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La cortina de humo

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Ahora que estamos en guerra contra Rusia -estamos en la OTAN, al fin y al cabo- convenía volver a ver “La cortina de humo”. En ella se explica que las guerras también se azuzan, se prefabrican... Incluso se inventan. Que intervenidas por el poder pueden convertirse en un espectáculo sin contexto, ya solo para el telediario. Un reality show con decorados naturales y víctimas destripadas que conmueve a los votantes y cambia el signo de los gobiernos.

La invasión de Ucrania no es desde luego una realidad inventada, pero conviene no hacer mucho caso de lo que cuentan los periodistas. Ya digo que somos parte interesada, aunque de momento no beligerante. (¿Enviar armas no es otro modo de beligerancia...?) Nuestros medios de comunicación están intervenidos por el gran capital, y el gran capital, ahora mismo, por unos cálculos secretos e inextricables, prefiere que Rusia sea su enemigo, y no como antes, que se acostaba con ella en las reuniones del G8 con muchas promesas de enamorados.

Para informarme de la guerra pongo el telediario de vez en cuando, leo las principales cabeceras, escucho los noticieros de la radio... Y tengo la impresión de que me cuentan sola una parte de la verdad. Y que la parte que me enseñan tampoco viene limpia del todo. En esta cadena de suministros las noticias pasan por demasiadas manos antes de llegar a mis entendederas. Hay muchos intereses en juego. En la película sólo están Robert de Niro y Dustin Hoffman haciendo de intermediarios entre la guerra inventada y el público norteamericano. Pero aquí, en la penúltima guerra europea, hay empresarios de la electricidad, inversores del petróleo, generales de la OTAN, fabricantes de armas, gobiernos nacionales, dueños de imperios televisivos... Estrategias electorales ¿Qué nos queda, al llegar a destino, de la matanza original, del bombardeo indiscriminado, del afán imperialista de Vladimir Putin? A saber. Nadie se para nunca explicar la geopolítica del asunto y eso ya es bastante sospechoso. Todo es emotivo y amigdalítico. No se trata de que opinemos, sino de “crear un estado de opinión”.





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El poder del perro

🌟🌟🌟🌟


Del agua mansa me libre Dios, que de la brava me libro yo. Lo decía mucho mi abuela cuando yo era pequeñín. Pero como era pequeñín, no terminaba de entenderla. A mí me parecía más bien al revés: que Dios, o Jesusito de mi Vida, que era niño como yo, estaban en la Torre de Vigilancia para defendernos del agua brava: de las olas gigantes, y de los ríos desbocados. Y que para el agua mansa -que era el agua de los charcos, o de los arroyos sin profundidad- bastaba con pegar un saltito o coger la mano de mamá. Hablamos de las personas, claro. Y de Benedict Cumberbatch en particular, que parece el río desbravado de esta película.

Mi abuela hablaba de los bocazas como él, de los faltones pendencieros, que a veces no son tan peligrosos como los pintan. O sí, según... Pero que aun siendo peligrosos, se les ve venir a la legua y puedes levantar las barricadas. Están ahí, enfrente, posicionados. En cambio, de los falsos que sonríen, de los sicarios que disimulan, es mucho más difícil guarecerse. Los quintacolumnistas son la gente más peligrosa que puedas imaginar. Pueden pasar por perfectos desconocidos que te cruzas al pasar, pero también pueden ser tus amigos, tus parientes, cualquiera que te siga el rollo. Tus amantes incluso. El peor enemigo puede ser quien te besa cada mañana jurándote fidelidad mientras rumia su venganza, o planea su deserción. El agua mansa...

Por otro lado, tengo que decir que me toca mucho los cojones que la Biblia se meta tanto con los perretes, yo que tengo uno, y que además estoy convencido de que ellos son los ángeles del Señor, inocentes y tontunos. Aquellos barbudos del desierto que tanta turra nos dieron con sus guerras por el agua -qué otra cosa, sino, es el relato de la Biblia- tenían a los perretes por seres sucios, inmundos, poseídos casi siempre por diablos. Yo pensaba, siguiendo a mi abuela, que lo del poder del perro hacía referencia al perro ladrador y poco mordedor. O al poco ladrador pero peligroso de cojones. Pero no: no era eso. Mecachis lo profetas. Eddie, a mi lado, asiente con su cabecita.




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Fargo. Temporada 2

🌟🌟🌟🌟🌟

Después de ver el making off de esta temporada, los temas para escribir sobre Fargo se agolpan en el primer parpadeo del cursor. Se gritan, se quitan la palabra…; se pelean por chupar cámara como tertulianos maleducados en Tele 5.

    Para el ojo profano que nunca ha visitado el universo delictivo de los hermanos Coen, Fargo es una serie de chalados que se matan entre sí a capricho, o por un puñado de dólares, con un par de policías sensatos que tratan de poner orden entre tanto salvajismo. Como monjas en una matanza de Ruanda… Pero en la cabeza de Noah Hawley -que es el hijo imposible que los hermanos Coen nunca pudieron procrear- caben Ronald Reagan y el feminismo, las minorías raciales y la posguerra de Vietnam. La preguerra de Wall Street y el final de las empresas familiares. Y el fenómeno OVNI, claro, porque estamos en 1979 y ya se han producido los encuentros en la tercera fase que dejaron turulato a Steven Spielberg, y en ese año mucha gente mira de reojo hacia el cielo por si acaso aparecieran.



    No sé qué voy a escribir sobre Fargo… “¿Cómo voy a redactar todo esto?”, se queja un policía de la serie, uno de Dakota del Norte que no sabe con cuál de los muertos empezar a escribir su informe, ni cómo hilar el resto para que un superior se crea más o menos el desaguisado. Y yo, igual de abrumado que el madero, quisiera dejar el ordenador por primera vez en mucho tiempo. Fargo es mucho lío, ahí fuera luce el sol, y tengo unas ganas terribles de salir a la calle con el perrete,  y con el iPod, a escuchar música. Pero aún no ha salido el corneta del gobierno a tocar el permiso reglamentario, y tengo que quedarme aquí, encerrado en el castillo, a cumplir con el deber de la escritura mientras el DVD de Fargo me mira desde su repisa, como preguntándose qué voy a decir finalmente sobre él.

    En el making off no se menciona nada de esto, pero creo que Fargo, en realidad, es una serie que habla sobre el caos y sobre el azar. De la petulancia de los seres humanos, que se creen dueños de su destino. No es así. La espada de Damocles pende sobre nosotros, colgada de un hilo. Y da igual a dónde huyamos, porque ahora, sustituyendo a los dioses, la espada cuelga de un dron muy moderno que nos persigue por doquier. La fatalidad puede ser una enfermedad, un rayo, un tornado, un accidente de coche... Una mujer fatal. Un hombre sin escrúpulos. Un virus asiático. Un OVNI que nos visita. Un hijo de los sioux que de pronto comprende que hay muchos crímenes impunes por devolver.



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¡Olvídate de mí!

🌟🌟🌟🌟🌟

El eterno resplandor de la mente inmaculada es uno de los sueños inalcanzados del ser humano. The eternal sunshine of the spottless mind, que dijo el poeta. El alivio de la mente sin recuerdos, de la memoria despojada de pesares. Quién tuviera, ay, acceso a su propio trastero, para quemar los rastrojos y convertirlos en humo; no volver a recordar el rostro, la voz, la nota de despedida. La sonrisa que se tornó en desplante. Para estos menesteres del olvido sólo tenemos el alcohol, que arrasa cualquier recuerdo sin distinción, como una mala quimioterapia de la uva. Y el tiempo, claro, el tiempo, que ni siquiera es un invento nuestro, y que en realidad no sabe olvidar, el muy inútil: sólo tapar, maquillar, añadir capas y capas de recuerdos sobre la herida supurante. Un tonto del culo que pone filtros de color sepia a fotografías que no sabe borrar.

      En The eternal sunshine of the spotless mind, Jim Carrey acude a la consulta del doctor Mierzwiak para que le sea extirpado, neurológicamente, de una vez para siempre, el recuerdo de Clementine, la extraña mujer con la que compartió la gran felicidad y el gran pesar. Unos electrodos rastrearán la presencia de Clementine en cada rincón de su cerebro para eliminarla imagen a imagen, conversación a conversación, hasta convertirla en una total desconocida. The eternal sunshine of the spotless mind se tradujo en España con un irrespetuoso ¡Olvídate de mí! que nos vendía una comedia loca y no una reflexión única sobre el amor y el desamor, el olvido y la memoria. Sobre el desencuentro entre hombres y mujeres que sin embargo viven abocados a entenderse. Algún imbécil patrio vio a Jim Carrey en el póster promocional y pensó: “otra majadería de chistes malos y mandíbulas desencajadas”. Diez años después todavía me encuentro a gente que me dice: “¡Hostia, sí, la vi! ¡Y lo que me reí!” ¿Reírse? ¿En ¡Olvídate de mí!? O no la han visto, y mienten, o sí la vieron, y son gilipollas perdidos. En cualquier caso, ojalá pudiera borrarlos de mi memoria. A ellos, y a otros muchos. The eternal sunshine of the spotless mind…

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María Antonieta

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La primera vez que vi María Antonieta, la película de Sofía Coppola, me llevé un cabreo monumental porque a los espectadores se nos hurtaba el final de esta gran pija que fue reina de Francia, o de esta gran reina que fue pija de Francia, lo mismo da. ¿Para qué hacer una película sobre María Antonieta si al final no se hace pedagogía de su vida? ¿Para qué meterse en estos perifollos de los cortesanos si no es con la intención de ridiculizarlos, de ponerlos a parir, de sentir la conciencia de clase bullendo en nuestra sangre?  

Diez años antes, en esa película olvidada que es Ridicule, Patrice Leconte nos había mostrado la maldad, el egoísmo, la estrechez de miras de estos personajes y personajas que sostenían el entramado del Antiguo Régimen. Frívolos, malévolos, supersticiosos, dañinos, indiferentes al sufrimiento de todo aquél que no perteneciera a su estirpe. Así era la nobleza –no muy diferente de la de ahora- que Leconte retrataba sin piedad, con estilo refinado y puñetero. Sofía Coppola, en cambio, en su película de vívidos colores y músicas del pop, se limitaba a filmar el dispendio, el privilegio, la vida disipada. Un videoclip sobre los borbones en el palacio de Versalles. No había intención crítica, ni propósito aleccionador, ni rastro de moraleja.



         Hoy que la he vuelto a ver, quizá porque me pilla de otro humor, quizá porque mis razonamientos han salido por otro lado, veleidosos y nunca congruentes, he comprendido el punto de vista de la hijísima de don Francis. ¿Quién era, después de todo, María Antonieta? Una niña alejada de la realidad que se crio en un palacio de Viena y a la que, con catorce años, envían a Francia para desposarse con el Delfín, tomando habitaciones en un palacio todavía más grande y luminoso. Una frívola educada en la frivolidad. Una manirrota enseñada en el dispendio. Una caprichosa consentida en todos sus deseos. Una reina de su tiempo que saltando de jardín en jardín jamás coincidió con un vasallo muerto de hambre, con una madre ajada de niño desnutrido. María Antonieta era una muñeca de carne y hueso preservada en sus castillos de jugar y reírse. Una pobre imbécil, o una pobre desinformada, según se mire. El primer hombre desdentado y sucio que vio en su vida lo conoció camino del cadalso, cuando ya era demasiado tarde para comprender, o para apiadarse de los menos afortunados. 



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