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Showgirls

🌟🌟🌟


Al señor Verhoeven le gustan como a mí. No digo más. El muy tunante... Él dice que tienen que ser así para poder bailar, y que su forma es una exigencia milimétrica del otro señor, el guionista, que por lo demás lo llena todo de diálogos para besugos y para sirenas del desierto. Los pechos de las protagonistas -perfectos, no diré más- son una coherencia argumental. Necesarios y palmarios, de la palma de la mano. No diré más... Una pechugona del burlesque no serviría para exhibirse en Las Vegas, y una bailarina del Bolshoi, impechada, pues tampoco. Los clientes del casino quieren la justa medida entre el pechamen y el bailamen. Entre el sexo y el arte. Yo mismo, por ejemplo, que no me considero un ganadero de Texas, tengo que confesar que los bailes de “Showgirls” molan, pero que también ponen palote. ¿Un cerdo o un ser con virilidad, sin más? Esa es la cuestión.

 Para triunfar sobre el escenario del casino hay que ser bella y saber moverse. “Ambar” cosas, como dicen en Toledo ¿Mercado de la carne? Nos ha jodido. “Showgirls” es una película sobre el mercado de la carne: carne que baila, que excita, que pone muy tonto al personal. ¿Juicios de valor? Buf, ahora no, señorita Irene. Esto es una película -muy mendruga por lo demás- y yo estoy de resaca (es un decir) de Nochevieja. Yo también estoy en el mercado de la carne cuando pongo mis fotografías en Tinder, solo que allí no me desnudo. Y menos mal... No veo gran diferencia. Las chavalas de “Showgirls” se exhiben para ganar dinero y yo me exhibo para ganar un corazón. Qué bonito... Todo es exhibirse. Tocar no. Eso está muy feo, y los guardaespaldas del casino te ahostian a la primera. Bien hecho. También hay mujeres que se plantan delante de mí como ese director de coreografía, y me dicen que no molo por esto o por lo otro: la sonrisa, o las orejas, o la pancita que se adivina bajo el jersey, tan poco cuidada con arroz integral y verduritas a la plancha.

“Showgirls” no es tan mala como la pintan. Nunca la había visto por prurito cinéfilo, por postureo cultureta. Era tan socarrón, el chorreo, que hasta me daba miedo asomarme. Pero “Showgirls” mata la tarde. Y te... No. No diré más.





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Terciopelo azul

🌟🌟🌟🌟

Lo que viene a recordar David Lynch en Terciopelo Azul es que nuestra civilización es una manzana lustrosa que lleva gusano por dentro. En las primeras etapas de nuestro desarrollo embrionario, los seres humanos no somos muy distintos del pez, del reptil, del mamífero inferior, y sólo a partir de algunas semanas nos vamos redimiendo del pecado original. Los genes van  añadiendo tejidos que disimulan la vergüenza de nuestros ancestros, y son como manos de pintura que revocan las paredes. Pero debajo siempre hay algo que palpita, que transpira, que a veces traspasa nuestra obra de albañilería Un deseo, un crimen, un acto animalesco. 

    En las entrañas intestinales todos olemos a mierda y a pedo retenido, y en las entrañas neuronales ocurre tres cuartos de lo mismo. Aunque el libro del Génesis afirme que somos la cúspide de la Creación,  luego resulta que despojados de vestimentas y de artilugios sólo somos criaturicas del Señor. Los descendientes de aquella pareja ancestral que pilotaba el arca de Noé porque contaba con pulgares oponibles y podía transmitir instrucciones a través del lenguaje. Nada más. Minucias que no justifican tanto orgullo y tanto engreimiento.

    Con estos mimbres tan poco fiables, los seres humanos se juntaron para convivir en pueblos, en ciudades, en estados. Las gentes de bien -que son las que llevan el gusano vestigial amordazado- construyeron la concordia, los derechos humanos, las leyes fundamentales. Ellos sonreían al vecino y pagaban sus impuesto. Pero entre ellos, más o menos disimulados, aprovechándose de los incautos y de los permisivos, medraron los asociales, los sociópatas, los tarados de variado pelaje. De esa línea genalógica procede el Frank Booth de Terciopelo azul, que es un tipo extremo, devorado por su propio bicho, de tal modo que el tipo ya sólo es gusano o cucaracha, como un Gregorio Samsa sin remordimientos. 

    La pareja de pipiolos protagonistas no termina de creerse al personaje porque ellos pensaban que el "mal" vivía lejos, en otros barrios, en otros villorrios más allá del Mississippi. En los bajos fondos de las ciudades, o en las películas. Quizá en ningún sitio. Ellos no sospechaban que el  instinto violador, asesino, pudiera habitar la casa de al lado, la cola de la panadería, el asiento del autobús. Y más aún; que ellos mismos, que se creían impolutos y roussonianos, casi querubines si no fuera por algunos defectillos, y por algunas pajillas en el dormitorio, llevaran la larva agazapada en su interior.



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Twin Peaks

🌟🌟

Me empieza a aburrir, y mucho, Twin Peaks. Con el paso de los capítulos uno ha caído en la cuenta de que hay personajes troncales -muy  pocos- que participan decisivamente en el misterio de Laura Palmer, y secundarios prescindibles -muy muchos- que sólo están ahí para hacer de americanos pintorescos, y estirar con sus pamplinas el chicle de los minutos. Al principio timorato, pero ahora ya sin complejos, voy pasando estas tramas sin chicha por el turmix del mando a distancia, acelerándolas sin piedad como persecuciones de policías y ladrones en la Keystone del cine mudo. Y lo hago sin que la historia principal se me despiste, o se me enfangue. Mal síntoma, pues, para una serie tan beatificada, a punto de obtener ya la santidad apostólica. 

Extrañado y avergonzado de mi creciente desilusión, leo en internet que David Lynch iba y venía de la serie sin mucho interés, atrapado en otros proyectos, o aburrido de marear la perdiz del asesino. Leo con sorpresa que en muchos episodios él sólo pasaba por allí, a supervisar por encima los guiones, a estrechar la mano del director de turno para desearle buena suerte. Y se nota. De los sueños acuciantes y los humanos tarados que teñían de oscuridad las primeras entregas, hemos pasado a la ñoñería sentimental del americano medio, y a la sobreactuación risible de unos maleantes de pacotilla. 

David Lynch es un caricaturista onírico de la vida, un tipo al que le salen retratos muy afilados, muy negros, siempre sombríos y perturbadores. Como pinturas negras de Goya, o como ironías crípticas de Buñuel. Pero esto último de Twin Peaks ya es una caricatura de la caricatura, una fotocopia de la fotocopia. Un subproducto televisivo en el que lo mejor llega al final, en los títulos de crédito, con esa sintonía mágica de Badalamenti, con ese retrato de Laura Palmer con el pelo recogido que viene a ser como una Gioconda de nuestros tiempos, de sonrisa más franca, menos enigmática tal vez, pero mucho más guapa. Dónde va usted a parar.





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