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Un genio con dos cerebros

🌟🌟🌟🌟


Para ser un genio no hace falta tener dos cerebros. Con uno bien dotado ya basta. De hecho, todos los hombres tenemos dos cerebros y la mayoría somos idiotas perdidos. Esto se debe a que el cerebro A, que es el de la cabeza (me niego a llamarle el principal) suele entrar en contradicción con el cerebro B, que es el del perineo (me niego a llamarle secundario). Si el cerebro A (inicial de azotea) dice so, el cerebro B (inicial de bajos) dice arre, o viceversa, y tal disonancia provoca chisporroteos neuronales, conductas erráticas, imbecilidades que pueden soltarse por vía oral o a través del aparato locomotor. Sea como sea, un destino funesto. 

Las mujeres, con su único y poderoso cerebro, no saben la suerte biológica que tienen. Cuando se vuelven majaras es por otras causas, pero no por esta. Dos cerebros contrapuestos no hay macho de la especie que los aguante.

Luego, en realidad, la película no va de un genio con dos cerebros, sino de un tontolaba que se enamora de un cerebro sin cuerpo, así, mondo y lirondo, por la pura telepatía de los espíritus. El título es una cosa absurda, como toda la película en realidad. Se podría haber titulado “Opera como puedas” o algo así. Te partes el culo con Steve Martin y sus sandeces... 

Pero ojo: a veces, en las comedias más locas se habla de las cosas más profundas. Y aquí, como quien no quiere la cosa, entre chistes idiotas y ocurrencias memorables, se reflexiona casi filosóficamente sobre ese gran mito universal (falso como una peseta de madera) que es la belleza interior. El consuelo más socorrido en la Santa Hermandad de los Resignados. Yo, por ejemplo, presumo mucho de belleza interior para no decir que mi belleza exterior -que tampoco fue nunca para presentarse a un concurso- se me está yendo por el sumidero. 

Cuando el eminente doctor Hfuhruhurr se enamora de la belleza interior más pura que existe (un cerebro dentro de un frasco), no tardará mucho tiempo en buscarle un cuerpo de campeonato para insertarlo en su cráneo y disfrutar del premio doble de la lotería. El cuerpo de Kathleen Turner, por ejemplo. Nos ha jodido, el gachó. 





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Californication. Temporada 3

🌟🌟🌟🌟

California, en “Californication”, es el paraíso perdido del sexo. El mismo que florecía entre el Tigris y el Éufrates y que ahora los seres humanos han recobrado mientras Dios se despistaba. Adán y Eva, aunque en los retratos salgan idealizados como caucásicos de libro, en realidad fueron los dos últimos bonobos de nuestro árbol genealógico: la mona chita y el mono chito. Los churumbeles que engendraron ya no fueron bonobos, sino “Austrolapitecus lejanensis”, y con ellos se cerró el tiempo feliz del loco fornicar.

Como los antiguos nada sabían de la selección natural ni de la mutación del ADN (que fueron las dos grandes putadas que nos convirtieron en la tristeza que ahora somos, monos vestidos y vergonzosos), los escribas se inventaron la figura poética del ángel flamígero para explicar que la fiesta se había terminado, y que ahora ya sólo quedaba apechugar, y apechugarse entre las sombras, a escondidas de los demás. Todo por el bien de la civilización.

“Californication” es una fábula moral sobre el regreso al árbol, a los tiempos prebíblicos en los que no había Dios ni escritura. Hank Moody se mueve con su coche sin faro -y su pene sin fallo- por una fantasía que limita al oeste con el océano de las surferas, y al este con las colinas de las millonarias, todas loquitas por sus huesos. Moody copula a todas horas, de noche y de día, a diestro y siniestro, a troche y moche... Mientras el amor de su vida -la tal Karen- deshoja la margarita eterna de los cien mil pétalos, Moody va por las fiestas tarareando los versos de George Michael:

Sex is natural,

sex is good,

not everybody does it,

but everybody should.

Sex is natural, sex is fun..

"Vamos a dejarnos de hostias", vino a decir don Michael en esta canción. Y es como si esa musiquilla, como si esa letra insidiosa y provocativa, flotara sobre las cabezas de todos los personajes. También sobre a cabeza de los más feos, que algunos hay, porque esto es California, y esto es “Californication”,  y en el paraíso recuperado nadie se queda sin morder la manzana del placer. 





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El honor de los Prizzi

🌟🌟🌟🌟

Sólo quince kilómetros en línea recta separan Corleone de Prizzi, en la isla de Sicilia. Lo he mirado en Google Maps. Son los mismos, más o menos, que separan la influencia de los Corleone y los Prizzi en la ciudad de Nueva York. Como si los viejos patriarcas, don Vito y don Corrado, cuando huyeron de sus terruños, se hubieran traído la isla consigo y hubieran calcado incluso las distancias, aunque en Nueva York los límites no vengan marcados por los valles y las montañas, sino por las avenidas rectilíneas y los puentes espectaculares.

    Los Prizzi, como los Corleone, también poseen casinos en Las Vegas, acciones en los bancos, recaudadores de impuestos en los bajos fondos... Matones que liquidan a todo el que se va de la lengua o sisa más de lo permitido. Cuando el trabajo es más delicado de lo normal, de los que no pueden dejar huella o no pueden fallar a la primera, los Prizzi depositan su confianza en Charley Partanna, que es un psicópata de gatillo frío y sonrisa inalterable. Charley no lleva la sangre de los Prizzi, pero ha sido ahijado como tal, juntando los dedos índices que sangraban.

    Pero esto, por supuesto, sólo es una declaración de intenciones, antes de que vengan los negocios a incordiar. Los Partanna y los Prizzi no comparten los talantes, y eso, a la larga, será una fuente de problemas. Los Prizzi guardan un celibato casi monacal para que el pito no interfiera en el raciocinio, y sólo de vez en cuando, presumimos, echan mano de sus amantes para desfogarse los instintos. Charley Partanna, en cambio, es un pichaloca que tiene otro gatillo muy fácil dentro de los calzoncillos. Cuando conozca a Irene Walker -la rubia irresistible que lo mismo asesina para los Prizzi que les roba sus recaudaciones-, Charley perderá el oremus de sus fidelidades y ya no sabrá a qué carta quedarse.

    En “El honor de los Prizzi”, la mafia sólo es el telón de fondo de un drama más viejo que el cagar: la tragicomedia del hombre atrapado entre sus deberes y sus instintos. 




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Fuego en el cuerpo

🌟🌟🌟🌟🌟

Los hombres tenemos un cerebro independiente que vive en nuestra polla. Eso es archisabido, y lo recuerdan mucho en 1º de Biología. También enseñan que esa actividad neuronal, cuando se dispara, crea interferencias con nuestro pensamiento. El cerebro y la polla son como dos piedras que caen al agua y provocan ondas que se entrecruzan, a veces sumando esfuerzos y otras veces contrarrestándolos.

Vivir con dos cerebros es una experiencia insufrible que crea estropicios en nuestra biografía. Algo muy difícil de verbalizar cuando las mujeres, intrigadas, incapaces lógicamente de ponerse en nuestro lugar, nos preguntan por nuestra configuración interior. Por nuestro software de machos inquietos que nunca dejan de mariposear. 

Del mismo modo que nosotros no entendemos sus vaivenes emocionales, ellas no entienden nuestro diunvirato neuronal, y se rascan la cabeza incrédulas y pensativas. "No es posible", musitan, y prefieren pensar que con ese rollo solo queremos excusar nuestras contradicciones. Pero se equivocan. It's a true story.

    Nuestra polla, aunque parezca otra cosa, es la casita del bosque donde vive un antropoide que jamás evolucionó. Un primo lejano que se quedó ahí, en nuestros bajos, agazapado, de polizón biológico y tocacojones. Mientras el deseo y la conveniencia van cogidas de la mano, el hombre y el antropoide trabajan en colaboración, y es una maravilla saber que el criterio racional y la polla ensimismada han elegido la misma mujer adecuada y bellísima. Cantan los pájaros, y se estremecen las tripas, y uno piensa que así debe de ser el amor verdadero que cantan los juglares y filman los cineastas

    Pero ay, cuando el hombre dice que sí y el antropoide dice que no, o viceversa. Cuando la polla señala su deseo como una vara de zahorí y nosotros, desde arriba, intentamos convencerla de que se aleje, de que no siga. De que deponga su actitud. De que acecha el peligro en esa mujer de intenciones oscuras y ademanes de vampira. La lucha entre el hombre y su mono siempre es fiera, fratricida, y muchas veces no gana el ser más evolucionado. Sobre todo si hace mucho calor y se nos pega el fuego en el cuerpo.




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El turista accidental

🌟🌟🌟🌟🌟

El turista accidental… Casi estoy por ponérmelo de epitafio cuando llegue la hora. Porque yo no soy más que eso: un turista accidental. Un azar de la biología, un armazón de proteínas, una consciencia medio consciente de andar por el mundo. Uno que va de enterado y no se entera de nada. Siempre de paso y rascándose el cogote. Eso: un turista.

    ¿Pero qué somos todos, en realidad, sino turistas paseados en autobús que lo ven todo deprisa y corriendo, malentendiendo, o entendiendo a medias, lost in traslation perdidos, hasta que te devuelven al hotel y apagan la luz de la habitación? Los poetas se tiran mucho el rollo definiendo la vida, pero vivir, en realidad, sólo es eso, hacer turismo. Eso sí: hay viajes de mierda y experiencias de ensueño; pesadillas en alta mar y lunas de miel inolvidables. Pero todo pasa y nada queda. La vida es una excursión con fecha de salida y fecha de regreso. Y recuerdos en las fotografías.

De todos modos, “El turista accidental” no va de esto. Va de un hombre que se dedica a escribir guías de viaje para la gente que odia viajar. Gente que cuando está en el avión sueña con estar en su sofá, para compensar a todos los que sueñan con volar cuando están en su sofá. Un flujo universal y equilibrado de los deseos.

Macon, aunque ejerza de guía de los viajeros, va por la vida como casi todos, más maleta que persona, dejándose llevar por los acontecimientos. Antes de perder a su hijo quizá era un hombre más jovial y atrevido, pero uno sospecha que nadie cambia en realidad y que los azares de la vida sólo le han ido quitando y poniendo disfraces.

    Macon se divorcia. Macon no es ningún chollo. Macon es un misántropo de libro, inteligente pero distante. Todo rebota en sus ojos azules y enigmáticos. Su pachorra puede resultar molesta e incluso irritante. Pero Muriel, Muriel Pritchett, “esa extraña mujer”, ve algo en élque nadie más podría vislumbrar. Y ella no está de turismo por Baltimore: ella está de safari y sabe bien lo que quiere. Puede que esté como una regadera, pero también puede que sea una mujer maravillosa. Las dos cosas a la vez. Un viaje de descubrimiento para Macon.







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El método Kominsky. Temporada 3.

🌟🌟

En algún momento crucial que ahora no recuerdo- y que quizá me pilló buscando una Coca-Cola en el frigorífico, o haciéndole una carantoña al perrete- El metódo Kominsky pasó de ser una comedia mordaz y molona, con diálogos que a veces daban ganas de anotar en el cuaderno para presumir luego de ellos como si fueran propios, a un drama sobre los problemas de la tercera edad que no necesita ser emitido en una plataforma de pago, o ser buscado como un tesoro en los outlets de internet. Porque como esta tercera temporada de las andanzas de Mr. Kominsky hay dos o tres truños cada día en las cadenas generalistas, allí donde aún quedan huecos de programación entre los anuncios.

Es verdad que en El método Kominsky siguen saliendo Michael Douglas y Kathleen Turner haciendo como una segunda parte imposible de La guerra de los Rose, dado que los Rose, si mal no recuerdo, murieron en mitad de su proceso de divorcio, tan jodido y amoral. Pongamos, entonces, que Douglas y Turner están en la tercera parte de Tras el corazón verde, pero ya retirados de la selva, claro, jubilados de la lianas y los tantarantanes, él reducido a un soplido y ella inflada en una bocanada. Pero ni aún así, ni siquiera por los viejos tiempos, ellos -¿elles?- consiguen remontar el vuelo de las tramas, rodeados de personajes medio bobos o medio listos, a saber, planos y huecos, nada incisivos en lo que dicen, o en lo que callan, como si hicieran una serie de no sé, yo mismo, soltando vaguedades y tonterías sobre la vida, en la cola del pan.

De todos modos, tampoco descarto que mi súbito distanciamiento con El método Kominsky no sea un asunto climático, un desfallecimiento de la atención provocado por las altas temperaturas que estos días azotan la meseta. No es lo mismo ver una serie en invierno, con la mantita, la sopita, los chuzos de punta cayendo al otro lado de la ventana, que verla ahora en verano, refrito, sudando, rascándote las picaduras de los mosquitos. Tanteándote las agujetas del cuello, ahora que diez meses después te has lanzado de nuevo a la piscina, moviendo los brazos al tuntún, descoordinado, cagándote en todo, como un Moussambani cualquiera de los Juegos Olímpicos de La Lorza.




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Tras el corazón verde

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Ya sé que le he puesto tres estrellas ahí arriba, en la crítica, llevado por la nostalgia de los viejos tiempos, pero tampoco quisiera engañar al lector o a la lectora: Tras el corazón verde es más bien mala, absurda, y ha envejecido como el vinagre y no como el buen vino. Le han caído los años como costras, como lamparones en la piel, desde que mis amigos y yo la alquilábamos en el videoclub para enamorarnos de Kathleen Turner y sentir el vértigo de las persecuciones y los tiroteos. Que además tenían lugar en la selva de Sudamérica, y aquello era como volver a ver a Indiana Jones en acción, con las lianas y las serpientes, el chiste ocurrente y la rubia jamona que le acompañaba en la aventura.



    En 1984 yo todavía era un niño muy impresionable, un cinéfilo muy lejos de David Lynch o de Eric Rohmer, y cualquier majadería de persecución al estilo Equipo A me dejaba boquiabierto. Ahora, enfrentado a las viejas películas, no termino de entender aquella fascinación por la violencia que sólo era un pim, pam, pum y una exhibición idiota de las armas. Una cosa que en realidad se rodaba para los adolescentes de Oklahoma, inmersos en la cultura del rifle, del fusil automático, del voy a salir el domingo con papá a pegar unas ráfagas por el monte, y no para nosotros, los chavales de León, que el único fusil que habíamos visto en nuestra vida era el cetme de los soldados que hacían guardia en el cuartel.

    Lo único que no ha envejecido en Tras el corazón verde es el amor de este cuarentón por la belleza de Kathleen Turner, que se preservó en los fotogramas antes de que la enfermedad la retirara. Una vez conocí a una mujer encantadora que me enviaba corazones verdes para indicar que le gustaban mis comentarios y mis escritos, y eran corazones verdes muy parecidos a esta esmeralda de la película. Nunca lo entendí muy bien, la verdad, porque en internet se dice que el corazón verde es una expresión de amor por la naturaleza, o una expresión de celos entre los amantes, y en nuestro caso ni lo uno ni lo otro. Una vez se lo dije, ella me dijo que ok, que tomaba nota, y volvió a enviarme un corazón verde al final de sus palabras. Quizá soy yo el equivocado después de todo, así que nada: le dedico un corazón verde a Kathleen Turner, y a aquella mujer, por los viejos tiempos, signifique lo que signifique.

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La guerra de los Rose

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Donde ha crecido la pasión luego no puede crecer la indiferencia. En el jardín de los amantes, las flores destilan un veneno perfumado, casi imperceptible, que se filtra en la tierra con cada lluvia de primavera. Cuando las flores se marchitan, en ese campo, como en los campos que asolaban los hunos, ya nunca vuelve a crecer la hierba. Tras el paso del amor podría quedar eso: una pradera verde, insustancial, en la que no crece nada bonito pero tampoco se retuercen los espinos ni se acumulan las cenizas. Pero el veneno que fluía al mismo tiempo con el sudor y las secreciones vuelve el campo negro, improductivo, como en las tierras oscuras de Mordor. Y cuando los ex-amantes vuelven a cruzarse sólo encuentran un yermo con muchos cardos y muchas piedras para arrojarse.

    El matrimonio de los Rose se quiso tanto en los años de bienaventuranza -tan anglosajónicos ellos, tan rubios, tan atractivos- que ahora, en el toque de retirada, se odian con saña de bestias para compensarlo. La pasión ardiente se les tornó odio cejijunto. O sucede, simplemente, que el sexo disimulaba las pequeñas hogueras que se iban encendiendo cada día. Una pequeña contrariedad, una manía insoportable, un desprecio que nunca se olvidó... La vida en pareja, en definitiva. La sagrada institución del matrimonio. Al lado de ese gran sol que se encendía sobre la cama nada más llegar la noche, todos los pequeños incendios palidecían y quedaban relegados. El sexo de los Rose era una fragua de Vulcano, un alto horno de la siderurgia, y cuando un día se quedó sin carbón y terminó por apagarse, dejó tras de sí una montaña sucia de escombros. Una masa informe de reproches y cuentas pendientes. 

 Fue así como empezaron un divorcio en el que ninguno de los dos podía ganar...



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