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La invasión de los ladrones de cuerpos

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Tuvo que ser por 1981, o por 1982, pero un lunes por la noche, eso seguro, porque era el día que mi padre tenía su día de descanso, y era costumbre en mi casa cenar todos juntos frente a la tele, viendo una película en el salón, en la mesa redonda que no estaba hecha para dar gusto a todos, unos cenando frente a la pantalla y otros torciendo tanto el cuello que al final de la película te daba la tortícolis, o la tontícolis, que decía mi padre, todo el puto día quejándoos…

    Los lunes por la noche, en La 2, que entonces llamábamos la Segunda Cadena o el UHF, -que a mí aquello me sonaba a nombre de equipo nórdico, el UHF Goteborg o el UHF Oslo- Chicho Ibáñez Serrador emitía películas de miedo en Mis terrores favoritos, clásicos que el mismo prologaba con unas performances que vistas ahora parecen algo ridículas, sentado en un sofá y acariciando un gato, hablando con el acento malvado de los archienemigos de James Bond.  A mi padre le pirraban aquellas películas en blanco y negro porque las había visto en su juventud, en los cines de León, o ya de mayor, en el mismo cine donde trabajaba 6 días a la semana, fines de semana incluidos, que nosotros jamás conocimos lo que era el domingueo o el viaje al pueblo de vacaciones.



    Dado que nosotros vivíamos tres pisos por debajo de la antena colectiva, y que a decir de los técnicos no podíamos ver el UHF porque los de arriba nos “chupaban” la señal, mi padre improvisó una antena que consistía en un aro de cobre insertado en un bloque de mármol que vivía a la intemperie, en el poyete de la ventana, para captar los electromagnetismos que luego en la tele se convertían en películas como La invasión de los ladrones de cuerpos. A mí, a esa tierna edad de 9 o 10 años, las películas de Chicho me producían luego pesadillas en la cama. Esa noche, la de los ladrones de cuerpos, creo que fue la primera de mi vida que pasé en vela, antes de las depresiones y los desamores, convencido de que si me dormía, aunque sólo fuera un instante, la vaina que sin duda latía bajo la cama daría a luz a mi sustituto, un Alvarito Rodríguez idéntico a mí, con sus gafas y su tontuna, pero no yo, el de verdad, el que quería seguir viviendo aunque a la mañana siguiente hubiera que ir la colegio, un chaval que sería fagocitado, o disuelto, o sacado por la ventana camino del cementerio, eso no se sabe muy bien, porque en la película, que es un clásico, pero es cutre a más no poder, tampoco explican las cosas con mucha coherencia.



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Better Call Saul. Temporada 3

🌟🌟🌟🌟🌟

Creía haber leído en algún lugar que Better Call Saul terminaría con la conversión definitiva de Jimmy McGill -el abogado de las ancianitas desvalidas- en Saul Goodman -el asesor de los narcotraficantes con metralleta. Saul Goodman va inscrito en los genes de Jimmy McGill como una maldición de su destino. Y aunque Jimmy es un buen tipo que en el fondo sólo quiere hacer un poco de justicia, y ganarse unos cuantos dólares en el proceso, el fantasma de Saul poco a poco va deslizándose bajo su piel, usurpando su personalidad. Y no es que el contexto, precisamente, poblado de caraduras y arribistas, de listos y listillos, ayude mucho a impedir esta fagocitación.

    Así sucede en realidad con todos nosotros. El yo que somos y el yo que seremos caminan separados durante muchos años, uno en acto y otro en potencia. A veces, en las fotografías que nos hacen de jovenzuelos, se puede ver un extraño resplandor que nos acompaña en el gesto, en el escorzo. Algunos lo confunden con un fantasma,  o con un reflejo del sol, pero en realidad es nuestro yo futuro, el definitivo, que está esperando el paso de los años para tomar posesión de su plaza. Hasta que él no llega, todos somos interinos, provisionales, soñadores... La juventud sólo es un tiempo de verano antes de que se presente el señor otoñal para sustituirnos. Un buen día nos dormimos y a la mañana siguiente ya no estamos, desplazados por el Saul Goodman que esperaba su momento bajo la cama, como los extraterrestres envainados de La invasión de los ladrones de cuerpos.

    Saul Goodman ya ha asomado la patita en la serie, pero no ha llegado del todo. Se transparenta en alguna mirada perdida, en alguna conducta deshonesta. Su nombre aparece en los anuncios estrambóticos que Jimmy McGill rueda para la televisión. Pero nada más. Better Call Saul no debería haber terminado todavía, pero busco su cuarta temporada en la red y descubro, primero perplejo, y luego entristecido, que nadie garantiza su renovación. La serie, al parecer, está dando unos índices de audiencia muy bajos, y su productora se lo está pensando dos veces, y hasta tres. "Que se joda el espectador medio", gritó una vez David Simon cuando le preguntaron por la complejidad de The Wire. Si finalmente nos quitan a Saul Goodman, será el espectador medio el que nos joda a nosotros.



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