra de la comedia, un referente continuo de sus filosofías humorísticas. "Cómo no te pudo gustar", me repite a todas horas, tú que eres tan amigo de Woody Allen, tan fanático de Larry David. Y yo, perplejo de mí mismo, nunca sé que responderle. Será que la vi en una mala tarde, me digo, como las de Chiquito de la Calzada, o en una mala noche, asediado por los fantasmas.

               Hoy, asediado por la incredulidad de mi amigo, acuciado por la incomprensión de mi propio espíritu, he decidido conceder una segunda oportunidad. Y la cosa comienza bien, la verdad, con Larry David soltando diatribas contra el género humano que son muy de mi agrado. Casi rompo a aplaudir en una o dos andanadas muy bien tiradas. Luego, como una Venus de Botticelli que hubiera cruzado los mares del tiempo, emerge de los fotogramas Evan Rachel Wood, que es una anglosajónica de belleza infartante. Con mi álter ego de protagonista, y mi mujer soñada de partenaire, Si la cosa funciona, efectivamente, funciona. Me doy cuenta, además, que nuestra primera cita fue en una versión doblada al castellano, no sé por qué razones, ni en qué trágicas circunstancias, y ahora, gracias a las voces originales, los personajes se hacen más interesantes y verosímiles.

                Vivo feliz durante tres cuartos de hora, reconciliado con mi hermano Woody, con mi primo Larry, hasta que la trama se enreda con personajes que ya no vienen al caso, ni hacen gracia, que sólo están ahí para robar minutos a las sabidurías misántropas, y a las hermosuras de Evan Rachel. Si la cosa funciona no ha funcionado del todo finalmente, pero ha funcionado mejor. Le debo una, a la insistencia de mi amigo. Y largas explicaciones, a los inquisidores de mi cinefilia, que todavía no entienden lo sucedido.



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