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La trinchera infinita


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Era un título irresistible, La trinchera infinita, ahora que España vuelve a ser lo que nunca dejó de ser: dos trincheras, dos intereses contrapuestos, el de forrarse y el de no dejarse avasallar. Dos bandos que a veces intercambian disparos y a veces, afortunadamente, sólo dialécticas, pero siempre a la greña, desde los tiempos de Fernando VII, porque es una falacia eso de que viajamos en el mismo barco, juntos como hermanos, y miembros de una Iglesia, como cantábamos con los hermanos Maristas… Menuda sandez. Yo tengo más en común con el maestro de escuela francés, o con el estibador de puerto chipriota, que con el ladrón que vive a la vuelta de la esquina y pone un banderolo de España en el mismo balcón donde aplaude a los sanitarios, grita contra los comunistas y se inflama de heroísmo patriótico con el “Resistiré”. Él, precisamente él, que hace sólo dos meses estaba en contra de pagar impuestos, los evadían como podía, o aplaudía al que se libraba, y se negaba a seguir subvencionando a esa panda de vagos que trabagueaban -qué chistaco de fachorros- en el sector público. Sí, esa gente, mis queridos compatriotas…



    Había que ver La trinchera infinita, sí, para recordar quiénes somos, y de dónde venimos, y porque además me habían dicho que la película era cojonuda -y carajo que lo es- y porque cuenta la historia claustrofóbica de un pobre hombre al que Franco tuvo en confinamiento domiciliario no sólo dos meses -o los que nos queden, todavía- sino treinta años, uno tras otro, con sus veranos y con sus navidades, viviendo tras una falsa pared practicada en su domicilio, saliendo sólo para comer y para cenar, con su mujer y con su hijo, con las persianas bajadas, y la cagalera en el cuerpo. Los famosos “topos”, tan mitológicos como reales, que escaparon a las redadas falangistas y sólo abandonaron su madriguera en 1969, cuando se aprobó una Ley de Amnistía para quedar bien ante los turistas extranjeros que venían a tostarse el cuerpamen y no veían congruente mamarse con las sangrías en un país de sanguinarios.

    A los topos, finalmente, no vinieron a rescatarlos los marines americanos, ni los soldados del Ejército Rojo, sino un ejército de suecas que desembarcaron en las playas de Benidorm como si aquello fuera Normandía, pero recibidas con salvas de aplausos.


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Handia

🌟🌟🌟

A mí me sucedió lo contrario que a Joaquín, el Gigante de Alzo, que empezó a crecer en la adolescencia y ya nunca paró. A los catorce años, con un metro ochenta y cinco de alzada –que por aquel entonces, sin tanto yogur proactivo, no era logro baladí – yo jugaba al baloncesto y soñaba con ser el próximo Kareem Abdul-Jabbar de los ganchos suspendidos en el aire. Se me daban de puta madre, la verdad, los skyhooks que superaban a los defensas y desesperaban a los entrenadores. Una vez llegué a comprarme unas gafas de plástico –en irresponsable riesgo ocular- para emular a mi héroe desgarbado de Los Ángeles Lakers, que además hizo de piloto tolai en Aterriza como puedas. Los dos, Kareem y yo, cada uno en su categoría, cultivábamos un arte encestador que estaba cayendo en desuso: un tiro elegante, estilizado, de efectividad mortal si se practicaba con esmero, y yo me sentía como el artesano perdido del otro lado del Atlántico. Un primo lejano que algún día compartiría con él la gloria de las canchas, uno recién llegado y otro a punto de retirarse.



    Sólo un repetidor de mi clase, un tal Monge, que éste sí tenía pinta de acromegálico, además de ser un gilipollas integral, me superaba en estatura en el colegio de León. Y eso, la verdad, me jodía bastante, porque la altura era mi único rasgo selectivo en la competición por las mujeres. Mi única medalla, mi solitaria distinción, yo que era tímido de manual y gilipollas de otra estirpe, y sin la ayuda de mis centímetros estaba abocado al paseo solitario y a la masturbación consolativa. Yo soñaba con alcanzar los dos metros, o los dos metros diez, como alguno de mis primos, y dedicarme al baloncesto profesional, o incluso al  balonmano, que tampoco se me daba mal el juego de pivotar, y luego, ya con un buen fajo de jayeres, y las cámaras pendientes de mis evoluciones, lanzarme al merodeo de las modelos eslavas que pasaban del metro ochenta en unos cuerpos de mareo.

    Esos eran mis cálculos, mis cuentos de la lechera, los del Gigante de León que nunca fue exhibido en público más allá del patio del colegio y de las calles de mi barrio. También porque no nos dio mucho tiempo, la verdad. Un día de mis quince años, sin aviso previo, para mi pasmo y mi desconsuelo, dejé de crecer. Muchos de mis compañeros, lanzados por la inercia de las hormonas, me igualaron en altura e incluso me superaron, y yo supe por primera vez lo que era la mediocridad absoluta. El no destacar en nada. Mi cuerpo me había dejado tirado. Las hormonas del crecimiento se me fueron por la pata abajo, en algún esfuerzo del retrete. O fallecieron en acto de servicio. O se fueron a dormir la siesta y ya nunca más despertaron. No lo sé. Tal vez sigan ahí, durmiendo un sueño de baba, un letargo de padrenuestro, y a los cincuenta años se desperecen y me eleven otra vez a las alturas de la canasta. Será mi segunda oportunidad para epatar a las mujeres. Con las canas no me llega. Con el verbo tampoco. Tampoco sé cómo responderá mi miembro a ese último estiramiento de mi corporalidad.  Qué niña más vivaracha, por cierto, la tal Isabel II…


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Loreak

🌟🌟🌟
Ane, que es una mujer vasca en miniatura, con una belleza extraña y algo marchita, recibe todos los jueves un ramo de flores. Loreak, en euskera, significa flores. Ane es una mujer casada, y su marido, que está pasando la crisis de los cuarenta y sólo sueña con jovencitas tumbadas sobre su cama, niega cualquier responsabilidad en el asunto. Los ramos vienen sin mensaje ni remitente, y las empleadas de la floristería, sometidas al interrogatorio, hablan de un hombre normal, sin facciones definidas, que un día pasó por allí e hizo el encargo del envío regular.

            Así expuesta, Loreak parece la historia de un cortejo amoroso, con sus flores anónimas, su miradas escurridizas, sus encuentros casuales en la cafetería o en el trabajo. Y uno, aunque Ane no le ponga la libido en guardia, saca el cuaderno de apuntes para tomar nota de las estrategias de su admirador. Porque nunca se sabe, en este loco mundo del deseo, cuándo van a necesitarse estos saberes prácticos de la seducción. ¿Y si un día apareciera en mi vida una mujer igualita en cuerpo y alma a Natalie Portman, tan idéntica a ella que podría ser Natalie misma, refugiada en el anonimato ibérico, cansada ya de la fama, de los focos, de los hombres apuestos que nunca le hicieron reír? Dado mi nivel de inglés lamentable, yo tendría que decírselo con flores, mi amor eterno y rendido, y en Loreak, al principio, uno sueña con aprender estos recursos tan coloridos y aromáticos.

            Pero no van por ahí los tiros, ni las flores. En un giro imprevisto de la trama, un personaje principalísimo de la película muere en accidente de tráfico, y lo que antes eran loreak de amor ahora son loreak de homenaje a los muertos. Loreak es muy bonita, muy delicada, y muy cursi también, como las propias flores del campo. Y además no tiene razón. A los muertos les importa un carajo que pensemos en ellos, o que los recordemos con flores. Están muertos. 





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