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La vida de Brian

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Jorge Valdano dijo una vez que el fútbol es un estado de ánimo. Y lo mismo pasa con las películas. Está la película en sí misma -la obra de arte o la tontería prescindible- y luego está el contexto donde la ves: la soledad o la compañía, la gran pantalla o la tele del salón. La alegría de vivir o el ánimo por los suelos. Está la película y el recuerdo de la película. La película y su circunstancia, como le pasaba a Ortega y Gasset.

Es por eso que en caso de duda, o si ha pasado mucho tiempo desde la última vez, hay que ver la película de nuevo antes de emitir un juicio sostenible. En mi recuerdo, por ejemplo, “La vida de Brian” era una obra maestra de la comedia. Algo insuperable. Hoy, sin embargo, la he vuelto a ver y ya no me he reído tanto. Y eso, que T., a mi lado, que nunca la había visto, sonreía. Pero sin carcajearse, lo cual ya era sospechoso. Yo también he sonreído, pero no me he meado de la risa, como era tradición. Hasta ayer, lo mío con “La vida de Brian” era Incontinencia Suma, que es la famosísima mujer de Pijus Magnificus. Hoy solo era la sonrisa de quien recuerda los gags como hitos de su juventud. Siempre que me clavaban en una cruz yo silbaba el “Always look on the bright side of life” y movía los pies al compás de la desgracia.

En “La vida de Brian” sigue estando la crítica más ácida a la tontería de la religión. Al seguidismo de los profetas, y al seguimiento de los iluminados, que en este siglo XXI vienen a ser los mismos personajes estrafalarios y locos que en la Palestina del siglo I. Pero hoy, no sé por qué, quizá porque he empezado a tomar las pastillas para la tensión, me he quedado... eso, destensado. Están los gags inolvidables y están, de pronto, sin que yo los recordara, los gags tontorrones, o inanes, o menos afortunados, que lastran la genialidad de la película. No sé... Ahora me he quedado con la duda. ¿Qué responderé cuando vuelvan a preguntarme por “La vida de Brian”? ¿Me quedaré con lo de antes o con lo de ahora? El tiempo dirá. Seguramente tendré que volver a verla para dar otra respuesta definitiva.





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Justo antes de Cristo


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Los romanos que vivieron justo antes de Cristo también decían cosas como “me pica un huevo esta mañana”, o “me cago en los dioses”, “o qué buena estás con la túnica, Emilia Claudia”. Parece una perogrullada, sí, pero salvando a los enemigos de Astérix, y a la corte de Pijus Magnificus en La vida de Brian, todos los romanos conocidos salen envarados en las películas, y en las series, los péplums lamentables que ya nadie ve ni en Semana Santa. Romanos que nunca cagaban ni meaban, ni carraspeaban cuando iniciaban el discurso, siempre impolutos en sus trajes militares o en sus togas del Senado, departiendo en latín literario, impecable, de precisión militar o burocrática, lisonjeando a las damas con poemas de Lucrecio o de Virgilio que ahora serían el descojono de las chicas del instituto. Personajes teatrales y muy poco terrenales que en realidad nunca nos creímos; ya no sólo distantes en el tiempo, sino también habitantes de otro sentido común, casi de otra especie humana que dejó acueductos enormes como legado histórico, y no puntas de hueso en las cavernas de la cordillera.



    Los creadores de Justo antes de Cristo han visto en la desacralización de los romanos, en su humanización puesta al día, un filón humorístico para que los abonados de Movistar + -que somos los únicos que vamos a ver la serie, y no todos, visto lo visto- nos descojonemos de la risa y nos reconciliemos con nuestros tatarapasados. Aquí todos llevamos sangre del Lacio en las venas, en mayor o menor proporción, y conozco a más de un norteño que fantasea con ser descendiente del mismísimo Augusto que vino a combatir a los cántabros, y fue dejando bastardos imperiales en que cada ciudad que fundaba, o en cada campamento que levantaba. 

    Lo que pasa es que la serie sólo tiene gracia  en su primer episodio, y pasada la tontería de ver a los romanos hablando como humanos del siglo XXI, el resto es como encontrar un trébol de cuatro hojas entre otros muchos que sólo ofrecen tres: alguna gilipollez que no compensa el esfuerzo de ir todo el rato agachado, con la vista en el suelo, descartando brotes insustanciales… Los tgéboles, que hubiera dicho el gran Pijus.






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