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Érase una vez en... Hollywood

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¿Cuándo se jodió todo? Esa es la pregunta del millón. La que nos hacemos todos, a todas horas. La que se hace Quentin Tarantino en la película, hablando de su mundo. Cuándo se jodió el Hollywood de su infancia, el de las películas alegres y las tramas inocentes. El Hollywood al que llegaban los cineastas europeos como a nuestras playas llegaban las turistas de Suecia, y de pronto, gracias al aire fresco, y a las costumbres importadas, ya todo parecía otra cosa, un país menos paleto y menos obsesionado con la guerra.

Cuándo se jodieron los hippies, se pregunta Tarantino, que nacieron con una flor en la mano y un pétalo en la boca. Y el sexo como el arma definitiva para dirimir las disputas. El flower-power de los bonobos. La revolución verdadera, quizá, después del fracaso de las utopías europeas, que lo dejaron todo sembrado de cadáveres. Los hippies iban a traernos la concordia universal, la paz entre hermanos, la inacción al solete como forma de protesta. La marihuana y la sonrisa, el amor libre y los vestidos holgados. Hasta que un loco bajito -tan distinto a los que cantaba Serrat- se adueñó del negocio y convocó a cuatro jamados para celebrar un aquelarre sangriento en Cielo Drive, como en un juego de palabras. Quizá nada de esto hubiera sucedido si Sharon Tate y Roman Polanski hubieran vivido en la autopista al infierno que cantaban los AC/DC.

Cuándo se jodió todo, me pregunto yo también, en esta película que transcurre fuera del televisor. Cuándo se fue al carajo el mundo, y la vida, y la marcha triunfal del Madrid. Vayamos por partes. Se marchó CR y se terminaron los goles. Todo lo demás es literatura. ¿La vida? El destino está en el carácter, dijo el sabio griego. La perdición va inscrita en los genes. Cada uno la suya. Somos bombas de relojería. Nacemos con una cuenta atrás, y cuando la cuenta llega a cero, la cagamos. Nos puede el ansia, o el instinto, o la impaciencia, o la excesiva mansedumbre, y un día, de pronto, ya sólo nos queda el lamento y la nostalgia. 

¿Cuándo se cagó el mundo? Nunca, en realidad. Ya nació cagado, que es otra manera de decirlo. La humanidad no tiene remedio. El mono se bajó del árbol con el pie izquierdo en un error trascendental. El verdadero pecado original. Es ése del que habla la Biblia, pero de una manera muy enrevesada.




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Los odiosos ocho


🌟🌟🌟

Justo el día en que vuelvo a ver Los odiosos ocho porque no me acordaba de nada, de la primera vez, y ahora hay tiempo de sobra para ver estos metrajes imposibles de Quentin Tarantino, en Estados Unidos, precisamente, en California, las autoridades han declarado el estado de alarma a la española, que en origen fue a la italiana, y antes a la china, como si los gobernantes fueran pasándose una receta macabra por el WhatsApp, o por el teléfono rojo.  Y de pronto, en mi cabeza, se han conectado las dos cosas: los vaqueros indómitos del Oeste, con sus pistolones, su ley de la frontera, su desprecio supino por la autoridad, y los americanos de ahora, a sólo cuatro generaciones de aquellos, que todavía no han enmendando ninguna enmienda armada de su Constitución, y que van a ser interrogados en los controles de carretera, y en los paseos marítimos del monopatín, “¿usted a dónde va, motherfucker?”, como si el Séptimo de Caballería se hubiera desplegado más allá de las Montañas Rocosas.



    Aquí, en Europa, los Fuerzos y Cuerpas de Seguridad intimidan lo suyo porque sólo ellos, fuera de los montes conejiles, pueden llevar armas al cinto. Y al hombro, y así debe ser, además, para que Puerto Urraco no se expanda hasta Castelldefels, o más allá.  Quizá también acojonen lo suyo en California los policías, y los de la Guardia Nacional, porque California, y la costa Oeste en general, y todo lo que viene a ser la Nueva Inglaterra del Mayflower, es más Europa que otra cosa, y allí se cultivan hasta gobernadores socialistas, y alcaldes prosociales, y si algún día vienen las turbas de Donald Trump a expulsarlos armados de antorchas y tridentes, sólo tienen que coger el barco y venirse a tierras más promisorias.

    Pero qué sucederá, ay, cuando el estado de alarma se declare en Texas, o en Tennessee, o en el estado natal del Gran Wyoming, y a esos tíos que ahora salen a comprar el pan con un AK-47 bajo el brazo, y un par de revólveres en el carricoche del niño, les digan que no, que muy mal, que no se puede salir en grupo, que respeten la distancia de seguridad, y que si no tienen otro supermercado más cerca de casa…



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Death Proof

🌟🌟🌟🌟

Dice un amigo mio, cuando la violencia de género es portada en los periódicos, que si él fuera mujer jamás saldría de casa sin una pistola en el bolso. Por si las moscas, o los moscones. Por si los psicópatas como Stuntman Mike en Death Proof. Y que se ciscaría en la ley, y en los permisos de armas, y en todas esas banalidades que le impedirían salvar la vida o el honor en una situación peliaguda. 

    Yo, por defecto de fábrica, no le doy la razón, y argumento que quien tiene un arma también tiene una tentación de usarla en situaciones menos tensas o dramáticas. Y que eso, además, nos llevaría a una escalada armamentística, y que esto sería como el puto Lejano Oeste y tal y cual, y me pongo muy didáctico, y señorón, como de catedrático de la razón pura, o tertuliano de la radio civilizada.


    Sin embargo, cada vez que regreso a casa por la noche y me cruzo con una mujer en la calle desierta, me acuerdo de mi amigo y de sus razones, y siento que no le falta parte de razón. ¿Qué pensará de mí, de mis andares, de mi mirada, de mi velocidad de desplazamiento, esa mujer que camina hacia mí? Yo no tengo malas pintas, parezco un buen tipo, pero las pintas no importan gran cosa en estos asuntos del miedo. El mismo peligro tiene el punky de los pelos afilados que el seminarista del pelo aplastado. Todos tenemos una polla entre la piernas, y venimos de la misma rama del árbol ancestral. Sólo un barniz de pintura distingue nuestras carrocerías más o menos intercambiables. Esa mujer que se cruza conmigo a las dos de la madrugada no se detiene en esas consideraciones. Le invade un recelo atávico, genético, y en esos momentos seguro que echa de menos una buena pipa en el bolso, una de verdad, pesada, plomosa, de las que infunden respeto y dejan pocas dudas: largo de aquí, forastero, cruza de acera, echa a correr, desaparece de mi vista...

    En Death Proof, la pistola que Kim lleva en el bolso marca la diferencia entre la tragedia de la primera parte y la comedia casi chorra de la segunda. Las Mujeres II son, si se me permite el chiste, de armas tomar. He llamado a mi amigo al terminar la película. Bueno, le he enviado un Whatsapp, que ya no eran horas... Casi estaba por sacarle el tema y darle la razón, pero me ha podido el orgullo tonto. La estupidez tan varonil Al final le he preguntado qué tal le va por sus vacaciones. A las doce y media de la noche... Debe de pensar que estoy gilipollas. Menos mal que ambos somos de trasnochar.





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Bone Tomahawk

🌟🌟🌟

Desde que hace veinte años le internaran en urgencias y le diagnosticaran una muerte inmediata, el género del western se ha vuelto un abuelete sanísimo que hace cien flexiones todas las mañanas, compra bolsas de naranjas en el supermercado y estampa las fichas de dominó con una fortaleza que a mí me rompería los veintisiete huesos de la mano. El western está hecho un chaval y no tiene pinta de  morirse a corto plazo, para lamento de sus herederos. Cuando Clint Eastwood, en un último intento por salvarlo, rodó Sin Perdón y le salió una obra maestra como la copa de un pino, le insufló nueva vida en los pulmones, y en el hospital ya nunca hubo que usar la máquina que hace ping, ni la que hace pong, como aquella que trasteaban los enfermeros locos en El sentido de la vida.


    Visto que el abuelete estaba sanísimo, y que incluso trempaba cuando se le ponía delante una madurita de buen ver, los productores de Hollywood le han ido buscando novias con las que entrecruzarse a ver si de ahí salía un vástago que diera frutos en taquilla. Al western le han emparentado con alienígenas, con viajes en el tiempo, con reflexiones futuristas como la que proponían en Westworld. A veces con fortuna y a veces sin ella. En Bone Tomahawk, para rizar el rizo, un iluminado que responde al nombre de S. Craig Zahler ha decidido que al Far West le sentaba bien una tribu de indios antropófagos, unos muy salvajes, antediluvianos, que secuestran al hombre blanco para cortarlo en pedacitos y cocinar con él unos platos muy bastos que no ganarían jamás un premio en Masterchef

Dicho así, podría pensarse que Bone Tomahawk es una película pensada para los chavales, para que sus novias entrecierren los ojos y ellos, muy chulitos, se rían a mandíbula batiente y las tomen cálidamente por los hombros. Pero a este cineasta inesperado le ha salido un western muy tradicional, muy mesurado, con el espíritu ecuménico de los hermanos Coen sobrevolando todo el metraje. Salvo cuando llega la hora de enfrentarse a los cocineros, claro, y aquello se convierte en el Holocausto caníbal revisitado.




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