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Madres paralelas

🌟🌟


Desde el principio había algo que fallaba estrepitosamente en “Madres paralelas”. Algo indefinido y molesto. Los espectadores movíamos mucho los dedos de los pies, y carraspeábamos como queriendo iniciar una queja de cinéfilos. Pero como no sabíamos definir lo que nos mosqueaba, al final nos quedábamos a media intención, medio mudos, o medio tosidos, según la postura. Quizá, simplemente, es que nos daba miedo criticar a Pedro Almodóvar de buenas a primeras, a quemarropa, sin concederle unos minutos de cortesía. Como si nos doliera señalar la imprevista desnudez de su nuevo emperador.

De pronto, hacia el minuto veinte, en un unísono telepático que nos sacó la risa más tonta del repertorio, giramos las cabezas, nos miramos con cara de Arquímedes gritando ¡eureka! y nos dijimos: “Hablan raro, ¿no?” Y era eso, justamente: que hablaban raro, como atrapados en un teatro para pedantes de la palabra. Como criaturas de un novelista con muy poco oído para el lenguaje coloquial, o con muchas ganas de epatar al personal. Más aún: “Madres paralelas” era un recitativo de actores y actrices que no se creían para nada el texto que declamaban.

-                      - Mejorará -nos dijimos mientras desenredábamos la mirada, pero lo cierto es que “Madres paralelas” ya nunca remontó. Al revés: se fue hundiendo más y más en un fango de frases bobas y de diálogos sin veracidad. Todo muy bien dicho, pero gélido y sin alma. Un compendio de altisonancias sin resonancias, quiero decir.

    Me acordé, de pronto, de aquella entrevista  que le hicieron a Alec Guinness cuando estaba rodando “La guerra de las galaxias” en Inglaterra. Sir Alec vino a decir que no entendía nada de las majaderías que George Lucas adjudicaba al personaje de Obi Wan – “¡Siente la Fuerza, Luke!", y cosas así- pero que él era un profesional como la copa de un pino y que se debía a sus líneas de diálogo y a las indicaciones de su director. Y así es, un poco, o un bastante, “Madres paralelas”: actores y actrices que recorren los caminos de la Fuerza Almodovareña mientras piensan dónde van a cenar cuando acaben de rodar.





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Dolor y gloria

🌟🌟🌟🌟

Entre que Antonio Banderas se conserva bastante bien -que por algo es Antonio Banderas-, y yo, Alvaro Rodríguez -que por algo soy el ciudadano anónimo- me conservo bastante mal, los doce años que separan nuestros nacimientos casi se quedan diluidos en el dibujo de nuestras caras, y cuando le veo en la primera escena de Dolor y gloria, con la barba ya casi toda blanca, y la expresión de hastío, y la quejumbre vital de su personaje que ahuyenta a los allegados, siento una inmediata y dolorosa identificación con él. Como si en las primeras escenas fueran a contarme el desvarío de mi propia vida: la parálisis del escritor y la tortura de las noches. La incertidumbre y el miedo. La amargura de saber que uno pierde el tiempo y desperdicia los regalos. La espera impaciente de los tiempos mejores... Y, sobre todo, los fogonazos cada vez más frecuentes que rememoran la infancia, esos que asaltan al personaje de Salvador Mallo cuando se adormila o cuando se empastilla, y que también me asaltan a mí desde que empezó el baile, en los paseos y en los ensueños, delatando mi edad no avanzada, pero sí avanzando sin piedad. Las magdalenas de Proust que se hornean ya casi con cualquier excusa: un olor, un nombre, una brisa de la tarde que me retrotrae a otras tardes olvidadas...



    Pero la identificación con Antonio Banderas apenas dura unos minutos: el personaje de Salvador Mallo es, claramente, un alter ego de Pedro Almodóvar, y eso, de algún modo, rompe la magia que se había creado al principio. Hay cosas que me conmueven y otras que no, en Dolor y gloria, como sucede en cualquier película donde el auteur expone su alma en el escaparate. Almodóvar es un tipo al que yo admiro sinceramente, desde los tiempos de La Movida, porque tuvo un par de huevos, agitó la coctelera, sobrevivió a los excesos, y desde el cutrerío más absoluto y la locura más sarasona fue construyéndose una filmografía que para bien y para mal, para la videoteca y para el olvido, siempre nos dará que hablar en las tertulias. Pero su vida, y mi vida, transcurrieron en dos galaxias que distan años luz, alejadas por una generación completa, por una geografía antipodal, por una rebeldía que en mi caso fue inexistente. Alejadas por la experiencia sexual, por el mundo recorrido, por el talento del artista verdadero que a él le recorre las venas y a mí siempre se me queda en el tintero, coagulado.

(Y sí: es cierto lo que dice el alter ego de Pedro Almodóvar. El amor no basta para salvar a la persona que amas).



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Entre tinieblas

🌟🌟

Siempre nos quedará el convento -el de frailes, o el de monjas- cuando las cosas ya no tengan solución. Tres comidas al día; horarios regulados; habitación individual. Un oficio en la huerta, o en la cocina, para luego venderles dulces a los turistas de lo benedictino. Tiempo para leer, para reflexionar, para dar largos paseos entre claustros y jardines. Entregarse al ora et labora mientras uno repasa su vida plagada de errores: los amores perdidos, el tiempo desperdiciado, las flaquezas propias y las incomprensiones ajenas. Recorrer otra vez el camino erróneo que al final terminaba en ninguna parte. Y en medio de esa nada, ya perdidos para siempre, sin estrella polar ni puntos cardinales, el convento.


    Y ya puestos a elegir, traspasando el velo de la realidad, un convento como el que regentan las Redentoras Humilladas de Pedro Almodóvar, que tanto saben sobre las debilidades de la carne, y sobre las penurias del espíritu. Allí, entre las tinieblas de su refugio, en el corazón mismo de la Movida Madrileña que fue la inspiración de tantos tropiezos, ellas acogen por igual a la pelandusca y a la drogadicta, a la perseguida por la justicia y a la atormentada por los fantasmas. Ellas, las Redentoras Humilladas, también le dan a la droga y al desamor, al pecado y a la fustigación. Ellas comprenden las flaquezas de cualquiera. Ellas nunca lanzarán la primera piedra. Y no exigen, además, ningún acto de fe. Ningún fervor del espíritu. Ellas mismas dudan de Dios y de lo divino, ahora que La Llamada queda tan lejana, y ya la confunden con un sueño, o con una alucinación. En el convento de Madrid se han construido una vida, una rutina para pasar los días en este valle de lágrimas. 

    Esta el sexo, sí, ese prurito que es como el diablo en el hombro, como el aldabonazo en la puerta. La llamada de la selva exterior. Sólo el sexo podría echarlo todo abajo: la paz del espíritu, y el recogimiento del alma. Y contra él combaten cada día las monjas de Almodóvar, en la eterna lucha de la sublimación: horneando tartas, cuidando tigres, bailando boleros. Escribiendo novelas de amor.



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