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Un millón en la basura

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Si yo -como José Luis López Vázquez en la película- me encontrara un millón de euros en una maleta, abandonada en una papelera, y en ella hubiera una tarjeta que señalara a Fulano de Tal y Tal, banquero de profesión, empresario en sus ratos libres, como dueño del botín extraviado, me iban a ver a mí, por las narices, en la comisaría más cercana de mi pedanía... 

Como a cualquiera de ustedes, me imagino, a poco que crean en la justicia social y en la redistribución de la riqueza. Sólo los justos recalcitrantes, los boy scouts de pacotilla, los amedrentados por el Ojo que todo lo ve, devolverían la maleta extraviada a un fulano que ha robado -legal o ilegalmente, eso es lo de menos- una cantidad de dinero semejante. No existe el dilema moral, en este caso: sólo el miedo. Dice un proverbio árabe, o un refrán de los hindúes, o si no me lo invento yo ahora mismo, que el dinero que cae del cielo, regalado por los dioses, hay que regalarlo del mismo modo a los semejantes necesitados, por aquello del karma, y del equilibrio universal. Y yo, sin duda, sin ser árabe ni hindú, procedería inmediatamente a hacer el bien en mi comunidad tras quedarme, por supuesto, con una pequeña comisión en concepto de hallazgo y gestión financiera.

    Otro gallo cantaría si en la maleta no hubiera tarjeta alguna, ni documento identificativo. El gusanillo de la conciencia del que nos hablaban en el parvulario emprendería su sorda labor de roernos las redes neuronales. Un millón de euros abandonados tienen el 99% de probabilidades de proceder del narcotráfico, o de un señor muy despistado que iba a hacer un pago en B en una trama corrupta del PP. Pero siempre cabe la posibilidad, ay, de que ese dinero sea, por ejemplo, el pago por el rescate de un ser querido, y que nosotros, sin quererlo, hayamos metido las narices, y la pata, en la papelera justo en medio de la operación. O que un trabajador honrado haya juntado los ahorros de su vida para irse de jubilata a Benidorm y en un hecho inverosímil, en una carambola casi sacada de la imaginación de Ibáñez el dibujante, se haya dejado los dineros en una papelera de la vía pública. Qué hacer, ay, en tal caso, mientras los viandantes pasan al lado, y uno, abrazado a la maleta, todavía no sabe en qué dirección echar a correr con ella.



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Nunca pasa nada

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En 1963, las extranjeras de la falda muy corta ya habían desembarcado en nuestas costas para tostar sus pieles blanquecinas, y menear el body animadas con lingotazos de sangría. Los pueblerinos que hasta entonces vivían tan católicos con sus huertas y sus barcos de pesca, se acostumbraron rápidamente al nuevo y políglota paisanaje. Ellas eran unas guarras, y sus novios -porque algunas parejas ni casadas estaban- unos indecentes. Pero todos dejaban su dinero en los chiringuitos y en las pensiones, y la hinchada local, después de mucho santiguarse y mucho confesarse con el cura, hizo su pequeña fortuna gracias a que la inmoralidad europea encontró allí el sol y el cachondeo que revitalizaba la economía.  


    Estas cosas no pasaban en los pueblos interiores como Medina del Zarzal, que es el nombre ficticio que en Nunca pasa nada esconde el atraso socio-cultural de Aranda de Duero. Por no decir el paletismo desdentado, y la beatería gazmoña. A los pueblos castellanos también llegaban algunas extranjeras, por supuesto, pero siempre muy tapadas por culpa del frío. Mujeres licenciadas - que no licenciosas- que venían a estudiar el románico del Camino Francés, o el pasado histórico del Cid Campeador. Un turismo cultural muy alejado del desenfreno bailongo de las playas soleadas, a casi un día de tortuosas carreteras. Es por eso que cuando una rubia liberal caía por accidente en el secano, es como si estallara la bomba atómica en la Plaza Mayor, y en cuestión de segundos la temperatura se elevaba, los cuerpos se derretían, y la radioactividad del sexo reprimido envenenaba los espíritus.

    Cuando en Medina del Zarzal aparece Jacqueline, la cabaretera que sufre un ataque de apendicitis camino de Santander, los hombres se vuelven locos de deseo, las mujeres se hacen cruces hasta hacerse agujeros en el pecho, y los adolescentes, que en invierno sólo conocían los tobillos de sus amadas, comienzan a practicarse unas pajas históricas, descomunales, como nunca antes las habían soñado. Gracias a la memoria de Jacqueline, a quien todos llevan estampada en el reverso de los párpados como un póster clavado en la pared, los chavales descubren que en el fondo son muchachos tan europeos como los demás, con los mismos anhelos de libertad, y los mismos picores en los huevos. Así fue como empezó la historia de nuestra Transición. Nunca pasa nada es el capítulo 0 que nunca nos va a contar Victoria Prego.



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