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El viejo roble

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Dicen -o lo ha dicho él mismo- que ésta es la última película de Ken Loach. Así que se nos va el viejo guerrillero. La clase obrera británica se queda sin su único diputado: el honoris causa. Ya no tenían a nadie en el Parlamento para defender sus intereses -como no lo tenemos nosotros en las cortes de Madrid- pero al menos, con Ken Loach, ellos tenían un cineasta peleón que mostraba sus miserias y proponía sus soluciones. De hecho, gracias a Ken Loach, aquí conocíamos mejor los barrios deprimidos de Newcastle que los barrios chungos de Albacete.

Ahora ya ni eso. Vendrán otros cineastas, supongo, a coger su relevo, pero tardaremos mucho en descubrirlos. O quizá ya ni les dejen rodar, a fuerza de no financiarles. Y si ruedan, gracias al crowdfunding, o al atraco nocturno del tren de Glasgow, les proscribirán, les cerrarán los mercados, les señalarán como a rojos muy peligrosos. No creo que los fachas que ahora gobiernan Movistar + -por poner un ejemplo- toleren semejante propaganda comunista. El nuevo Ken Loach puede que haya muerto antes de nacer. 

Al viejo combatiente le retira la edad, pero también la indiferencia de la gente. Lo que cuenta ya no le importa a nadie. A los ricos se la pela y a los pobres se la bufa. Los pobres ya no quieren remedios para salir de la pobreza: quieren ser ricos directamente. Si los pobres ficticios de Ken Loach aspiran a alcanzar la clase media en un Estado del Bienestar, los pobres reales votan al PP y a cosas peores porque piensan que así les lloverá del cielo el yate, el Rólex, el club de golf compartiendo puro con el alcalde. 

Ken Loach se mata por la clase obrera, pero la clase obrera ya no merece sus matamientos. Nos hemos convertido, mayormente, en gentuza. Yo, aunque funcionario, también soy clase obrera porque mi padre lo fue, así que me conozco el percal. Ahora lo que se estila es votar al facherío para que el moro que vino de Siria -como estos pobres de la película- no pase por delante en la consulta del médico. Yo tenía a las 9 y cuarto y este hijo puta a las 9. Es intolerable. ¿Qué pasa, que en Damasco no atienden en urgencias..? 

Y así todo. Ya digo: escoria. Si el abuelo Karl levantara la cabeza...





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El espíritu del 45

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En 1945, al terminar la II Guerra Mundial, los británicos le perdieron el miedo a la muerte. Los que se quedaron en casa habían sufrido cinco años de bombardeos, y los que pelearon en el frente habían visto pasar las balas muy cerca del corazón. Unos y otros quedaron curados de espanto. Una vez recobrada la paz, decidieron que ya nada ni nadie les iba a privar de vivir una buena vida. Entre las ruinas de las ciudades derruidas, votaron al Partido Laborista y se olvidaron durante unos cuantos años del gran héroe de la guerra, Winston Churchill, que con sus méritos y con sus grandes frases seguía siendo un burgués muy proclive a los ricos y los poderosos. Las clases medias y trabajadoras decidieron montar una sociedad nueva, igualitaria, de riquezas repartidas y derechos sociales garantizados. Un socialismo estatal que regulaba los excesos de la economía capitalista. Ningún lord se atrevió a sacar al ejército a la calle, ni a manipular las urnas electorales. El populacho venía de pelear en una guerra y caminaba soliviantado y enardecido. Los mineros, los obreros, los ferroviarios, los estibadores, todos  habían aprendido a combatir y a organizarse. Tampoco eran, además, unos rojos que pretendiesen expropiar sus mansiones y sodomizar a los sacerdotes anglicanos. Sólo pedían una vivienda digna, una sanidad universal, una escolaridad decente para sus hijos.

    En el plazo de muy pocos años, para construir este  Estado del Bienestar, los británicos nacionalizaron los recursos energéticos, las redes de transporte, los servicios postales. Crearon un Ministerio de la Vivienda y un Sistema Nacional de Salud. De la noche a la mañana dejaron de ser Oliver Twist y se volvieron ciudadanos dignos. Con las necesidades más elementales cubiertas por el Estado, le dedicaron más tiempo al ocio, al amor, al mero placer de vivir. El sueño duró treinta años. Las generaciones que no vivieron la guerra ni conocieron el hambre no supieron valorar el esfuerzo de sus padres, y llegaron a pensar que el bienestar era una cosa que se daba por supuesta, que venía de serie en las disposiciones de la vida. Que los ricos ya se habían rendido a la evidencia irrebatible de una sociedad más justa. Se equivocaron de half a half, claro. Engañados por los fantasmas del comunismo y del despilfarro, muchos incautos y muchos mamones votaron a Margaret Thatcher en el año 79, y firmaron el acta de defunción de aquellos buenos tiempos. 

    Maggie era el bulldog de las clases pudientes, la espada flamígera de su venganza contra los pobres. Los plebeyos llevaban treinta años jugando en el jardín y ya era hora de que alguien les pateara el culo y les dijera cuatro cosas bien dichas: que eran unos vagos, unos alcohólicos, unos piojosos, unos delincuentes. Nada más llegar al poder, Maggie sacó las tijeras del costurero y se puso a recortar como una loca. Invitó a varios neoliberales a jugar una gran partida de Monopoly y en un par de tardes se repartieron todos los servicios que prestaba el Estado. Para enriquecerse a costa de la chusma, todo lo volvieron más caro y de peor calidad. Maggie, designada por las urnas, se partía el culo de risa en el número 10 de Downing Street. Las carcajadas podían escucharse desde el otro lado del río Támesis.

    Esto es, más o menos, lo que viene a contar Ken Loach en su documental "El espíritu del 45". Imprescindible. Impagable. Dan ganas de llorar, y de liarse a hostias -dialécticas, por supuesto- con unos cuantos que yo me sé.





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Sorry we missed you

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Las películas de Ken Loach y Paul Laverty son siempre la misma: un obrero británico monta un circo para sobrevivir, se cree libre de la necesidad, lo celebra con unas pintas en el pub y con un polvo con la señora, y de pronto, hacia la mitad del metraje, como si una bruma siniestra se levantara del Támesis -o del río que sea- le empiezan a crecer los enanos, le cogen gripe los leones y una tormenta imprevisible le derrumba la carpa que en verdad sostenían cuatro palos raquíticos. La eterna fatalidad del pobre, porque la pobreza engendra precariedad, y la precariedad, mala suerte, y la mala suerte más pobreza todavía… Lo explicaba el maestro Yoda en su juventud marxista, en la Facultad de Ciencias Políticas de Coruscant, antes de que el Consejo Jedi le llamara al orden y le obligara a cortarse la coleta.



    Las películas de Ken Loach y Paul Laverty se repiten, sí, como el ajo de nuestro aliento, tan proletario y tan significativo, y dentro de unos pocos años ya las confundiremos todas, y serán una sola película dentro de nuestra filmografía sentimental. Sorry we missed you es tan aburrida, tan didáctica y tan necesaria como todas las demás. Hay que verla del mismo modo que el católico acude a misa, o que el hincha se sienta en la grada para ver al equipo de su pueblo. Da igual que uno sepa por anticipado lo que va a suceder, y que tenga asumido que tarde o temprano asomará el bostezo, el fastidio, el pensamiento paralelo que desatiende al pobre que se lamenta, al cura que perora o al futbolista que envía un patadón a la grada. Estar presente es una obligación, no un motivo de fiesta.

   Yo, al menos, necesito esta dosis de conciencia social que los doctores Loach y Laverty me inyectan cada dos años como quien se vacuna del pasotismo y la conformidad. Soy un privilegiado laboral, vivo rodeado de privilegiados laborales, y sólo en contadas ocasiones compadreo con gente que lo está pasando mal, mal de cojones, y que te cuenta historias parecidas a esta del desgraciado Ricky Turner, al que una empresa de reparto le tiene 14 horas diarias en danza, seis días a la semana, con los derechos laborales hechos papel higiénico con el que su supervisor inmediato se limpia el culo. Y el supervisor del supervisor… Sí: necesito las películas de Ken Loach y Paul Laverty para recordar que hace 150 años hubo mucha gente que murió peleando por conseguir la jornada laboral de ocho horas, las vacaciones pagadas, el salario mínimo decente… Y que ahora, fuera del mundo de los afortunados como yo, todo eso sólo son lecciones de Historia en los libros del Bachillerato. Y dentro de nada, cuando nos gobiernen los que ya sabemos, ni siquiera eso.



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Buscando a Eric

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Quizá yo también necesite un futbolista imaginario que camine a mi lado para escuchar mis congojas y revitalizar mi ego malparado: "yo lo valgo, soy la hostia, me lo merezco -como Michel metiendo su hat-trick contra Corea del Sur-" y autoengaños así que restauren mi paz y mi equilibrio. Yo también necesito un futbolista que me inspire, que me susurre pequeños trucos. Un muerto, o un holograma viviente, en mi locura definitiva. Ninguno va a venir en carne y hueso a hacerme el coaching pudiendo estar con su señora espectacular en las Maldivas, o de cancaneo en Miami, o en Ibiza, que es donde seguramente estaba Eric Cantona mientras su cuerpo astral salvaba el orgullo y quizás la vida de este pobre cartero retratado por Ken Loach.

    Busco en mis recuerdos a un futbolista carismático, legendario en mis adentros, que me sirva de holograma, pero descubro que en realidad nunca he admirado a ninguno más allá de sus proezas con el balón, o de sus respuestas sabias ingeniosas –rara avis- a las preguntas idiotas de los periodistas. Yo, como todo hijo de vecino, coleccionaba cromos, láminas, revistas del asunto, pero nunca tuve el póster de un futbolista adornando mi habitación. O no uno, al menos, como ése gigantesco de la película, a tamaño natural, de Eric Cantona con la casaca del United y las solapas negras subidas, en la habitación del cartero ya casi cincuentón.

    He tenido alineaciones del Real Madrid, muchas, de cuando las cinco ligas consecutivas, o de las primeras Copas de Europa de esta nueva remesa triunfal. Me va más lo coral, la labor en equipo. Sí tuve -ahora lo recuerdo- una pequeña lámina de Emilio Butragueño celebrando con gesto modesto, con la mano apenas levantada, uno de sus cuatro goles a Dinamarca en el Mundíal del 86, en Querétaro, en el estadio de La Corregidora, un pequeño homenaje al 7 del Madrid y una tocadura de cojones dedicada a mi padre, que bramaba antiespañolismos y antimadridismos muy de la lucha antifranquista cada vez que el Buitre sobrevolaba con éxito el área de los vikingos. 

    Pienso en él, en Emilio Butragueño, como posible terapeuta de mis desgracias, como posible guía de mis laberintos, pero no termino de creérmelo del todo. Yo necesito un Eric Cantona exigente, bravío, que me dé golpes en el pecho y sopapos en la cara, si fuera menester. Y yo no veo a don Emilio en tal tesitura. Yo necesitaba a un Fernando Redondo, a un Uli Stielike, a un José Antonio Camacho, tipos rudos que dieron y recibieron patadas a troche y moche. Especialistas del cuerpo a cuerpo, bragados en la  vida. A un Juan Gómez Juanito, que quedaría de puta madre en mi película, de fantasma consejero, con el gracejo andaluz y la mala follá, y las mil anécdotas que contar. Qué pena que se nos fue, en aquella puta madrugada. Illa, illa, illa…





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Yo, Daniel Blake

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El proletariado británico lleva años sufriendo una campaña de difamación en los medios de comunicación. Concretamente desde que Margaret Thatcher decidió que la fiesta se había terminado, y que ya estaba bien de que los trabajadores cobraran sueldos decentes, y luego se echaran a la bartola los fines de semana. Panda de vagos y de vividores... 

    Todo esto lo explica muy bien el periodista Owen Jones en su libro La demonización de la clase obrera. Cada pillastre que cobra irregularmente un subsidio de desempleo, o una pensión por incapacidad laboral, es aireado en la prensa como la enésima confirmación de que todo trabajador esconde en su interior a un pícaro del Siglo de Oro. Y claro, el votante medio se solivianta, y los ancianos conservadores refunfuñan, y los imbéciles toman la excepción por la regla, y cada vez que llegan las elecciones gana un partido político que propone más recortes sociales y darle más estopa al precariado. Que se jodan los parados, como gritó Andrea Fabra en un parlamento que no era precisamente el británico.

    Es por eso que cuando el pobre Daniel Blake, el carpintero sexagenario, se presenta en las oficinas de empleo a buscar un trabajo, o se planta en los negociados de la seguridad social a que le reconozcan su incapacidad, los funcionarios le vuelven loco y le ponen mil trabas burocráticas. O le obligan a cumplir los trámites por internet para no verle más la jeta y no tener que pasar por el mal trago de denegárselo todo "in person". 
    
    El sistema no es caótico, ni kafkiano, como pudiera pensarse en una primera lectura. Daniel Blake no es un Josef K. perdido en los vericuetos británicos del siglo XXI. El sistema está perfectamente diseñado para disuadir al solicitante: para aburrirlo, marearlo, desesperarlo en su empeño. Conseguir que el Estado se ahorre unos buenos dineros que luego gastará en cualquier otra gilipollez. En cualquier cosa menos en ayudar a estos jetas que se aprovechan del contribuyente. Pero estos jetas, como bien explica Owen Jones en su libro, sólo se llevan el chocolate del loro. Las migajas del presupuesto. Pero qué bien les vienen, a los gobernantes, para demonizar a todos los  currantes sin recursos. A los obreros honrados como Daniel Blake. 



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Don Erre que erre

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La rocambolesca aventura de Don Erre que erre es de todos los cinéfilos conocida: Rodrigo Quesada, que es un abuelete obsesionado con las normativas y los reglamentos, acude al banco para cobrar 257 pesetas que le deben unos clientes. Pero justo en el momento de echar la zarpa a los dineros, que ya están depositados en la ventanilla, aparecen unos atracadores que los requisan para sumarlos a la saca general. El Banco Universal, que así se llama la ficticia entidad, cree haber cumplido con su deber de pagador, pero el señor Rodrigo, que es un Quijote de las causas perdidas, emprenderá una causa legal, y periodística, contra los molinos que en este caso no son gigantes carnívoros, sino tiburones de las finanzas que solventan sus problemas mientras van de cacería y reparten las perdices abatidas. Muy franquista todo, de españolada de los años setenta, si no fuera porque los banqueros de ahora son los hijísimos y los nietísimos de los mismos árboles genealógicos.



    El director de la película es José Luis Sáenz de Heredia, el hagiógrafo entusiasta de Franco, ese hombre, y en los calendarios del atrezo reza el año 1970. No hay confusión posible respecto al contexto ideológico de la película. Ya estaban permitidas las suecas en bikini, los tipos que arrimaban cebolleta, las madres solteras que no eran apedreadas por sus vecinas. Pero una cosa era la liberación de las costumbres, que era un viento difícil de esquivar, y otra, muy diferente, permitir la crítica directa contra los prebostes del régimen. Y aquí, en Don Erre que erre, durante una hora inicial que parece una película de Ken Loach, un españolito de a pie decide cargar contra los banqueros que financian los planes del franquismo, verdaderos malos malísimos de la función. Adónde vamos a llegar, piensa uno en su sofá, que no recordaba esta carga de profundidad, esta desatención mayúscula de los censores de la época. Hasta que llega, claro está, la explicación que todo lo justifica: el Banco Universal no tiene su dirección general en España, sino en París, la capital de Gabacholandia. Tierra de impíos, y de revolucionarios, que un día se atrevieron a invadir nuestro suelo para vejar a las Vírgenes y reírse del Santísimo. Y escaldados que salieron, gracias a Curro Jiménez, y a la oración incesante de nuestros sacerdotes. La cruzada legalista de don Rodrigo Quesada tenía, finalmente, un objetivo ultrapirenaico. Quién había dudado de la integridad moral de nuestros financieros. Quién había alimentado tamaña infamia, tamaña osadía. Viva Franco, mientras viva, y arriba España. 



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El olivo

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Las mujeres que entran en este blog -la mayoría de ellas por casualidad, o por curiosidad malsana- no dejan ningún comentario porque son muy educadas, o porque la indignación enreda sus dedos, pero yo sé que salen decepcionadas al ver que aquí se habla mucho de directores y muy poco de directoras. Y tienen razón, mis visitantas. El cine dirigido por mujeres, que ya es escaso en las pantallas, es todavía más escaso en estos escritos míos, que encuentran mayor complacencia en las películas donde un hombre se pone tras la cámara. Yo, lo confieso, me siento más cómodo con la visión masculina de la realidad, quizá porque soy hombre y padezco las mismas miopías oculares y las mismas estrecheces mentales. No soy yo, que diría Homer Simpson, sino el metabolismo de mi testosterona.

    Una de ellas es Sofía Coppola, la hija de don Francisco, que tiene una extraña habilidad para mezclar el clasicismo de su padre con el rollo acelerado de la modernidad. La otra, que es producto nacional, autora de grandes películas en el pasado, es Icíar Bollaín, una mujer tan inteligente y chisposa que da gusto escucharla o leerla cuando le hacen una entrevista. Cuando Icíar habla sobre cine, o cuando diserta sobre la vida, uno siente que esta mujer tiene las cosas muy claras, y muy correctas, y experimenta una envidia malsana por Paul Laverty, su compañero sentimental, que es un rojo peligroso que se ganaba la vida escribiendo guiones para Ken Loach, y que ahora también los escribe para la madre de sus retoños.

   Laverty es un tipo inteligente que ha comprendido que la guerra está perdida; que la izquierda ha sido derrotada en las decisiones importantes y que a los bolcheviques ya sólo nos queda la satisfacción de ganar alguna batalla simbólica, alguna reyerta sin importancia, como ésta que nos cuentan en El olivo, que casi no es victoria ni es ná. Un consuelo para tres pobres desgraciados, como mucho. Lo que no acabo de entender es que este matrimonio tan preclaro y combativo, que debería firmar obras maestras del cine protestante, se haya conformado con una película tan bienintencionada como blandengue. El olivo es ñoña, obvia, de una poesía muy cursi y desgastada. Un simbolismo ecologista de tercer curso de Primaria. Muy poca cosa, viniendo de quien venía.



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Jimmy's Hall

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En Irlanda, en los años 30, James Gralton es un comunista peligroso que acaba de regresar de su exilio en Nueva York. Allí ha participado en varias movidas sindicalistas, en varias protestas de trabajadores explotados, pero los años, y el cansancio, y la derrota continua del izquierdismo militante, han ido minando sus energías. Ahora, de vuelta en la verde Erín, sólo quiere dedicarse a su granja, a sus amigos, a disfrutar de las pequeñas cosas. Como Sean Thornton en El hombre tranquilo, ya solo quiere casarse con una pelirroja de fuegos uterinos y vivir feliz en una cabaña algo alejada de la aldea, donde no lleguen los gritos nocturnos de pasión.

            El problema de James Gralton -Jimmy para los amigos- es que su amada es más rubia que otra cosa, y no tiene ni punto de comparación con Maureen O’Hara. Además, porque la espera se le hizo larga y tediosa, ya vive casada con un mostrenco del terruño. Sin casa de putas donde desfogar su libido, porque la aldea vive bajo la puntillosa vigilancia de su señor cura y de su señor fascista –que visitan de incógnito a las prostitutas de Belfast-, Jimmy, cumpliendo la sublimación de los instintos que enseñara Sigmund Freud, volverá a las andadas del comunismo. O sea, lo normal en un revolucionario: por las mañanas, antes de desayunar, recibirá al demonio en sus aposentos; más tarde, con el primer picor de huevos, violará a dos monjas que pasaban por allí; después de comer quemará una iglesia y un convento para no perder la práctica revolucionaria; y al final del día, después de haber cumplido con su agenda laboral, regentará el Jimmy’s Hall que sirve de título a esta película, una especie de Institución Libre de Enseñanza donde las buenas gentes del pueblo, cansadas ya de leer las cartas de San Pablo a los Tesalonicenses, se juntarán a leer poesía, a discutir de filosofía, a practicar la bricomanía y el arte del bordado. Y lo más importante de todo: a bailar el jazz, esa música de “lúbricos cimbreos” que Jimmy, el muy cerdo, el muy rojo, se ha traído de Nueva York importada en una gramola.

          Esto es, grosso modo, sin desvelar spoilers que además son hechos muy reales y muy dolientes, Jimmy’s Hall, la última película de Ken Loach. Su enésima denuncia del poder de los caciques, de la represión de la Iglesia. Sus películas –hay que confesarlo- se han vuelto tediosas y previsibles, pero uno las sigue viendo porque son de sagrado cumplimiento en la agenda de cualquier ateo bolchevique. 


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Route Irish

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En Route Irish -película que toma su nombre de la carretera que une el aeropuerto de Bagdad con la capital- estos radicales británicos que son Ken Loach y Paul Laverty vienen a contarnos que la guerra de Irak fue un pretexto para que los anglosajones se forraran destruyendo infraestructuras y reconstruyéndolas después. La guerra sacrificó a millares de jóvenes soldados para aplacar la ira del dios Dinero, y convencerle de que dejara fluir los negocios con la fuerza de su poder mesopotámico. Una mentira sangrienta y chusca: eso fue la guerra en la que nuestro ex bigotudo ex presidente hizo el papel de bufón mayor de la corte, con su inglés de nivel medio y sus ingles cruzadas sobre la mesa de tomar el café. Ansar, por supuesto, no sale en la película, porque él es un personaje tan despreciativo como despreciado, y por tanto despreciable.

            Route Irish es cine que se agradece, que nunca está de más, pero que no aporta nada nuevo a los espectadores que ya entonces leíamos los periódicos. La película de Loach  transcurre plácidamente por los caminos de la denuncia, sin dejar ninguna intriga, ninguna sorpresa. Pero no por impericia, sino porque es imposible que las haya. Para reconstruir la historia y amoldarla a su gusto ya están los tertulianos de derechas en la TDT. Los malos de Route Irish ya son malos desde el inicio, y los buenos, aunque flipen con las armas, y hagan locuras causadas por el estrés postraumático, son tipos cargados de verdad y de valentía. “¡Se equivoca usted” -exclamarán indignados los lectores que ya han visto la película - “¡Al final hay una sorpresa!”. Y es cierto, pero tal campanada no desdice en nada lo expuesto en el párrafo anterior. Como decía mi abuela, lo mismo peca el que mata que el que tira de la pata.




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La parte de los ángeles

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La parte de los ángeles es una de las películas más inspiradas de este dúo dinámico de la canción protesta que son Ken Loach y Paul Laverty. En otras películas, cuando prescindían de los toques de comedia y se lanzaban directamente a la yugular del capitalismo, Loach y Laverty se revelaban como dos plastas de mucho cuidado, a los que uno aplaudía en público porque son camaradas del partido, pero a los que luego, puertas adentro, cuando la prensa de derechas se iba a ver los toros, uno echaba en cara su habilidad para dormir incluso a las ovejas. Los José Luis Garci de izquierdas, les llamábamos cariñosamente en las reuniones del politburó. 

La denuncia del capitalismo servida en crudo, sin aliñar, es una cosa muy sosa, muy didáctica, más propia de los documentales que de las películas que uno ve a las diez de la noche con la intención de no dormirse y seguir vivo. Hay que meterle humor a la propaganda, ironía, guasa, tías en pelotas si puede ser. Lo social no quita lo valiente. La parte de los ángeles es mitad denuncia del sistema y mitad aventura de este poligonero escocés que aprende en dos días a distinguir un whisky escocés de otro irlandés. Una cosa como de realismo mágico de García Márquez que asumimos sin mayor problema porque nos lo cuentan con gracia y bonhomía. La parte de los ángeles es una película de mucha enjundia que todos los rojos del mundo -¡unidos!-  ya guardamos en nuestra videoteca revolucionaria como un tesoro del cine social. 




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