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Un método peligroso

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El abuelo Sigmund, allá en su consulta de Viena, fue el primero en comprender que el sexo era el gran tema de nuestras vidas. La fuente de todos los conflictos interiores que volvían tarumbas a sus pacientes. Lo que Freud descubrió en sus mentes neuróticas debió de dejarle boquiabierto, abochornado, como un niño curioso que irrumpe en el dormitorio de sus padres mientras hacen el amor. Pero lejos de arredarse, el abuelo tiró para delante con sus teorías. Corrió el riesgo de perder el abono en la Ópera de Viena, y sólo evitó la deportación a Madagascar porque sus libros, en realidad, los leían cuatro gatos enterados del movimiento psicoanalítico, que quizá se los tomaban como un compendio de relatos eróticos, divertidos y guarros al mismo tiempo, y no como teorías sesudas sobre el légamo de nuestro alma.

    Freud metió el telescopio de Galileo por las fosas nasales y descubrió que en el laberinto del cerebro siempre había un bonobo dando paseos, aburrido, que preguntaba a todas horas por el  momento de darse un alegrón. El bonobo era el que provocaba el ruido, el conflicto que volvía locos a sus pacientes. El vecino de arriba que no paraba de dar golpes y de tocar los cojones. La gente de Viena, como la de todas las partes del mundo, sólo era feliz si daba rienda suelta a su bonobo y follaba sin parar. O si lograba amordazarlo  en un cuarto muy oscuro y sólo de vez en cuando le oía quejarse en la oscuridad. Las soluciones intermedias, no resueltas, provocaban neurosis, psicosis, trastornos sin fin... Si Darwin afirmó que éramos monos recién bajados del árbol, Freud confirmó que todos llevamos dentro, a modo de souvenir, un simio interior que protesta por pasar vestidos la mayor parte del tiempo. Un argumento que Carl G. Jung, el discípulo amado, terminó por repudiar, asqueado, porque le parecía demasiado grosero, demasiado “anti-humano”, muy poco sofisticado en términos espirituales, y prefirió irse con su bonobo por los cerros de Úbeda, como el niño Marco con Amedio, a explorar territorios místicos que explicaran la dificultad del ser humano para ser feliz.





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The imitation game

🌟🌟🌟

La realidad de mi vida y la ficción de mis películas han vuelto a cruzarse de un modo extraño. El mismo día en el que asisto a un curso sobre el síndrome de Asperger, me encuentro, por la noche, en el castillo inexpugnable de mi habitación, con otro hombre afectado por la misma discapacidad: uno muy famoso, y ya fallecido, Alan Turing, el matemático que rompió el código secreto de los alemanes en la II Guerra Mundial. El mismo tipo que desarrolló los primeros computadores en la prehistoria de la informática, allá por los años 50.


    Uno tenía muchas ganas de ver The imitation game, pues en la vida de Turing confluían la discapacidad social, la genialidad científica y la homosexualidad condenada por las leyes, todo un cóctel explosivo de trágicas consecuencias. Y el asunto del código Enigma, por supuesto, y el origen de los ordenadores, que ya te digo, y las reflexiones sobre la inteligencia artificial, que tienen su enjundia. Y el famoso Test de Turing, que inspiró la prueba que Rick Deckard pasaba a los replicantes en Blade Runner. Turing tocó todos los palos, y en todos fue pionero y visionario. Su vida fue un drama muy complejo, muy rico en matices y en circunstancias históricas, que bien encarrilado habría dado para una película memorable. Porque Cumberbatch, además, que ya interpretaba a otro Asperger de gran inteligencia en Sherlock, borda su papel a medio camino entre la lucidez y la inadaptación.  


Pero The imitation game, en incomprensible Oscar al guión adaptado, es un película rutinaria, plana, de emociones muy calculadas y previsibles. De momentazos dramáticos que hasta los más lerdos podemos anticipar y resolver, y que vienen subrayados por esa música infame que siempre ponen en estas películas, intrusiva, cursi, de ínfulas sinfónicas. Y mira que me sabe mal decir esto, por el bueno de Alexandre Desplat. The imitation game es una película prefabricada, una fórmula magistral, un campo trillado. Aún quedan treinta minutos de película cuando el código Enigma es descifrado –uy, que spoiler más tonto- y de ahí, hasta el final, sólo nos queda el marujeo de los sentimientos, la grandilocuencia de los discursos. La literatura puesta en boca de actores que declaman como si estuvieran sobre las tablas de un teatro, hablándole a la calavera de Yorick.




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Quiero ser como Beckham

🌟🌟🌟

Para celebrar el día de la raza española, Pitufo y yo, que somos españoles porque aquí nos tocó nacer, y no porque Dios nos concediera el orgullo patrio, ni la gracia rojigualda, nos damos un garbeo por la Pérfida Albión para ver una película sobre chicas que juegan al fútbol.  Él con catorce años y yo con cuarenta y uno, la combinación en una misma película de chicas y fútbol suena a gloria bendita para celebrar este viernes por la noche, este reencuentro de padre e hijo ante la presencia sagrada del Espíritu Santo, que ha dejado de ser paloma por un día y se ha transustanciado en televisor y moderna tecnología.
Quiero ser como Beckham es la predecible historia de una chica a la que sus padres, emigrantes hindúes en Londres, no dejan jugar al fútbol porque temen que su convivencia en los vestuarios le lleve a preferir las vaginas a los penes, y les arruine el fabuloso matrimonio que tarde o temprano habrán de concertar con una familia acomodada.  Entre súplicas y amenazas, lloriqueos y cabezonerías, el caso es que al final, fútbol, lo que se dice fútbol, se ve muy poco en la película, y encima mal rodado, porque esta directora llamada Gurinder Chadha se ve que no es muy aficionada al Sagrado Deporte, y filma las jugadas como si se tratara de un episodio de Oliver y Benji, con ángulos imposibles y regates de fantasía que sólo se ven en la PlayStation.

Pero si el fútbol brilla por su ausencia, las chicas, en cambio, que eran la otra pata de esta mesa peculiar, nos alegran la función y nos animan a intercambiar opiniones. A Pitufo le gusta mucho la chica hindú, quizá porque la ve bajita, modosita, más cercana a su sensibilidad de enamoradizo principiante. Yo, en cambio, que llevo más de treinta años afilando mis preferencias, me decanto por la belleza plana y algo dura de Keira Knightley. Aquí, en la flor de su juventud, Keira luce algo hombruna y angulosa, pero con su cinta en el pelo, y su top sudoroso sobre el tórax impechado, luce dos fetiches que arrastro conmigo desde la adolescencia, de cuando espiaba a las chicas de las monjas jugando al baloncesto, que eran también rubias, e impechadas, preciosas bajo sus diademas en el cabello...




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