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Tenéis que venir a verla

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En el campo, digan lo que digan, no está la tranquilidad. O sí, pero solo si tienes un casoplón de la hostia y puedes marcas distancias con los vecinos. Como hace esta pareja tan presumida de la película. 

Yo también tengo conocidos que sintieron la llamada de la selva y se fueron al campo seducidos por el agropop y por los paisajes de la tele. Pero como no alcanzaba el parné se compraron un chalet adosado para escuchar los pedos del vecino. Y sus gemidos, y sus televisores, y sus broncas maritales, y hasta sus manejos con los interruptores de la luz. Un espectátulo gratuito gracias al pladur y al ladrillo desgrasado. La “country experience”, convertida en una trampa estereofónica.

Yo mismo vivo en el campo, o casi, y al principio sí que podía presumir de tranquilidad. Hace veinte años La Pedanía era la Arcadia de los neuróticos como yo. Yo también les decía a mis (escasas) amistades: tenéis que venir a verla. Mi casa, tan modesta, y tan de alquiler, pero sin vecinos a los lados, y situada al pie del monte, en las afueras de la civilización. Por las mañanas sacaba al perrete a pasear y nos encontrábamos a los corzos casi todos los días. Pero luego asfaltaron el camino para dar salida a los coches con ansiedad y de pronto el campo se convirtió en un afluente de la A-6, camino de Galicia. Es verdad que puedes poner ventanas dobles, pero ya no es el campo. Abres la ventana para ventilar y ya no escuchas el canto de los pájaros, ni el runrún de la naturaleza. Todo se ha vuelto motor, claxon, petardeo...

Luego sales al campo propiamente dicho -tras jugarte la vida para cruzar el río de asfalto- y tampoco puedes ir distraído por la vida como cantaba Serrat. Parecía el anhelo más asequible  de su manojo de sueños y ya ves tú, resulta casi un imposible. Cuando no son los cazadores con las escopetas, son los viticultores con los todoterrenos o los divorciados con las bicicletas de montaña. O los tontos del pueblo con las motos. En el campo, como en la ciudad, siempre hay alguien dando por el culo. Ya no hay fronteras. Todo es azar y barullo.





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Quién lo impide

🌟🌟🌟


El docudrama de Jonás Trueba quiere mostrarnos cómo son los jóvenes de ahora: qué les motiva, con qué sueñan, cómo se relacionan entre sí. Qué coligen del mundo despiadado que les aguarda tras acabar su formación. Pero después de tres horas y pico de metraje, la conclusión es que la juventud de ahora no parece muy distinta de la juventud de entonces. Y es lo normal: treinta y cinco años no dan para que el homo sapiens evolucione gran cosa. Las mutaciones producidas en este suspiro geológico no pueden conformar un nuevo cerebro, un nuevo modelo de comportamiento.

A estos chavales de “Quién lo impide” les mueven nuestros mismos ideales. Pero tampoco es nada meritorio: hay que ser muy hijodeputa para tener quince años y ya estar pensando en cómo explotar a tus empleados de la fábrica o de la cafetería. Soñar con plusvalías que paguen el chalet en la playa y el Rolex en la muñeca. Los hay -de hecho, yo los tuve de compañeros- pero son muy pocos. Luego, con el tiempo, ya son legión...

La chavalada moderna se reparte los papeles igual que hacíamos nosotros: está el ligón, la atrevida, la guapa, el tontorrón, el cachondo, la mosquita muerta... Nada ha cambiado. También se ríen de las mismas cosas: de un pedo, de un tontolaba, de un profesor que les cae bastante mal. Si acaso, son más precoces en lo sexual porque viven en la época del Pornhub al alcance de un clic, mientras que nosotros vivíamos en la época de la revista Lib al alcance de unos pocos privilegiados. Pero tampoco creo que eso garantice una edad más temprana de iniciación, o que el sexo se haya vuelto más universal y democrático. Desde los tiempos de los adolescentes hititas, e incluso antes, follar siempre follan los mismos, y los demás se limitan a imaginar.

La única diferencia que sí veo es que nosotros, de jóvenes, hablábamos mucho mejor. Teníamos un vocabulario más extenso y exponíamos mejor las ideas. Quizá es porque nos exigían mucho en el Área de Lenguaje. Estos chavalines de ahora son hijos de la LOGSE, o de la LOMCE, o de la madre que las parió. Se expresan con el culo trasplantado en la boca. Es una pena. Pero tampoco es culpa suya. Es el mercado, amigos.



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Todas las canciones hablan de mí


🌟🌟🌟🌟

En mi caso, son todas las películas -y no las canciones- las que hablan de mí. Por eso llevo tantos años escribiendo sobre ellas, casi a diario, aunque a veces -esto tengo que reconocerlo- la conexión entre mi vida y las andanzas de los personajes sea más bien forzada, o inexistente. Pero esto nació como un ejercicio autoimpuesto, una terapia de escritura, y siempre me dije que cuando tuviera tiempo de verdad -extenso, libérrimo, de estar casi encerrado en un castillo como don Michel de Montaigne- me pondría a escribir una novela indecente, o una autobiografía cachonda, con todo lo aprendido en el oficio. El sueño literario, pero tardío, de un adolescente con canas en medio cuerpo...  Y ahora que, sin  haberlo buscado, dispongo de todo el tiempo del mundo, a mogollón, tío, aunque sea por circunstancias tan poco festivas como éstas, lo que sigo haciendo es ver películas que hablan de mí - o que yo fuerzo un poco a que hablen de mí-, y luego vengo al diario a escribir sobre mi ombligo, en ellas, o sobre ellas, en mi ombligo, sin  poder salir del bucle, al mismo tiempo acomodado y enfadado con mi confort monotemático.



    Sólo me pasa con las películas, eso de sentirme aludido, e interpelado, como si unas manos salieran de la tele para zarandearme y decirme: ¡Eres tú, gilipollas, se trata de ti, y de tu vida…!-, pero no me pasa tanto con las canciones, porque me quedó el trauma, la desgana, el oído poco atento desde la adolescencia, cuando amorrado a "Los 40 Principales" no entendía ni pajolera palabra de inglés al escuchar la canción que me molaba -más allá, claro, del “Ai lof yu”, y del “Ai mis yu”, que eran los dos leitmotivs más habituales. Y porque además, de la música española, no sé si por postureo o por antipatriotismo precoz, huí rápidamente para refugiarme en los cantautores que eran más poetas que cantantes, pero que no hablaban de mi mundo, sino de otro muy fantástico, de entusiasmos y fracasos muy viriles, siempre presumiendo en sus letras  de lo fácil que era ligar y conquistar a las mujeres, que para un estudiante de los Maristas, con gafas, acné y diez exámenes que superar cada día, era como si le hablaran a uno del cielo de los musulmanes.

    No: definitivamente lo mío son las películas. Es más: estoy hecho de películas. Soy un puzle construido con 10.000 piezas que vi, que reví, que compré, que repudié o que olvidé. Hablo constantemente de ellas, y hablo como si estuviera metido en una de ellas, alienado de la realidad por cobardía, o por necesidad. La vida me ha ido forjando el tronco y las ramas, pero las hojas, los colores, la vida mustia del invierno o la más alegre de la primavera, la pintan ellas.



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Los ilusos

🌟🌟🌟

Los ilusos termina con unas niñas destripando viejas cintas de VHS que ya nadie puede reproducir, porque nos hemos quedado sin reproductores, y cuando los tenemos -mi madre todavía tiene uno, en León, que furrula milagrosamente- descubrimos que o bien la cinta grabada ya se ha desmagnetizado, y nuestra boda o nuestra película se han diluido en una sucesión de borrones que más parecen pintura abstracta -y qué simbólico es, en ocasiones, ese desmoronamiento -o bien que la experiencia analógica, de una imagen compuesta por líneas de definición, ya no hay telespectador que la soporte, acostumbrados al buen caviar de la televisión digital, con su Full HD, y ahora su 4K, y lo que nos vayan trayendo los coreanos que siempre llevan la delantera.

    La imagen de las niñas envolviéndose con las cintas de VHS para jugar a ser momias, o gimnastas rítmicas, es muy simbólica, poderosa, el colofón de una película que habla de sueños, de amores, de colegas con los que partirse de risa. Pero que, sobre todo, habla de amor por el cine. Del cine que siempre es mágico, absorbente, indispensable, sin importar el plato en el que lo consumamos -que digo yo que ése es el simbolismo del final, porque como sucede casi siempre en las películas de Jonás Trueba, hay cosas que se entienden y otras que no, pero incluso las que no calan siempre resultan fascinantes y misteriosas, como si tuviéramos la explicación en la punta de la lengua y nos sintiéramos desafiados a interpretarlas.



    Los ilusos es una película de arte y ensayo, para gafapastas, y yo, que llevo gafas de pasta, me siento aquí como pez en el agua.  Trata de un tipo que o está haciendo películas, o está imaginando películas, o vive su propia vida como un trabajo de campo del que tomar notas e inspiraciones para seguir soñando películas. Un yonqui. Un alienado. Un abducido por la otra dimensión. Alguien que, como yo, a una edad muy temprana, decidió que la realidad estaba en las películas, y no al revés. Que no entiende esa expresión tan manida de “evadirse de la realidad” cuando podríamos convertir el cine en nuestra prisión, tan confortable como el salón de nuestra casa, y evadirnos de las películas sólo el tiempo indispensable para procurarse el sustento, y probar los lances del amor.

    “Desde que se inventó el cine, vivimos tres veces más: vivimos experiencias que no viviríamos de otra manera, aprendemos cosas, y sobre todo, ahorramos tiempo”. Lo dice León, a su chica, a la salida del cine. Quizá quiere decir que ahorramos tiempo con las películas porque, así, no lo perdemos en otra cosa.




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La virgen de agosto

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La verdad es que ahora, cada vez que regreso a León, me siento como un turista en mi propia ciudad. Como Eva, por Madrid, en La virgen de agosto, solo que ella lo hace adrede, fingiéndose la despistada, la recién llegada, aprovechando la canícula para recorrer una ciudad que sin gente ya no parece la misma. Y así, de paso, a ver si ella también puede colar como distinta, como otra Eva, aunque los pelmazos de sus exnovios se le aparezcan una y otra vez por las verbenas de chulapos y chulapas.



    Pero la sensación de ser un turista en León se desvanece al segundo día de pasear. Supongo que al principio sólo es el mareo del desembarco, la inercia de haber pasado varios meses en otro lugar que no se le parece ni remotamente. En la pedanía vivo, trabajo, enseño los rudimentos del fútbol. Vivo absorbido, y absorto, con mis cosas, con mis tonterías, y cuando regreso a León es como si me despertaran de la realidad para introducirme en un sueño recurrente. León se ha vuelto eso: un sueño recurrente. Uno que cuando vuelves a vivirlo te resulta familiar, y pasado el primer extravío ya te encuentras acomodado en él, y saludas a los protagonistas, hola, colegas, qué tal os va, y reconoces las calles como decorados del viejo teatro donde trabajaste de actor media vida.

    Y sin embargo, ese primer día de despiste siempre es el mejor: la altitud de León me hace respirar mejor, hace frío por las noches, y en el agua del grifo reconozco el sabor inodoro e insípido de mi infancia. Compro unas patatas en Blas, pido unas sopas de ajo en el Gaucho, y me quedo mirando la Catedral con el estupor propio de los turistas que profesan el ateísmo. Es el ritual propio del recién llegado a la ciudad... Pero luego, al día siguiente, León empieza a asfixiarme. La conozco palmo a palmo, revés a revés. Golpe a golpe y verso a verso, como decía el poema. León es una ciudad demasiado pequeña, demasiado vivida, y si encima le quitas los barrios periféricos que nunca tuve que pisar, se te queda casi en una aldea donde todos los rincones tienen una historia mía que contar: un beso, un rechazo, un partirse de la risa, un balón pateado, un resbalón inoportuno, un bareto que cerró, el parque donde me enamoré perdidamente… León es un museo de mí mismo, un recorrido teatralizado por la vida y obra de este chiquilicuatre que estuvo allí 22 años semienterrado entre los libros. Y no me gusta verme, ni en las fotos, ni en los recuerdos.


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Los exiliados románticos

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En Los exiliados románticos, tres amigos residentes en Madrid cogen la furgoneta de Scooby-Doo y se lanzan a las autopistas camino de Francia, a retomar el amor fugaz que una vez mantuvieron con tres bellas extranjeras. Es verano, tienen tiempo libre, y no parece que en los madriles tengan mucho éxito con las mujeres. 

    Aunque son jóvenes y cultos, leídos y aventureros, uno de ellos es tímido hasta la psicopatología, y además empieza a perder un poco de pelo. Otro tiene cara de alelado permanente, como de no terminar nunca de despertarse. Y el último, el más feo, el que parece más cultureta y alternativo, tiene un parecido inquietante a Ignatius Farray cuando a éste le pega la chaladura. Nada grave, quizá, en otras circunstancias sociales, en otro contexto más amable del coqueteo y del folletear. Pero las españolas, últimamente, como bien sabemos los españolitos que llamamos a su puerta, o escalamos a su ventana, están anhelando por encima de sus posibilidades. Están muy exigentes, muy desconfiadas. Muy de pedir currículos inmaculados, y romanticismos de Pretty Woman, que cuestan un huevo de la cara.


    Han pasado cuarenta años desde que Alfredo Landa y José Luis Vázquez buscaran el amor entre las vikingas que arribaban a nuestras playas. Ellas eran europeas, liberales, mujeres de pocos melindres, y lucían un bodi muy lustroso entre las dos piezas del bikini. Los Landas y los Vázquez de aquel entonces también eran, a su modo paleto y franquista, unos exiliados románticos, como los de la película de Jonás Trueba, aunque ellos no viajasen al extranjero porque entonces era caro de narices, y los viajes en carretera resultaban agotadores. Ahora, en la modernidad, cuando cualquiera ya puede coger un avión o recorrer un autopista y todo quisque puede entenderse con el inglés de los macarranes, los españolitos sin suerte en el amor, como los sin suerte en el trabajo, vuelven a mirar hacia Europa para arreglar su vidas descosidas.



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La reconquista

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En La reconquista, Manuela y Olmo son dos treintañeros que se reencuentran en la noche de Madrid tras quince años sin verse. De adolescentes fueron novios, o novietes, y caminaban de la mano por los parques del barrio, alelados y felices. Cuando no podían estar juntos se juraban amor eterno en cartas de papel cuadriculado que escribían con el boli de cuatro colores.

    Pero la eternidad, ay, duró lo que Manuela decidió que durara, ansiosa por conocer otros chicos, otras vidas, otros mundos que no constriñeran su curiosidad. Ella vive ahora en Buenos Aires, en el exilio laboral, y aprovechando unos días de asueto ha regresado a Madrid para ajustar cuentas sexuales con su pasado. Pero Olmo es un chico algo parado, con cara de panoli, que acude a la cita más curioso que excitado, y terminará convirtiendo lo que iba a ser un lance erótico en un repaso melancólico del amor que compartieron.


    Mis ojos han resbalado por La reconquista sin comprenderla del todo. El guión es críptico, la realización austera, los personajes hieráticos y sosainas. Se supone que hay un volcán interior a punto de reventarlos mientras ellos guardan las formas y se ponen a filosofar. Pero yo no soy capaz de sentir su ímpetu, su calor. El mismo título de la película tiene algo de equívoco, porque aquí nadie trata de reconquistar a nadie: sólo echar un polvo, como mucho, si la noche se vuelve loca, y recordar luego, recostados en la cama, su amor primerizo y despistado. La supuesta reconquista se va a quedar como mucho en una batalla fugaz en la cueva de Covadonga. 

Me falta perspicacia e interés para seguir sus devaneos. Y sobre todo, me falta esa experiencia del amor adolescente que yo nunca tuve. Les entiendo, pero no les siento. Aquí dentro tengo un boquete, un déficit, un buen mordisco perdido en el calendario. La reconquista es una película que no termino de entender, pero que me ha puesto muy triste, al borde del llanto. Son malos tiempos para la lírica.



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