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Juego de Tronos. Temporada 8

🌟🌟🌟

Somos millones los súbditos de Poniente y de Saliente que ahora mismo, en sincronía, acariciando o aporreando los teclados, escribimos nuestras impresiones sobre el final de Juego de Tronos. Entusiastas y cabreados, analíticos y literatos, escuetos y pelmazos. Lectores de las novelas y espectadores de la tele… Es un ejercicio de pura vanidad venir a este blog para escribir algo que suene original, interesante. Todo está dicho ya, o va a decirse en muy poco tiempo. Pero tengo una disciplina diaria, me aburro si no escribo, y mis cuatro amigos se preocupan mucho si no me ven activo, puesto al día, imaginando que he vuelto a la dejadez, a la depresión, al que le den a todo por el culo, Juego de Tronos incluido. 

    Así que tengo que decir, para empezar, que el final del embrollo ha sido visualmente impecable, pero narrativamente infumable. Dentro de unos años nos quedarán las imágenes, poderosas, pero no el relato, descosido. Y la belleza de algunas actrices, claro... Los que ya transitamos la primera edad de las desmemorias, cualquier verano de estos, en la terraza del bar, nos pondremos a recordar y se nos traspapelarán las genealogías, y se nos volatilizarán los argumentos. En la traca final ha habido más capricho que coherencia, más prisa que desarrollo. Pero todo esto -insisto- ya está dicho.

    Lo que me ha quedado en las escenas finales es una congoja, una pesadumbre que no tenía nada que ver con los personajes. Ninguno de sus destinos trágicos me ha conmovido, salvo los de aquellos que murieron por amor. Al fin y al cabo, Juego de Tronos ha sido la revista ¡Hola! de la Edad Media: un reportaje a todo color de las casas reales, con sus palacios y posesiones. Reyes y reinas, príncipes y princesas, consortes e infantas, que entre matanza y matanza se ponían como el Quico en sus salones ceremoniales, mientras allá fuera, en los arrabales de sus capitales, los recaudadores de impuestos sangraban al pueblo llano con el látigo o la horca. Juego de Tronos ha sido exactamente eso, el ajedrez violento de los entronables, que salvo Tyrion y los Stark han sido todos unos hijos de puta muy despreciables. Muchas veces he echado de menos a un Robespierre que plantara la guillotina en mitad de la plaza para terminar con tanta tontería en una sola mañana de trabajo...
  
    No: mi congoja ha sido personal, íntima, la conciencia súbita de que todo esto ha pasado como un rayo por mi televisor y en realidad hace ya ocho años que empezó la zarabanda. Cuando Canal + estrenó Juego de Tronos yo ni siquiera era un cuarentón, y ahora ya tengo preocupaciones propias de un señor mayor: la salud, y la soledad, y el tiempo que me queda por disfrutar… Se me ha vuelto a escurrir la vida entre los dedos, mientras veía la tele.





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Juego de Tronos. Temporada 7

🌟🌟🌟🌟

Decía un personaje de Michel Houellebecq que el envejecimiento no es una cuesta abajo progresiva, tendida como una carretera que desciende el puerto de montaña. La decadencia del cuerpo se produce a saltos, por escalones, de tal modo que una noche te sientes todavía joven, vigoroso, y a la mañana siguiente, tres horas de mal sueño han sumado de sopetón cinco años a tu rostro: surcos que ya formarán parte perenne del paisaje, canas bien arraigadas, baldíos donde ya nunca crecerá la hierba… Como si una cuadrilla del ayuntamiento hubiera hecho labores nocturnas y se hubiera retirado sigilosamente antes de despertarte. Lo que ayer todavía era una juventud sostenible y madura, de pronto se ha convertido en la edad verdadera, en la fotografía no manipulada de tu realidad. La gente lo achacará a que andas de resaca, o de depresión, o muy mal follado por los garitos, una mala racha que tarde o temprano habrás de remontar. Pero se trata, simplemente, de la edad, la que ya te tocaba cumplir pero habías esquivado con mucha suerte en los últimos cumpleaños, todavía instalado en un tiempo de vida engañoso y horizontal.


    Yo mismo, para corroborar tal teoría, cumplí siete años de golpe en mi último aniversario, y casi me parto los morros al bajar el escalón.  Lo del cuerpo me da un poco igual, porque siempre he tenido una relación muy distante con él, como si no me perteneciera, una pura carcasa que desempeña las funciones básicas del sobrevivir y el humilde gozar. Pero los agujeros de la memoria me dejan mustio, preocupado, viejo de verdad. Ha llegado el tiempo de olvidar las cosas que uno convoca, y de recordar las que llegan sin avisar. Se me ha jubilado la eficiente secretaria que organizaba todo eso, y ahora entra cualquiera por la puerta de mi despacho, y son muchos los que desatienden mis llamadas. Anuncian el estreno de la última temporada de Juego de Tronos y tengo que ver otra vez los siete episodios de la penúltima tacada, porque ya no sé ni dónde estoy, ni por dónde anda ningún personaje. Lo que hace un año era interés mayúsculo y atención reconcentrada, se ha quedada en nada, en cuatro jirones de personajes desdibujados, y de dragones que surcaban el aire. 




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Juego de Tronos. Temporada 6

🌟🌟🌟🌟

Termina la sexta temporada de Juego de Tronos y hay que reconocer, finalmente, que la espera mereció la pena. Los ocho bostezos primeros, con sus personajes y personajas que daban vueltas sobre sí mismos como tontos de remate, o como vacas sin cencerro, han desembocado en el mar impetuoso de los dos últimos episodios, con mucho muerto, mucha venganza, mucha mirada asesina y algún pestañeo lúbrico del amor. Eso sí: nos han vuelto a dejar sin desnudos, estos guionistas arrepentidos ante el Septón Supremo que juraron no propagar la indecencia entre los espectadores. Pero nos han regalado, a cambio, para compensar los estremecimientos corporales, unos cliffhangers de malvados sonrientes y buenos acojonados que nos han puesto los dientes muy largos.


    Los seriéfilos somos mucho de exagerar, de hacer literatura en los foros y montar bullas con los amigos. El marasmo de nuestras vidas civiles, tan aburridas y sentenciadas, se torna pasión cuando aposentamos el culo y nos convertimos en habitantes de los Siete Reinos, o del continente de Essos, y participamos de los acontecimientos como si nos fuera el destino en ello. Hemos llegado al punto de que nos importa más el Trono de Hierro que nuestra Monarquía Constitucional. Tan ilusorios se han vuelto los Borbones como los Targaryen, los carlistas como los Baratheon, y puestos a ejercer de plebe, preferimos, sin duda, soñar con repúblicas imposibles al otro lado del televisor, que es mucho más entretenido y más justiciero. Las reinas, además, con la notable excepción de la nuestra, suelen ser más jóvenes, y estar más guapas, y uno casi les perdona su arrogancia de sangre azul.

    Es por eso, porque vivimos más allí que aquí, más virtuales que reales, más pendientes de la próxima Mano del Rey que del nuevo presidente del gobierno, que nos habíamos enfadado mucho con la sexta temporada de la serie, tan pasiva al principio, tan dubitativa, tan inconcreta como la vida misma de la que huimos. Pero ya ha terminado el tiempo de luto, el paréntesis de frustración, y el invierno ha llegado para quedarse. Ya era hora. Entre que hace un frío del copón y que el trono vuelve a ser ilegítimo, los aspirantes, para no quedarse congelados, han vuelto a convocar a sus ejércitos y a sobornar a sus traidores, y dentro de un año la cosa pinta que va a estallar en una guerra definitiva, tan agónica y dramática que ya casi no nos importará que Daenerys Targaryen siga saliendo revestida y recatada. Ay. 



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Juego de Tronos. Temporada 5

🌟🌟🌟🌟

He tardado un mes y medio en ver las cinco temporadas completas de Juego de Tronos. Cuatro en compras legales y carísimas, y la quinta, la última, que todavía no está disponible en los Grandes Almacenes, en una razzia bucanera de mi loca impaciencia. Me cansé, finalmente, de que las amistades se cansaran de mí, por no poder hablar en mi presencia de los muertos y los vivos, de las teorías y los chismes. Mientras yo les acompañaba en la barra del bar o en la mesa de la terraza, ellos, los amigos, mordiéndose la lengua, cagándose en mi body, callaban los altos secretos de George R. R. Martin y los guionistas, y se conjuraban con señas para citarse después, en un local clandestino, donde los cretinos como yo, que iban retrasados con los capítulos y siempre chistaban al oír un amago de spoiler, no pudieran encontrarlos. Ahora, gracias a la delincuencia de los piratas, ya vivo en paz con mis semejantes, y me siento depositario de los arcanos, y opinante con criterio de la situación convulsa en los Siete Reinos.

      Ahora que los políticos patrios andan de vacaciones, y que en las tertulias de la tele sólo se desgañitan los becarios y los meritorios -qué buenas están, por cierto, todas las Lannisters del PP- el tema candente de la actualidad política es sin duda el Trono de Hierro de Madrid, con su inestabilidad dinástica, su dependencia financiera, su concordato firmado con el Gorrión Supremo. Los Siete Reinos están viviendo su propia Transición, y Victoria Pregus, de los Pregus de toda la vida, casa pobretona pero señorial en las cercanías de Altojardín, ya va por el quinto volumen polvoriento escrito a pluma y a tinta Ella es muy de los Borbons, gran familia nobiliaria que aún no han salido en la serie, pero que promete grandes tragedias y grandes risas en la próxima temporada. Tienen como enseña un mentón protuberante, y como lema, "la campechanía en la agonía".


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Juego de Tronos. Temporada 4

🌟🌟🌟

Mira que mueren, a puñados, los personajes de Juego de Tronos, pero deberían morir muchos más. A cientos, y no a decenas, como soldados en una gran batalla. Como mendigos hambrientos en las calles de Desembarco del Rey. Los secundarios de Juego de Tronos se reproducen al ritmo de una infección bacteriana que amenaza con cargarse el cuerpo muy sano de esta intriga sin igual. Por cada personaje que la palma de un espadazo o de una caída al vacío, surgen tres nuevos que ocupan su lugar para soltar su confesión de marras, su soliloquio sin trascendencia. Su trauma personal, que nos despista de los centros neurálgicos de la trama, de los nudos gordianos que últimamente se han reducido a sólo cuatro: las hostias en el Muro, las magias en Rocadragón, los Lannister en la capital y la inconcebible belleza de Daenerys Targaryen liberando esclavos en el otro continente. Lo demás empieza a ser reiterativo, superfluo, minutaje prescindible que uno -lo confieso- ya ha empezado a saltarse con la tecla de avance, sin mayor menoscabo para la comprensión del enredo, o para el sentimiento de culpa, que ya no pincha ni muerde.

             Después de haber visto las primeras temporadas, uno no pensaba que tal cosa fuera a suceder en esta serie que nació tan contenida y redonda. Entre reyes y reinas, amantes y bastardos, consejeros de postín y putas de tronío, Juego de Tronos ya tenía un elenco más que suficiente para rellenar horas y horas de jugosos diálogos y sorpresivas traiciones. Pero algo ocurrió en la sala de los guionistas, o en el despacho de los productores, que dio al traste con esta minimalista intención. Me temo que han encontrado una gallina que pone huevos de oro y  quieren mantenerla viva alimentándola con cualquier cosa, para que dure temporadas y temporadas de soporífero culebrón. 

    Que los dioses, ay, no lo permitan. Que los secundarios figuren, den sus réplicas, pongan color al paisaje humano y nada más. Que no nos cuenten su triste vida, su trágico origen, sus estúpidos sueños de riqueza. Que cierren la puta boca y se limiten a matar con eficacia, a servir con prontitud, a follar con esmero. Aquí, y sólo aquí, en el mundo ficticio de los Siete Reinos, que nos dejen tranquilos a los aristócratas.



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Juego de Tronos.Temporada 3

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Menos mal que después de la primera temporada de Juego de Tronos, llevado por el entusiasmo de haber encontrado una familia donde ser adoptado, no fui, finalmente, al Registro Civil a cambiarme estos dos apellidos sin lustre y sin futuro, Rodríguez y Martínez, por el mucho más lustroso y promisorio de Stark, como hizo Homer Simpson cuando renegó de sus ancestros para rebautizarse como Max Power y entrar así, aunque fuera un paso efímero, en el mundo de la aclamación artística y el acercamiento de las gachíes. Stark era, y es, un apellido cojonudo, la verdad, porque tiene la fonética impetuosa de lo anglosajón, la brevedad eficiente de los bárbaros, la grandiosidad honorable de los Guardianes del Norte. Ese Norte de la ficción que tanto se parece al Norte ya reseco de mi infancia, donde antes del cambio climático siempre hacía frío, y nevaba, y uno paseaba protegido por un manto amoroso de nubes. Aunque el primo de Rajoy grazne como un cuervo de un solo ojo.

           Hace un mes escaso que quise ser un Stark, sí, Álvaro Stark, que suena muy bien si me lo permiten, como Watling, Leonor Watling, que además de ser una mujer bellísima también suena como una mujer sin par, medio de Madrid y medio de Inglaterra, como yo iba a ser medio de León y medio de Invernalia. Pero me pudo la pereza del sofá, el ridículo presentido ante el funcionario, y fui aplazando mi apostasía hasta que la Boda Roja me puso sobre alerta. Quizá no era tan buena idea, después de todo, apellidarse Stark, una genealogía que de pronto parecía maldita, marchita, barrida por los gélidos vientos del Invierno que llegaba. Tal vez me atropellara un coche al salir del Registro Civil, o un loco me acuchillara en mitad de la acera. Siendo un Rodríguez Martínez sin abolengo y sin alcurnia, corriente y moliente, iba a vivir mucho peor, pero mucho más tranquilo y seguro, eso fijo.



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Juego de Tronos. Temporada 2

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Y concluye, ante mis ojos atónitos, ante mi estupor de habitante de Invernalia, la segunda temporada de Juego de Tronos, que esto es un no parar, y un gozoso y sangriento sinvivir. 

Cuando hace tres semanas uno se embarcó en este viaje, pensaba intercalar películas entre los episodios, series entre las temporadas, paréntesis que dieran de comer a este diario y me permitieran descansar de los árboles genealógicos. Pero una vez que haces pie en la tierra de los Siete Reinos ya no puedes escapar. Los universos paralelos de las otras ficciones carecen de pronto de todo interés, y se vuelven aplazables y secundarios. Termina un episodio de Juego de Tronos, a las once de la noche, y tienes que poner otro inmediatamente si quieres llegar a las doce sin comerte la uñas, sin devanarte los sesos. Sin pasearte como un orate por la habitación. Son demasiadas incertidumbres que luego no te dejan conciliar el sueño. Que se infiltrarían en los onirismos para hacerme dar mil vueltas sobre el colchón resudado. ¿Quién morirá, quién se desnudará, quién perderá la chaveta o recobrará la cordura? ¿Quién soltará la frase más jugosa, la filosofía más lúcida, la ironía más inteligente? ¿Quién es, espejito espejito, la mujer más bella de este reino? ¿Cersei, la malvada; Ygritte, la salvaje; Sansa, la doncella; Daenerys, la dragona; Melisandre (mi preferida), la bruja, Margaery, la predilecta? Ay, de mi intelecto, y de mi corazón, que no conocen un minuto de tregua desde que aquellos tres pardillos de la Guardia de la Noche salieron de reconocimiento, al inicio del invierno...




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