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Cerrar los ojos

🌟🌟

Cosas que hice en los 162 minutos que duró “Cerrar los ojos”:

- Parar la película al cuarto de hora para ver los minutos finales del Real Madrid en la cancha  del ASVEL Villeurbanne. Al final, victoria blanca muy apretada. 

- Buscar mentalmente sinónimos de pedantería: cursilería, epatamiento, estomagamiento, pretenciosidad... (¿En qué cueva ha vivido Víctor Erice todos estos años para no saber cómo es el habla coloquial de la gente?)

- Responder a mis contrincantes del Apalabrados, que se me estaban subiendo a las barbas.

- Levantarme para ponerme una copita de vino blanco, a ver si así la película me entraba mejor por el gaznate.

- Parar otra vez la proyección para ver los minutos finales del Arsenal-West Ham de la Premier League. 0-2. Sorpresa mayúscula. Mi Liverpool vuelve a ser líder.

- Hacer memoria de la filmografía de Víctor Erice. “El espíritu de la colmena” era muy bonita; “El Sur”, una obra maestra; “El sol del membrillo”, una pose para culturetas. Creo que no había más, no sé.

- Cerrar los ojos durante diez segundos, no más.

- Quitarme un resto de roña interdigital en el pie derecho. 

- Comprobar en el Instagram que no ha bajado el número de mis seguidores. Virgencita, virgencita, que me quede como estoy.

- Imaginar, con envidia cochina, la vida sexual que ha llevado José Coronado a lo largo de su videa: un tipo que vive en mis antípodas mujeriles y que se ha quilado a todo lo quilable del panorama nacional y gran parte del internacional.

- Entrar, precisamente, nada, unos segundos, en Tinder, a ver si algún pez de río o de mar había picado el anzuelo. No ha habido suerte.

- Levantarme a por un yogur.

- Entrar, ya que andábamos, en el Facebook, a curiosear un par de giipolleces.

- Cerrar los ojos otra vez, pero solo veinte segundos, no más.

- Levantarme para ir a mear, pero no como un acto miccionante, sino más bien como una distracción del espíritu. Llevaba los cascos puestos para no perderme ripia de la trama.

-Atender los mensajes de Whatsapp de un amigo, que quería concertar una caminata para mañana.

- Cerrar los ojos, contar hasta sesenta, y comprobar que he clavado el minuto en mi reloj de pulsera.

- Cerrar los ojos.




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Historias para no contar

🌟🌟🌟🌟


“Como dijo alguna vez Enric González: pruebe a ser completamente sincero y antes de que acabe el día se habrá quedado sin amigos, sin pareja y sin trabajo”. 

Esto lo escribía Xacobe Pato en sus diarios y tiene toda la puta razón. Él y Enric González, claro. Sin mentir no se puede ir a ningún lado. La mentira es el aceite de la vida, como aquel que necesitaba el niño Lorenzo. La mentira engrasa la cadena de la bicicleta para seguir dando pedales. Sin ella, saltan los cambios en cualquier cuesta y te quedas tirado hasta que venga el coche escoba. La mentira es una adaptación evolutiva. Mienten hasta los escarabajos de la patata, con sus cerebros de gominola, así que imagínate el Homo sapiens, que tiene más neuronas que estrellas hay en la galaxia. De hecho, yo estoy con los filólogos que aseguran que el lenguaje se inventó para mentir, y que lo secundario es escribir un poema o pedir que te pasen la sal en la comida. O esta condena de escribir entradas en Internet , a ver si los cazatalentos se animan y las señoritas se derriten.

Pero la mentira, como todos los pecados recopilados por la Santa Madre Iglesia, también tiene sus gradaciones. Existe la mentira mortal que merece el infierno y la mentira venial que se perdona con un polvo marital o con una cerveza bien fresquita. Ya que todos somos mentirosos por necesidad, al menos nos queda la decencia -a los decentes- de reconocer que mentimos cuando hacemos examen de conciencia. O de no protestar mucho cuando nos pillan in fraganti. Que te mientan tiene un pase; que te perseveren en la mentira ya toca mucho los cojones.

Yo, padre, lo confieso, he mentido mucho. Pero solo mentirijillas, o mentiras piadosas, de esas que se perdonan con un Padrenuestro y tres Avemarías. De las mentiras gordas no creo haber soltado ninguna. Pero claro: también existe el autoengaño, la mentira que uno mismo se cuenta, y que es la más insidiosa de todas.

Todas la historias que se cuentan en esta película van de parejas que se mienten o que se han mentido alguna vez. Todo venial, urbanita, muy moderno. Por eso es una comedia. De lo contrario, hubiera sido una película de Ingmar Bergman con muchos gritos y susurros tenebrosos. 





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No habrá paz para los malvados

🌟🌟🌟🌟

José Luis Torrente dejaba de tomar chupitos de whisky DYC justo antes de entrar en servicio. Santos Trinidad no. A Santos Trinidad se la soplan las convenciones alcohólicas del Cuerpo de Policía. Él necesita el cubata con dos dedos de Coca-Cola para seguir funcionando en las labores de la noche. Y también en las del día. Le pasa como a Romario -otro rebelde de pelo ensortijado, otro artista de la ejecución en los metros finales- que necesitaba acostarse con mujeres la noche anterior a un partido trascendental. Lo que a otros les incapacita para su trabajo, a otros, como a Santos Trinidad, les aporta la energía. Y también la anestesia, y la perrería, y el punto final de mala hostia que le protege de cualquier arrepentimiento. Su mismo apellido, Trinidad, tan caribeño, tan de sol y de playa, nos hace pensar que Santos y el ron, el ron y Santos, forman una unidad indisoluble en lo policial. Litros de alcohol corren por sus venas, como cantaba Ramoncín, y eso es lo que todavía le mantiene en pie, y ojo avizor.

    A José Luis Torrente le movían altos ideales en su apatrulle de la ciudad -acojonar a los negratas, amedrentar a las prostitutas, atropellar a los rojos- y el alcohol en sangre, si superaba cierta densidad crítica, le impedía concentrarse en tan nostálgica y patriótica labor. A Santos Trinidad, en cambio, se la soplan los ideales, si es que alguna vez los tuvo. No se ve ninguna bandera de España en ese Citroën con el que apatrulla sus propias venganzas. Ningún pin rojigualda adorna la solapa de su chupa barriobajera. El alcohol no le impide consagrarse a tareas santificadas por Dios, o por los hombres. En tiempos mejores, Santos Trinidad fue un policía eficiente y condecorado, capacitado para prestar servicios muy exclusivos al Estado que le paga. Pero ahora –no sabemos si el alcohol fue la gallina o el huevo de su decadencia- se dedica a husmear el rastro de chicas desaparecidas, y para esa sabuesa labor lleva el cubata colgado del cuello como un perro San Bernardo acarrea su barrilete.


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El hombre de las mil caras

🌟🌟🌟

Algo falla en El hombre de las mil caras cuando en un momento de la película empezamos a sentir pena por Luis Roldán, ese hombre. Le vemos tan enamorado de su señora -y quién no estaría enamorado de una señora como Marta Etura-, le conocemos tan asustado por su futuro, tan arrinconado en ese piso-zulo de París donde Paesa y sus adláteres lo engañan como a un laosiano, que la simpatía empieza a ganarle terreno a nuestra repulsa. Tanto es así que casi dan ganas de levantarse del sofá para besarle la calvorota a este ladronzuelo tan entrañable: un tipejo que entre la alopecia, la barriga incipiente y la cara de tonto bien podría ser cualquiera de nosotros, los infortunados de la vida. 

    Pero uno se rehace rápidamente de esta compasión innoble, de este humanismo inadecuado, y vuelve a cagarse en las muelas de este funcionario que arrambló con los dineros públicos, y se llevó la pasta gansa, y lejos de devolver lo robado contrató al hombre de las mil caras para que se lo pusiera a buen recaudo en Singapur.


    Roldán es un chorizo, un delincuente, un chiquilicuatre de la corrupción noventera. Nosotros veníamos a ver una película de malos muy malos urdiendo sus trapicheos, sus puñaladas por la espalda; el espectáculo siempre fascinante de ver cómo trabajan los fontaneros del Estado y los especuladores del sistema, que son tipos que suponemos de hierro, de sangre de horchata, verdaderos "nasíos pa' robá" que tienen su aplomo y su prestancia. Y cuando nos encontramos a este hombre que duda, que llora, que casi se arrepiente de haber metido la mano en la caja, que es tan débil y tan poca cosa como cualquiera de nosotros, nos sentimos un poco contrariados. Nosotros veníamos a ver hombres muy hombres, decididos, el reverso tenebroso de nuestra triste figura, y nos encontramos con un Luis Roldán abrazado a su maletín como un niño se agarra a su cartera escolar. 

También nos encontramos a Francisco Paesa, el verdadero protagonista de la película, viviendo de prestado en un chalet de Las Rozas como si la dueña le hubiera puesto un piso de mantenido, y no al revés. Está visto que incluso los ladrones, y los liantes de altos vuelos, tienen poco glamur en nuestro país.






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Cien años de perdón

🌟🌟🌟

Me siento a ver Cien años de perdón convencido de que los ladrones que son robados por otros ladrones son los mafiosos que esquilmaron las arcas públicas de Valencia, y que lo hicieron, además, con el beneplácito de los votantes, de los telediarios, del mismísimo papa Benedicto, que con esa manía que tienen los papas de bendecir al aire, al tuntún, sin ningún objetivo en concreto, lo mismo santifican a las gentes honradas que a los chorizos que los reciben al pie del avión. 

    Que el ficticio banco atracado por Luis Tosar y su pandilla de uruguayo-argentinos se llame Banco Mediterráneo me había llevado, seguramente, a la confusión. Pero no. El terrible secreto que se esconde en las cajas de seguridad no son los fajos de binladens, ni podían serlo, además, gilipollas que es uno, porque los billetes de 500 -salvo algún despiste del concejal más imbécil de los contubernios, que los guarda bajo el colchón o bajo el parquet- están todos en Suiza, o allende los mares, porque estos esquilmadores son unos auténticos profesionales, gente fina y preparada que no se iba a dejar los billetes en un banco, como los pobretones de la plebe, a la intemperie de un atraco cualquiera, para que años y años de esforzada dedicación, de sólido compromiso con los votantes más merluzos, terminen con Butch Cassidy y Sundance Kid lanzando los billetes al aire entre risotadas y compadreos. 




    No. Lo que se esconde en la caja 314 es un disco duro con documentos que comprometen a La Jefa, supuesta Presidenta del Gobierno que en sus tiempos del ascenso político se sirvió de un voto tránsfuga para ejercer el poder que se le escurría entre los dedos. Sólo los adictos a ciertos telediarios y a ciertas tertulias niegan con la cabeza los que los demás asumimos como cierto: que Calparsoro y su guionista están hablando, con muchos años de retraso, de cierto golpe de estado que tuvo lugar en cierta comunidad autónoma carente de mar. En Cien años de perdón hay atracadores, rehenes, picoletos, expertos del CNI, y entre todos ellos, paseándose como un fantasma, o como un holograma de los que vende Tom Hanks en Arabia Saudí, una señora muy rubia y muy pija que es la mar de resalada y de campechana. Se agradece, la intención de los cineastas, que además tienen que hilar muy fino para no caer en la injuria, porque de aquellos polvos no quedaron ni los lodos ni los rastros. Menudos son, los perpetradores, cuando se ponen. Se agradece, digo, el guiño, y el recochineo, pero a buenas horas, los mangas verdes, que eran unos policías de los Reyes Católicos que tenían fama de llegar siempre tarde a los puntos calientes: a los atracos, y a las fechorías, en general.


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Goya en Burdeos

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Goya en Burdeos no es exactamente una película. Es, más bien, una sucesión de pinturas animadas. Un belén viviente que va cambiando de vestidos y decorados mientras el maestro aragonés, en su exilio, nostálgico y enfermo, recuerda sus andanzas en la Villa y Corte de Madrid. Las pictóricas, sí, y las sexuales, sobre todo.

Siempre que he entrado en el Museo del Prado, sacrificando el tiempo del fútbol o de las compras, acabo deambulando por los pasillos marmóreos sin saber muy bien dónde fijar la mirada. ¿Cuáles, entre la infinitud de los cuadros, españoles y flamencos, florentinos y venecianos, merecen realmente el privilegio de una parada, de una observación, de una reflexión artística nacida de la ignorancia supina? ¿El cuadro de la izquierda, quizá? ¿El de la derecha? ¿El del próximo salón? Imposible saberlo. Uno quiere sacrificar tres o cuatro horas en la excursión pictórica, y ya en el primer envite termina arrepentido, mareado, asqueado de su bárbaro desconocimiento sobre el noble arte del pincel. Es por eso que siempre termino refugiándome en los salones menos transitados de Goya, donde cuelgan los retratos inmortales de la estulticia borbónica, y del atavismo salvaje de la españolidad incorregible. 

Sin ser una película conmovedora, Goya en Burdeos sirve al menos para recordarle a uno que las mentes más preclaras de este país tuvieron, como ahora, que exiliarse a la Europa Civilizada para desarrollar sus labores. En los tiempos de Goya, huyendo de Fernando VII y de sus curas, se nos fueron los pintores, los literatos, los dramaturgos, los políticos liberales... Los afrancesados en general, que soñaron en vano con una España moderna y transpirenaica. Ahora, expulsados por los economistas trajeados, y por los mismos curas de siempre, huyen despavoridos nuestros científicos más eminentes, nuestros empresarios más honrados, nuestros profesionales más cualificados. Ya no son en su mayoría afrancesados, sino alemanizados, o escandinavizados. Los Países de los Rubios son ahora el destino universal de los españoles más capaces. 




        
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La vida mancha

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Con La vida mancha, cuarta película de esta retrospectiva titulada Qué ocurre en mi puta cabeza con el buen cine español que una vez vi e incomprensiblemente terminé por olvidar, pongo fin a este ciclo sobre Enrique Urbizu que ha ocupado los días más radiantes y jodidamente calurosos de la primavera.

De La vida mancha guardaba el recuerdo de que había dos hermanos, uno de ellos metido en un lío monetario del copón, y otro, el más chulo y peripuesto, el inevitable José Coronado del universo urbiziano, que venía a solucionar los asuntos monetarios y a enredar la madeja en los temas del amor. Nada más que eso. Lamentables, una vez más, mis escombros. Estos son los retales que me quedan de las películas que un día me hicieron la vida soportable. Así es como agradezco sus desvelos. Tan grave como no recordar el nombre de un amigo, o de una amante. La misma vergüenza, el mismo error imperdonable, la misma mala opinión de uno mismo.

La vida mancha es una buena película. Mucho más cuando José Coronado pasea en ella su cara de póker y no sabes muy bien por dónde te va a salir. Lo mismo esperas una peli de asesino psicópata que de cura obrero que viene a socorrer a la barriada. En cambio, cuando él no asoma por el escenario, la película se pone tontorrona y poética. Con esa poesía desubicada y sucia de los barrios proletarios. Ni siquiera Zay Nuba, que es una mujer de bandera, de aires orientales y sonrisa de mandarina, es capaz de sostener con su belleza los interregnos donde Coronado no está. Pero estos pecados no justifican la gran apostasía mía del olvido. Al contrario: la La vida mancha tiene virtudes incuestionables que afean aún más mi defecto. 

Como dice la inscripción que lleva el personaje de Coronado en su pitillera: “Cuarenta inviernos asedian tu cabeza” Una cita que supongo extraída de este poema desconsolado de William Shakespeare (gracias, de nuevo, internet, solución vergonzosa de mi incultura):



Cuando asedien tu faz cuarenta inviernos
y ahonden surcos en tu prado hermoso,
tu juventud, altiva vestidura,
será un andrajo que no mira nadie.


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