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La guerra de Charlie Wilson

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    Después de muchos siglos viviendo en la Edad Media, en Afganistán, a finales de los años setenta, llegó al poder un gobierno de corte progresista que prohibió la usura, promovió la alfabetización y separó la religión del Estado. Una pandilla de reformistas que aprovecharon el impulso para perseguir el cultivo del opio, legalizar los sindicatos y establecer un salario mínimo para los trabajadores. Comunismo puro.

    Finalmente, para terminar la faena, porque estos tipos parecían tan peligrosos como insaciables, promovieron la igualdad de derechos para las mujeres, que llevaban viviendo en el ostracismo agropecuario desde los tiempos de Alejandro Magno y su esposa Roxana -la mujer afgana más famosa de la historia hasta que apareció aquella muchacha en la portada del National Geographic. Luego aprobaron leyes tan alarmantes para la mujer como la no obligatoriedad de usar el velo, el derecho a conducir libremente un vehículo o facilitar su acceso al mercado laboral y a los estudios universitarios. Unos rojos de mierda, ya digo.

    A los conservadores de dentro, y a los demócratas de fuera, no les pareció nada bien que este ejemplo reformista cuajara en Afganistán, así que hubo un contragolpe de Estado: tiros y arrestos, cárceles y venganzas, hasta que la Unión Soviética decidió intervenir en el asunto. Y se metió en el avispero. Los soldados de Brezhnev venían a poner orden en un país amigo, sí, pero también aprovecharon la refriega para avanzar posiciones geoestratégicas hacia el Golfo Pérsico. Una pandilla de pastores armados de kalashnikovs nada podían hacer contra el Ejército Rojo y sus vehículos blindados, así que la guerra parecía un paseo militar para los malos de la película. 

    A los americanos, este pifostio les pilló armando contrarrevolucionarios en las selvas de Centroamérica, donde sus muchachos asesinaban a cualquiera que pronunciara la expresión "reforma agraria" o  "justicia para los pobres". Y ahí, en ese pasmo, en esa duda militar, empieza La guerra de Charlie Wilson, que cuenta cómo un congresista mujeriego, vividor, sólo pendiente de los cabildeos de Washington y de los asuntos locales de su Texas natal, se cayó un día del caballo camino de Kabul y dedicó su fe democrática a dotar de armamento pesado a los muyahidines que resistían en las montañas.


    La película, por supuesto, es un pastiche propagandístico pensado para el pueblo norteamericano. El planteamiento del guión -irreconocible en Aaron Sorkin- es tan infantil, tan esquemático, que sonroja a cualquier espectador medianamente informado. Es todo tan estúpido y tan maniqueo que al final de la película, con los soviéticos ya en retirada, ningún personaje se para a pensar qué van a hacer ahora con los fanáticos muyahidines armados hasta los dientes. Es como si la realidad, tozuda, fuera por un lado, y la película, aunque basada en hechos reales, pareciera colgada de una nube de algodón.



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