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Bésame, tonto

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Bésame, tonto es una película protagonizada por un marido celoso, una esposa amantísima, una prostituta de carretera y un ligón irresistible que hacía fortuna cantando en Las Vegas. Medio siglo después, Bésame, tonto, sin que nadie le haya quitado ni añadido nada -sólo una escena que en su día cortó la censura española- se ha transmutado en una película protagonizada por un marido maltratador, una esposa subyugada, una esclava del machismo y un acosador insufrible que no sabe refrenar sus instintos. Cuánto hemos cambiado... 

    Hoy nadie se atrevería a rodar una película como ésta. Ni siquiera en clave de comedia. El horno de los tiempos modernos no está para bollos, y miles de plumas afiladas -y quien dice plumas afiladas dice teclas como martillos- esperan el desliz o la sobrada para lanzarse a la yugular masculina del responsable. Muchas veces con razón, y otras -para mantener prietas las filas y las llamas en combustión- rizando los rizos inexistentes. Se ha declarado la guerra, y todos los hombres son sospechosos de patriarcado hasta que se demuestre lo contrario.

    En una línea de guión de Bésame, tonto se llega a decir que la mujer, sin un hombre que la lleve por la vida, es como un remolque sin vehículo. Un proyecto varado, sin motor propio. En fin: una barbaridad que en los tiempos modernos ya casi mueve más a la risa que a la indignación, como dicha por un borracho en plena melopea. 

    Wilder y Diamond eran dos tipos muy inteligentes, incisivos y puñeteros, pero también eran dos hijos de su época, y a veces se dejaban llevar por estos clichés de la mujer en la cocina y del hombre en la cacería. De la mujer que se realiza en el marido y del marido que se realiza en el trabajo. Luego llegó el feminismo, la mujer también quiso realizarse en el trabajo, y los empresarios, siempre tan avispados, aprovecharon para divir los trabajos en dos sueldos y los sueldos en cuatro migajas. Cuánto hemos cambiado también en eso.  Esta vez para peor.




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Vértigo

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El otro día, en la radio, para conmemorar una efeméride cinéfila de don Alfredo, preguntaban a los oyentes por su película preferida de Alfred Hitchcock. Las mujeres, como tenían opiniones diversas, unas decían que tal y otras que cual, en alegre y fructífero disentir. Pero los hombres, como puestos de acuerdo antes de comparecer, como un ejército disciplinado que desfilara coordinado ante el micrófono, respondían invariablemente que Vértigo. El locutor, sorprendido ante la unánime opinión, inquiría a los oyentes por sus razones concretas, pero nadie acertaba a explicarse del todo: "Simplemente me gusta", o "Es enigmática", o "No sabría decirlo". El programa terminó sin respuestas, pero había dejado claro que la película menos hitchcockniana de don Alfredo prevalece sobre todas las demás a este lado masculino del Misisipi.

    Después de tanto crimen, de tanto suspense, de tanta muerte en los talones y tanto pajarraco apostado en las alturas, el legado que don Alfredo dejó a las generaciones futuras es el arquetipo universal del hombre enamorado de una mujer rubia. El personaje de James Stewart, que persigue a su amada por las calles de San Francisco como el propio Hitchcock perseguía a sus actrices con el dolor presentido del rechazo, es el trasunto de todos nosotros, los espectadores que nos ponemos en su piel y entendemos perfectamente su pasmo, su idiotez, su cara de gilipollas en la contemplación arrobada de Kim Novak. Desde que el primer troglodita cayera fulminado ante la visión de una cromañón rubia que recogía agua en la fuente, o despellejaba el conejo recién cazado en el bosque, los hombres de cualquier época y de cualquier cultura hemos sufrido parecidos vértigos de enamoramiento y obsesión. Y mucho más aquí, en las proximidades del Mediterráneo, donde hasta hace poco aparecía una sueca despistada, o una americana aventurera, y se declaraban tres días de fiesta oficial en el pueblo, y tañían las campanas, y reventaban los cohetes en el cielo. 

James Stewart, en Vértigo, sólo es la versión estilizada, anglosajona, de metro noventa y pico y ojos azules, de aquel Alfredo Landa que se llevaba sofocones de deseo en nuestras playas del desarrollismo.


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