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Río Bravo

🌟🌟🌟


Los muy cafeteros del western -y los muy cinéfilos que nunca se atreven a señalar al emperador desnudo- van diciendo por ahí que “Río Bravo” es una obra maestra del género y tal cual. No les hagan ni puto caso. “Río Bravo” es una película demasiado larga y demasiado tonta. Yo diría que en realidad es una reunión de varios amigos que estaban de vacaciones en Hollywood, y que Howard Hawks, en lugar de sacar la cámara Súper 8 de las intimidades, decidió aprovechar la francachela para rodar un muy largo largometraje. 

- Ya que estamos todos juntos -debió de pensar- nos ponemos unas ropas, levantamos unos decorados, y mira tú, ya tenemos una película para estrenar el próximo año. Tú dices: “Desenfunda, Billy”, y  tú le respondes: “Ni pensarlo, forastero”, y ya tenemos un guion para que los productores pongan algo de pasta.

El aire de “Río Bravo” es eso, familiar, distendido, como de barbacoa de los domingos. Se supone que aquí todo el mundo está jugándose el pellejo, a punto de ser mordido fatalmente por una bala, y sin embargo reinan los chistes y las borracheras, y sobre todo muchos coqueteos con la única mujer guapa a esta orilla del río Bravo, que es otro río perteneciente a la cuenca hidrográfica de Texas y estados aledaños, tan manejada al dedillo por Howard Hawks en su ancha filmografía. 

“Río Bravo” se salva de la condena porque en ella se respira autenticidad y buen rollo. Es lo que tiene que nadie actúe de verdad ante la cámara. John Wayne -al que mi padre siempre cristianizó como Jon Baine- hace de John Wayne y lo hace estupendamente. Cada vez que termino de ver una de sus películas y me incorporo del sofá, siento que durante un rato camino como él, imitando sus andares sin querer: esa desenvoltura de tipo curtido en mil batallas que a mí no me pega nada con la personalidad, y que se desvanece a los diez pasos de transitar por las calles de La Pedanía. John Wayne era un carca y un fascista, pero joder, era John Wayne, y cuando sale en pantalla es como un agujero negro con sombrero cuántico que captura todas las miradas.




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Río Rojo

🌟🌟🌟🌟


De niños les llamábamos vaqueros aunque en las películas del oeste rara vez se vieran vacas por las praderas. Si acaso bisontes, que los rostros pálidos asesinaban por millares solo para joder a los comanches. Pero las películas seguían llamándose “de vaqueros”, y no de bisonteros. Era todo un misterio.

Otro misterio, y no menor,  es que nuestros pantalones de faena, los que nos poníamos para ir al colegio y amortiguar nuestros raspones en el patio, también se llamaran vaqueros, aunque luego, en las películas del sábado por la tarde, jamás viéramos a esos pistoleros vestidos con nada parecido. También puede ser que el blanco y negro de nuestra tele nos hurtara el azul desvaído y confundiera nuestros sentidos. Pero luego, de vacaciones por los pueblos de la montaña, veíamos a los auténticos vaqueros leoneses con su boina y su camisa a cuadros y todos llevaban pantalones de pana para manejarse en los trabajos. Ni siguiera los vaqueros de verdad se vestían con nuestros vaqueros colegiales, en el colmo de los colmos.

De niños jamás hubiéramos pensado que los vaqueros del Far West se dedicaran a criar ganado o a conducirlo por las praderas. Nosotros les veíamos siempre en el salón, medio borrachos, jugándose los dólares al póker o tanteando a las prostitutas del piso superior. O liándose a tiros por cualquier cosa tonta o cualquier venganza razonable. Les sorprendíamos siempre en el ocio de beber o de disparar, pero nunca en sus quehaceres de la jornada laboral. Más allá de los asesinos, del sheriff, del médico borrachín y del camarero que servía la zarzaparrilla, los demás personajes se dedicaban a actividades económicas que en realidad nos importaban un pimiento. Estaba claro que alguien construía las casas o limpiaba la mierda de los caballos, pero esos subalternos nunca salían en las tramas.

Supongo que en el algún momento de nuestra infancia vimos “Río Rojo” o alguna película parecida y caímos en la cuenta etimológica: “¡Claro! Se llaman vaqueros porque trajinan con vacas...”. Luego, de adolescentes, empezamos a sospechar que es posible que también se las trajinaran, en esas largas marchas sin mujeres camino de Abilene. 



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El hombre tranquilo

🌟🌟🌟🌟🌟


En el recibidor de mi casa -donde casi nunca recibo a nadie- tengo colgado este póster evocador de El hombre tranquilo. Está puesto ahí para topármelo cada mañana mientras me pongo el abrigo o el chubasquero, o la visera contra el calor. Un lugar estratégico. Una vez pensé: me servirá de filtro para las innúmeras mujeres que pasen por aquí. La que se pare ante el grabado y tiemble de la emoción será la Mujer Elegida. Pero ya digo que es un recibidor con pocos receptores, muy particular, como el patio de mi casa, que tampoco tengo.

"El hombre tranquilo" es mucho más que la película de mi vida: es el sueño de mi vida. Es el paisaje verde, la pelirroja ardiente, la lejanía de los coches... El retiro a la vez sexual, monacal y agropecuario. Y lo sueña alguien, ojo, que jamás ha viajado a Irlanda, ni sabría cultivar un tomate o una lechuga. Que una vez conoció a una mujer de la estirpe de Maureen O’Hara y resultó ser, por los adentros, de la estirpe de Belcebú. O sea: nada. Por eso el cartel es un sueño: porque es un imposible vital, una oportunidad perdida, pero también una sonrisa cada mañana.

Hoy, mientras me colocaba el tabardo y Eddie -él sí- se trabajaba mi pierna ansioso por salir, en la radio matinal, por el pinganillo, publicitaron un viaje a Irlanda justo cuando yo fijaba la mirada en Sean Thornton y Mary Kate Danaher. Y pensé: un hombre aventurero, valiente, cansado realmente de su monotonía, no se lo hubiera pensado dos veces porque hay coincidencias que marcan un destino y lo hacen irreversible. Ese hombre  hubiera llamado al colegio para decir que no, que se acabó, que se iba a Irlanda ya mismo, vía Madrid o Barcelona, a probar suerte en Innisfree. Y a tomar por el culo todo, y todos. Y que cómo se hace, por favor, para pedir una excedencia voluntaria y dejar de cobrar la nómina fija y el sexenio adelgazado.

Pero este otro tipo, el Alvaro verdadero que yo soy, simplemente sonrió, se encogió de hombros y salió a la calle preguntándose cómo era posible que hoy fuera lunes si ayer mismo era viernes, sin sábado ni domingo que recordar.




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Fort Apache

🌟🌟

Voy a decirlo ya, antes de que se me acabe el folio: Fort Apache se ha quedado vieja. Lo suyo es militarismo rancio, humor tonto, amor ñoño, música horrísona. Secundarios idiotas, protagonistas envarados, y Shirley Temple que no nació para ser una pecadora de la pradera. A Fort Apache le han caído los años como losas, o como arenas del Mojave, o del desierto que sale en la película, que no voy ni a buscarlo en la Wikipedia. La “quincuagésima segunda obra maestra de John Ford” vale como cine para cinéfilos, para ponerse en su contexto, para presumir de cultura, para alimentar este blog, para decir que uno sigue a John Ford, para epatar con las gafas de pasta… Vale para seguir con esta tontería del cultureta provinciano que ha vuelto a joderme el mes de agosto en lo cinematográfico, por empecinamiento tonto, y fustigamiento consentido. Fort Apache es rancia, filofascista, aburrida, y además dura demasiado: dos horas y pico para contar un amorío y una carga suicida del Séptimo de Caballería, que la pena es que quedaran supervivientes para seguir con el genocidio, entre la potra que tenían, que los indios no daban una con los rifles, y que al final siempre llegaban refuerzos de Fort Laramy, o de Fort Hostias, con el puto corneta al comando del pelotón, y esos caballos de los buenos -de los cristianos, de los hombres decentes- que siempre trotaban frescos y bien alimentados.



    Fort Apache ni siquiera está rodada a lo ancho, como Dios manda, y Manitú consiente, sino que es cuadrada, como las teles de nuestra infancia, y lo único interesante de la película, que son esos paisajes selenitas del Far West donde no sé entiende a qué viene tanta lucha entre indios y blancos, tanta sangre derramada por un secarral que ahí sigue siglo y medio después, seco, sólo apto para turistas con Land Rover, pues eso, que sale constreñido, el paisaje, y tapado por los cabezones, y ni para hacer turismo por Estados Unidos nos vale la película.

    Lo otro único decente de Fort Apache es que sale John Wayne rellenando algunos fotogramas, y cada vez que lo veo me recuerda más a mi padre, no porque se parezcan, pero sí porque reconozco en él un cierto aire de familia, como de Wayne-Rodríguez, o de Rodríguez-Wayne, que hubiera sido la hostia, en el colegio, apellidarse así, Rodríguez-Wayne, con guion, como los aristócratas, de industrias Wayne, el puto amo, en aquel Far West que también eran los recreos y las salidas de clase.



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Centauros del desierto

🌟🌟🌟🌟

Estaba indeciso, con Centauros del desierto, ahora que estoy embarcado en un ciclo de John Ford para presumir de cinefilia, y ya, de paso, quitarle el polvo a los DVD que de joven compraba compulsivamente, antes de cogerle el vicio a los Blu-ray y seguir siendo el sostén del home cinema en varios kilómetros a la redonda. Sé de otro fulano, por las cercanías, que también se da a la cinefilia, y al coleccionismo, pero a veces creo que soy yo mismo, que me sueño, o que proyecto un holograma, como quien se inventa un amigo imaginario a una edad ya un poco sospechosa, más bien de orate, o de tipo que ha visto justamente eso, demasiadas películas, como libros de caballería.




    Me dan pereza, las películas del Oeste, aunque salga John Ford tras el Directed by, porque yo desde pequeño siempre he ido con el indio, y en mi cabeza siempre chocan dos búfalos enemistados: la intención del director, de loar la epopeya del hombre blanco, y mi propia percepción del asunto, más cercana al genocidio de los nativos. También es verdad que yo, de niño, cuando ponía la tele, era un chaval muy rarito que siempre iba con el toro, en la fiesta nacional, y con el equipo contrario a España, en el acontecimiento deportivo, e incluso con Darth Vader, en La Guerra de las Galaxias. Y con el sioux, claro, antes que con el 7º de Caballería, como cantaba Joan Manuel Serrat en su himno de los locos.
  
    Pero también sé que las películas son séptimo arte, cuadros en movimiento, y del mismo modo que uno aprecia Las Meninas aunque en ellas se retrate amablemente la monarquía absoluta, también sé que Centauros del desierto es una película de paisajes majestuosos en la que sale John Wayne haciendo de John Wayne. Y el paisaje de Monument Valley, ahora mismo, en este confinamiento hogareño de las cuatro paredes, aunque el vaquero sea un genocida que cabalga chulesco, y el indio un botarate que se pone a tiro de los rifles sin entenderlos, ese paisaje, digo, es una ventana abierta al cielo azul, y al desierto infinito que terminaba en la tierra prometida.



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El hombre que mató a Liberty Valance

🌟🌟🌟🌟🌟

Si los hermanos Lumière, allá en su aldea gala, hubieran inventado el cine en el siglo III antes de Cristo, la epopeya de los romanos expandiéndose por Italia se habría llamado Northern, o Southern, pero no Western, a la americana, porque ellos no tuvieron más remedio que seguir el sentido de los meridianos, tan cercanos y tan asfixiantes sus dos mares.

     En esas películas imaginarias que narrarían cómo los romanos fueron fundando poblachos, abriendo minas y ocupando pastos con sus gladiums, los samnitas hubieran hecho de indios arapajoes, y los etruscos, que llevaban muchos siglos de vida pacífica, de indios apaches resignados a vivir en las reservas. Los duelos entre vaqueros se hubieran dirimido a espadazo limpio entre los viñedos, y las cogorzas, que predisponen a la pelea y a la chulería, se hubieran cogido con un buen vino de la Umbría rebajado con agua, tan lejos de los efectos instantáneos del whisky peleón. Los romanos se quitarían el casco antes de entrar en el saloon, pagarían sus consumiciones con denarios de plata y subirían al piso superior para fornicar entre divanes y almohadones, nada que ver con las camas de muelles chirriantes que usaban en todos los territorios al oeste del Misisipi. Pero salvando estos detalles de atrezzo, que nada quitan ni añaden a la leyenda, el Northen-Southern de los romanos habría sido muy parecido al western americano que vimos desde pequeñitos, sin coscarnos del trasfondo socio-económico de los duelos al sol.



     El hombre que mató a Liberty Valance es una obra maestra porque sale James Stewart haciendo de James Stewart -tembloroso y tierno- y John Wayne haciendo de John Wayne -imponente y oscuro-, y no sabría explicar mejor el buen rato que hoy he pasado con esta película, retrotraído a mi infancia de los sábados por la tarde en el Cine Pasaje, o en el salón de mi casa, ante la vieja Philips en blanco y negro. Pero es que la película del maestro Ford, además, viene con carga didáctica. Una lección de historia. El día que Liberty Valance mordió el polvo en Shinbone, todo cambió en el Oeste de los americanos. Los funcionarios del Este tomaron cartas en el asunto y enviaron a sus políticos, a sus abogados, a su recaudadores de impuestos, a poner orden en ese territorio salvaje donde cada uno se defendía con su propia minga, hasta donde diera la suerte o la puntería. Nos parece que fue hace la hostia de tiempo, pero en realidad estos acontecimientos distan menos de 150 años. Apenas un puñado de generaciones. De hecho, entre el río Misisipi y el río Pecos, todavía hay muchos vaqueros montaraces que siguen desconfiando de la “escoria de Washington” y preferirían dirimir las cuitas disparando sus subfusiles de asalto, hijos perfeccionados de aquellos Colts del 45 como el que Liberty Valance llevaba en su cintura.   



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El hombre tranquilo

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Todavía no he renunciado a vivir en Innisfree, o en algún sitio parecido, cuando la madeja de mi vida se vaya desenredando. Retirarme de los golpes del destino como Sean Thornton se retiró de los golpes del boxeo, y encontrar la paz en un pueblo apartado, a un solo paso de la civilización necesaria, pero tan lejos que haya más senderos que carreteras, más árboles que semáforos, más huertos que supermercados. Soltar al perrete y que pueda correr libre, persiguiendo gatos reales o imaginados. Y yo, unos pasos por detrás, poder ir distraído sin correr peligro, como cantaba Serrat en su manojo de sueños, alternando el iPod con el ruido del viento, y el silencio de los campos. Vivir en una casa sin vecinos, como las que dibujábamos en el parvulario, con su puerta, sus dos ventanas y su chimenea exhalando humo en el invierno. Y un par de flores en el balcón, y un huerto aledaño donde plantar tomates y lechugas para hacer ensaladas. Saludar cada mañana a los vecinos que nunca verán Movistar +, ni sabrán nada de este blog, pero que un día me regalarán un calabacín, y otro me arreglarán un enchufe, y otro me cogerán el pan del panadero, y rechazarán con una sonrisa lo único que yo puedo ofrecer, que son los libros que nunca leerán, o las películas que jamás pondrán en su televisor. Visitar de vez en cuando la taberna para beber unas cañas de las grandes, o unos vinos de la tierra, y demostrar que yo me crié en un arrabal donde también se decían muchos tacos y se hablaba mucho de fútbol, y de mujeres, y de los políticos que ensucian los telediarios.

    Salir una mañana de sábado a pasear, con el aire húmedo de la última lluvia, y descubrir a Maureen O´Hara conduciendo su rebaño de ovejas, o leyendo un libro a la orilla del río. Quedarme paralizado, boquiabierto, traspasado por el rayo. El perrete a dos pasos, interrogándome con sus orejas enhiestas, y su pata a medio levantar, sin saber que yo ya vivo instalado en otra vida, junto a ella, antes incluso de saludarla, de acercarme con las piernas temblorosas, en el cumplimento exacto de lo que se cuenta en El hombre tranquilo, que es una película que yo vi de adolescente sin saber que un día se convertiría en mi sueño de madurez.



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The Duke of Burgundy

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De amantes que se alejan del mundanal ruido, se construyen su propio búnker, y se entregan fogosamente hasta que el cuerpo aguante -o hasta que el espíritu desfallezca- está la historia del cine llena. Misántropos vocacionales, o transitorios, que ya no conciben más compañía que su pareja, y quedan ciegos a lo que no sea su cuerpo, y sordos a lo que no sean sus palabras. Algunos de estos enajenados se van literalmente al quinto pino a vivir su arrebato, como Supermán y Lois Lane en la Fortaleza de la Soledad, o Jeremiah Johnson y su mujer india en las Montañas Rocosas.  Otros, como John Wayne y Maureen O´Hara en El hombre tranquilo, construyen su cabaña a la distancia justa de la civilización: ni muy lejos, para bajar a comprar pan los domingos, ni muy cerca, para que no se escuchen los homéricos orgasmos que rasgan la paz de los praderíos. Otros, como Antoine y Mathilde en El marido de la peluquera, instalan su castillo de amor en medio del pueblo, y atienden su negocio con una sonrisa de cordialidad, pero en realidad sólo fingen un interés educado. Ellos nunca ven la hora de despedir al último cliente, echar el cierre, apagar las luces y quedarse a solas entre los afeites y las colonias.


    En The Duke of Burgundy, Cynthia y Evelyn son dos mujeres que viven su loca entrega en una mansión victoriana, en una época indefinida. Y en una película muy rara, que a veces induce al sueño mortal y otras veces regala momentos de absoluta belleza.  
   
    Durante el día, porque de algo hay que comer, las dos amantes transitan por el mundo disfrazadas de entomólogas, y acuden a conferencias y a simposios, y allí disertan sobre las diferencias morfológicas entre la mariposa de tal y la mariposa de cual. Pero luego, por la noche, despojadas de sus disfraces y revestidas para el amor con ropajes muy sexys, -y hasta muy dominátricos- su único interés científico y romántico es la mujer que susurra, que besa, que se desahoga al otro lado de la almohada. El vínculo que une a estas dos damiselas es un juego muy extraño, difícil de desentrañar para el mirón no iniciado en el misterio. Una fantasía erótica a medio camino entre la dominación y la sumisión, entre la realidad y el teatro. Allá cada cual, con sus placeres.



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