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Separación

🌟🌟


Acabo de leer -porque me aburría, y porque esto iba para largo- que “Separación” ni siquiera termina al terminar. Que deja los enigmas colgando para que te apuntes a una segunda temporada ya contratada. Pues mira: que les den. A los “dentris” y a los “fueris”. A todos. Ya basta de tomaduras de pelo. Y de tomaduras de tiempo. El tiempo es el bien más valioso que tenemos, y estos tipos de la tele nos lo succionan con unas maquinarias silenciosas y ultrasecretas. ¿Qué harán, luego, en el mercado negro, con el tiempo que nos roban? ¿Se lo venderán a los ricachones a cien mil euros la hora? ¿A doscientos mil? Da igual, ellos pueden pagarlo. ¿Será por eso que los ricos cada vez viven más y los pobres cada vez menos? ¿Y si la esperanza de vida no cayera solo por el desmantelamiento del Estado del Bienestar -que también- sino porque además nos roban el tiempo en las plataformas como nos roban el dinero en los bancos o las ilusiones en las elecciones? ¿En eso consistía, después de todo, la Edad de Oro de la televisión? ¿En otro atraco al proletariado? ¿Una anestesia, una trampa, un opio del pueblo? ¿Un sacacuartos de relojes de arena? Bah.

Ahí dejo la idea, para una serie futurista. O no futurista...

Además de aburrida, “Separación” plantea un futuro laboral que ni siquiera es distópico. Que ni siquiera mete miedo. Yo mismo tengo una mente escindida sin necesidad de llevar un implante neurológico, de tal modo que cuando voy a trabajar, el Álvaro de fuera queda marginado del pensamiento, y cuando salgo de trabajar, el Álvaro funcionarial queda olvidado entre brumas impenetrables, diríase que escocesas. Mi hijo mismo, que ha empezado a trabajar en la hostelería, me confiesa que metido en faena no tiene tiempo ni para recordar cómo se llama, y que cuando sale de trabajar su mente se recupera tratando de olvidar. Pues eso. Que menudo invento de mierda, lo de la cápsula. Ni siquiera eso.




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The Batman

🌟🌟🌟


De niño yo quería ser Batman cuando jugábamos a superhéroes. Y supongo que no era por casualidad: Batman era el superhéroe sin superpoderes; el que perdería la pelea contra cualquier amiguete de la Marvel, o de DC Comics, si llegaran a enfadarse. Si se convirtieran –por ejemplo- en unos superhéroes de izquierdas disputándose una relevancia o un sillón municipal. Batman –o The Batman, como le llaman ahora- podría aguantar un rato las acometidas, pero nada más. No tendría nada que hacer contra los hostiones subatómicos, los rayos flamígeros, las miradas asesinas...

Había otro Juan Palomo en el mundo de los superhéroes que todo se lo guisaba y todo se lo comía sin venir de ningún planeta lejano, ni haber sido traspasado por ninguna radiación. Era Tony Stark, que se convertía en Iron Man embutiéndose en corazas que apatrullaban la ciudad. Pero nosotros, de pequeños -hablo de hace 40 años o más- sólo conocíamos a Tony Stark de manera tangencial, y por eso nadie elegía su papel cuando salíamos a la calle a jugar al burrismo –la calle de León, cerrada, sin coches, de barriada pre-suburbial- y nos repartíamos los papeles.

Batman molaba. Y sigue molando, aunque la película sea tan oscura y tan soporífera que a veces no le ves, o solo le adivinas. Mola su aire siniestro, nocturno, de gótico estilizado. Un tipo parco en palabras pero musculado en el pecho. Y su mentón, que las deja patidifusas, o acojonados, bajo la máscara de murciélago. Y los picachos como antenas, como agujas de catedrales, que yo por mi parte siempre preferí largos y afilados. Batman molaba, ya digo, y además tenía unos gadgets de la hostia, y el Batmóvil que furrulaba. Pero al final nadie le escogía por aquello de ganar la batalla decisiva antes de subir a merendar: la Masa era más fuerte, Spiderman más escurridizo, Supermán más de todo... Y Thor era un dios invencible armado de su Mjölnir.

Batman, a fin de cuentas, solo era un millonario que jugaba a los superhéroes como hacíamos nosotros, en los ratos libres, entre que salía de un consejo de administración y llegaba al cocktail de otros millonarios con bellas señoritas.





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Muerte entre las flores

🌟🌟🌟🌟🌟


El otro día, en el podcast de Javier Aznar, un filósofo decía que la inteligencia era el bien mejor repartido de la Creación, mucho más que la riqueza o que la belleza. Porque la pobreza, o la fealdad, son desgracias que se pueden confesar con la guardia baja, cuando hay un espejo delante o un amigo que conversa. Pero la inteligencia... Ay, la inteligencia... Nadie se considera a sí mismo un estúpido, como nadie se confiesa a sí mismo un loco, o un votante del fascismo.

Escuchando al filósofo me acordé de pronto de “Muerte entre las flores”, quizá porque mi paseo transcurría por un bosque de La Pedanía, con las hojas caídas, y la neblina entre los troncos, y Eddie que correteaba persiguiendo a los gamusinos. Un recodo del bosque era tal cual el Miller’s Crossing donde Gabriel Byrne fue a matar a John Turturro y luego se arrepintió. “¡Mira dentro de tu corazón...!”, le suplicaba Turturro en la escena inmortal. La de veces que se lo dije yo a la mujer que me dejaba como deporte: “¡Mira dentro de tu corazón...!” También arrodillado y tal. A Turturro le funcionó una vez; a mí dos. Pero a ninguno nos bastó.

Yo creo, en mi humildad intelectual, pues padezco del sesgo contrario, que el filósofo, se estaba olvidando de la ética. Porque la ética es otra medalla de oro que se compra muy barata en los chinos para luego lucirla en el cuello. Ética es la palabra que sobrevuela todo el metraje de “Muerte entre las flores”. Los personajes son gánsteres, psicópatas, estafadores, corruptos... Parece el Congreso Nacional de un partido político que yo me sé. Y sin embargo, todo quisqui se aferra a la ética para justificar sus crímenes o sus traiciones. También como en el partido ese, mira tú por dónde.

El imperativo categórico de Immanuel Kant ha arraigado en cada personaje para crear una moral muy conveniente y personal. Como en la vida misma, vamos. Y como todos los personajes de “Muerte entre las flores” se creen buenos, al final resulta que no hay buenos ni malos. Sólo negocios, y amores que tiemblan.

Y cosiendo unas cosas con otras, una obra maestra del cine.






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La conjura contra América


🌟🌟🌟

El hombre es el único animal que tropieza dos veces con la misma piedra. Lo decía Paco Costas, en La segunda oportunidad, aquel programa de nuestra infancia que daba consejos sobre seguridad vial y que empezaba con un coche estrellándose contra una roca.

    El ser humano también es el único animal que no sabe reconocer a sus depredadores, decía otro sabio por la misma época. Están las lombrices, claro, que no saben distinguir al jilguero, pero a partir de un cierto nivel de conciencia, hasta los conejos saben quiénes son sus enemigos naturales, y tratan de evitarlos. El homo sapiens no. Sobre todo cuando acude a las urnas… Somos una especie brillante y estúpida. La envidia de todas las demás, y también el motivo de sus chistes más gloriosos.



    Charles Lindbergh, en la vida real, fue un héroe americano. Fue el primer piloto que cruzó el océano Atlántico sin escalas. Pocos años después perdió a su hijo pequeño en un secuestro que terminó en asesinato, y todo el mundo lloró su pena y su desgracia. Lindbergh era un tipo frío y distante, pero rubio, y muy guapo, y un valiente que rayaba lo suicida cuando volaba. Por eso, cuando hablaba, todo el mundo le escuchaba, y en 1939, a su regreso de un viaje por Europa, Lindbergh dijo que Hitler era un gran hombre, se declaró simpatizante del fascismo, y perdió toda la gracia ganada en los doce años anteriores.

    La conjura contra América es una distopía del pasado. Lindbergh se presenta a las elecciones de 1940 por el Partido Republicano, derrota a Franklin D. Roosevelt y forma un gobierno con secretarios simpatizantes del fascismo. La oportunidad soñada de Henry Ford, el fabricante de los coches, que era un antisemita vocacional. EEUU no entra en guerra y decide poner orden dentro de sus fronteras. Y como en el poema de Bertold Brecht, primero se llevaron a los judíos… A la pobreza, y después a los campos de concentración.

     Lo más curioso de todo, lo más sangrante, lo que no deja tranquilo al espectador que se retuerce en su sofá, es que son muchos los judíos que votan alegremente por Lindbergh. Que le siguen apoyando incluso cuando asoma su patita tatuada, con la esvástica. Unos no se enteran, y otros no quieren enterarse. Otros le votan por motivos estúpidos y accesorios… Es lo mismo que yo veo aquí cada vez que hay unas elecciones: lemmings haciendo cola para suicidarse en el acantilado.



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Barton Fink

🌟🌟🌟🌟🌟

Los detractores de Barton Fink -que son legión en los foros de internet- alegan que la película es críptica, indescifrable, sobre todo en su tramo final de flamígeros pasillos y cajas misteriosas. Aseguran -estos heréticos- que los hermanos Coen aprovecharon que el Pisuerga pasaba por California para hablar de pelusas muy íntimas de su ombligo, y que nos colaron sus neuras profesionales en forma de película respetable, casi de arte y ensayo. Pero no hay nada que entender, realmente, en Barton Fink, o que no entender. La película es el relato de una pesadilla, y como tal ha de contarse y de entenderse. El bueno de Barton vive un sueño terrible desde que llega a Hollywood con su máquina de escribir, sus gafitas de intelectual, y su abrigo improcedente para tan altas temperaturas, como un soldado de Napoleón o de la Wehrmacht invadiendo Rusia pero al revés.


    En el mismo instante en que Barton Fink se hospeda en el tétrico hotel regido por Chet, la película abandona cualquier pretensión de ser lógica, verosímil, porque el mundo al que llega Barton tampoco es lógico ni verosímil. Al menos para él, que viene de la otra costa del país y no entiende qué pretende de él la parte contratante de California. Qué narices hace allí -se pregunta- escribiendo basura para una película de serie B, él que es Barton Fink, y que viene aclamado por la crítica teatral de Broadway.

     Además hace demasiado calor, y en su habitación del hotel, enfrentado a la máquina de escribir, los mosquitos le sobrevuelan a sus anchas, y los vecinos de pared no paran de molestar con sus jadeos sexuales por una lado, y con sus tejemanejes secretos por el otro. Enfrentado al folio en blanco que es el anuncio de su fracaso, Barton es incapaz de conciliar un sueño reparador, y se desenfoca, y enloquece, y ya no puede distinguir lo que imagina de lo que ve. Su única salvación, su único remanso de paz, es el cuadro de la chica en la playa, abandonada al placer del rayo de sol. Ella es la única salida de ese manicomio de escritores alcoholizados, huéspedes asesinos y jefazos que viven al capricho de su humor.



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El gran Lebowski

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Dos mil años después de que Jesús predicara en el lago Tiberíades, nació, en la otra punta del mundo, otro profeta que también predicaba la paz fraterna y el amor universal. La concordia entre los pueblos. El hombre se llamaba Jeff Lebowski y fue apodado el Nota. En sus tiempos de juventud, en la Universidad, mientras otros se aislaban en sus estudios y se preocupaban por el futuro, él salía de manifestación con una pancarta en la mano y con un porrete en la otra, para protestar contra la guerra de Vietnam. El Nota dio su ejemplo, tuvo sus discípulos, predicó entre las gentes, pero su mensaje se diluyó entre tantos profetas similares. California, en los años setenta, era como la Judea del siglo I: una tierra propicia para el sermón y para la revuelta. 
Será por eso que el Nota, incomprendido, se refugió varios años en el desierto.

    Al regresar, el Nota vino con otro mensaje, y con otras pintas. Inspirado en el Jesús de los evangelios -que también retornó transfigurado de sus tentaciones- el Nota se dejó el pelo largo, y la perillita, y se vistió con ropas holgadas a modo de túnica. Y se puso unas chanclas de piscina como sandalias de la antigüedad, que solo se quitaba para enfundarse los zapatos de la bolera. El Nota predicaba una paz diferente, interior. La paz del espíritu. Una cosa como budista, oriental, aunque los vodkas fueran de Rusia y los petas de Jamaica. 

    Con solo dos discípulos llamados Walter y Donny -un excombatiente de Vietnam y un exinteligente de la vida- el Nota fundó una religión que ha llegado hasta nuestros día: el dudeísmo, tan válida como cualquier otra que sermonea nuestros males. El dudeísmo predica el no predicar, y el practicar lo menos posible. Simplificar la vida, llevarlo tranqui, pensárselo dos veces. Y a la primera inquietud, un porrete, y unas pajillas, y un ruso blanco de postre, para serenar el ánimo alterado. Vive y deja vivir, tío. Hakuna matata. Take it easy. Respira hondo. Deja que fluya. Porque al final todo se reduce a eso: a estar a gusto con uno mismo. A que llegue la hora de dormir y los perros del estómago no se pongan a ladrar. Llegar a la almohada sin remordimientos ni malos pensamientos. Cerrar los ojos y dejarse ir con una sonrisa de niño. Bobalicona. La felicidad no es más que eso, tan sencilla como un pirulí, tan inalcanzable como las estrellas. Eso predica el Nota. Y yo digo amén a su Palabra, y la extiendo por el mundo. 




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Mia madre

🌟🌟🌟

Los moribundos en una cama de hospital no suelen quedar bien en las películas. Por una vez que el espectador se conmueve y llora a moco tendido, hay otras cien en las que siente vergüenza ajena por el sentimentalismo del director, que pone músicas de violines, y últimas palabras enjundiosas, y nietos a porrillo, alrededor del abuelito o de la abuelita. Sin embargo, todos sabemos que las muertes son más bien solitarias y tristes, y que en estos trances los nietos suelen estar a sus cosas, y los violinistas a sus orquestas, y que los muertos, pobrecicos, suelen despedirse sin comprender nada de lo que sucede a su alrededor, dormiditos, o enajenados, y rara vez tienen la conciencia prístina, y el verbo afilado, para dejarnos la última frase redonda de un guionista inspirado. La muerte es un trámite silencioso, burocrático, y gris.



    Yo, lo reconozco, tengo un problema con este subgénero cinematográfico. Cuando el premuerto se pone a enredar con los sueros, con los cardiogramas, con las respiraciones profundas y mecánicas, yo miro y no miro, entro y salgo, me comprometo y me descomprometo. Cuando el ajetreo de familiares alrededor de la cama no me parece cursi, me parece fingido, o tontaina, o directamente irreal. Comparo lo que he vivido con lo que veo y nunca me veo aludido, o representado. Es como si en las películas la gente se muriera de otra manera, y uno no terminara de creerse la función. Es por eso, quizá, que en cuestiones hospitalarias sólo reconozco haber llorado grandes lagrimones en la muerte de Albert Finney en Big Fish, porque aquella muerte era fabulada, circense, casi una alegría del desvivir, y Tim Burton sorteaba el óbito muy sabiamente, y me hizo llorar lo que no lloré en cien películas anteriores.

    Nanni Moretti, que es un tío muy listo por el que siento un gran afecto -aunque sus últimas películas tiendan al discurso plasta, y al chiste sin gracia- es consciente de que el trance mortuorio siempre queda mal, afectado, y decide, al final de Mia madre, hurtar el momento fatal al espectador. A él, de  todos modos, lo que le interesaba no era la muerta en sí, sino la hija que se queda sola en el mundo, enfrentada a la certeza de que en el "Espere su turno" frente a la ventanilla ella ya es la primera en la cola. La hija, aunque no lo parezca, representa el papel del propio Nanni Moretti, que cuenta en Mia madre un episodio de tintes autobiográficos, pero que ha decidido, desde hace tiempo, no llevar el peso dramático de sus propias películas. 


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Abajo el telón

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Franklin Delano Roosevelt -al que nosotros, en el colegio, llamábamos Franklin Delculo en un alarde de imaginación- fue un presidente de Estados Unidos que se vendió al capital como todos los que han sido desde que George Washington empuñara su fusil. Pero Delano, a diferencia de los demás, tuvo su momento de debilidad, su corazoncito de ser humano. A él le correspondió lidiar con el paisaje desolador de la Gran Depresión, y asesorado por economistas que hoy saldrían en la portada de El País o del ABC retratados con rabos y cuernos, impulsó un vasto programa de inversiones públicas para que los desempleados, al menos, tuvieran una ocupación al levantarse cada mañana, y abandonaran el desánimo, y las cantinas, y los cenáculos del comunismo donde ya se cocía la revolución de la América cabreada. 

Las agencias del gobierno reclutaron trabajadores para construir carreteras, desbrozar caminos, reconstruir escuelas..., Y en las oficinas culturales, se contrataban actores para llevar el teatro a los cuatro puntos cardinales del país. Entretener a las gentes y enseñarles algo distinto a las monsergas de los religiosos. Algo muy parecido a lo que hizo nuestra II República con las Misiones Pedagógicas, y más concretamente, con la compañía de teatro La Barraca, que quiso desasnar con sus representaciones a los españoles de las mesetas y las montañas.

    Pero a Delano Roosevelt, como a los republicanos españoles, se la tenían jurada las fuerzas conservadoras. Las gentes de mal vivir, que diría el añorado Ivá... Ellos tenían a los rojos americanos por gente despreciable, y muy peligrosa, pero al menos los tenían confinados en las grandes ciudades, y dentro de ellas, en barrios muy localizados y fáciles de vigilar. Pero soltarlos así, a los cuatro vientos de la geografía, como una plaga de langostas que predicaran la cultura y la concienciación política, era un antojo que no le iban a consentir a nadie. Es por eso que años antes de cazar las brujas en Hollywood, los garantes del orden lanzaron otra cacería muy olvidada contra las gentes del teatro federal. Una persecución que nos recuerda Tim Robbins en Abajo el telón, título improcedente que esconde el original Cradle Will Rock, que era la obra de teatro que Orson Welles, metido de jovenzuelo en estas movidas, iba a estrenar en Nueva York antes de que se desatara la reacción. Muy estimable la película, y más estimable todavía, su valor didáctico.




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Quiz Show

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Las películas me han enseñado casi todo lo que sé de la vida. La vida, contemplada desde dentro, es un engaño de las personas, un espejismo del paisaje, un enredo inextricable que acaba por fatigarme. Sólo desde la distancia que da el cine puedo observarla con tranquilidad y tratar de comprenderla, tranquilito en mi sofá. Incluso los misterios de la anatomía femenina -esa disposición recóndita y oblicua de las cavidades- tuve que aprenderla de chaval en una pantalla de televisión, vedado el acceso a la realidad palpable por culpa de los curas castrados, y de las chicas holográficas.



    Gracias a las películas uno aprendió sexo y geografía, historia y costumbres. La psicología retorcida y malvada de los seres humanos, también. El cine ha sido mi universidad de la vida. Y no los libros, como le pasaba al bueno de Pepe Carvalho. Puedo seguir a los pensadores y a los divulgadores mientras los leo, pero a la semana siguiente de cerrar los libros, su sabiduría es puro humo que se va por las ventanas. Veo, en cambio, las películas de los grandes cineastas, y sus enseñanzas perduran como grabadas a fuego, indestructibles con los años.

    Por la misma época en que se estrenó Quiz Show, la película de Robert Redford, yo leía a los grandes pensadores de la sospecha, a Freud, a Nietzsche, a La Rochefoucauld, tipos que nos advirtieron que los seres humanos mentían, engañaban, falseaban la realidad en su provecho. Que de buenas a primeras no podías fiarte de lo que te mostraban. Yo decía que sí, claro, porque ellos eran diáfanos en sus explicaciones, pero luego salía a la calle, o veía los concursos en la tele, y me lo creía todo como el pardillo que era, sin malicia y sin bagaje. Otros más inteligentes que yo vieron Quiz Show y escribieron: "El señor Redford nos ha contado una obviedad", pero yo, gilipollas perdido, me pegué una hostia del copón al caerme del caballo, camino de Damasco. ¡La tele era una gran mentira! El patrocinador manda y la plebe traga. Quiz Show fue una revelación que me dejó con la boca abierta.  Yo tenía veintidós años, y era un tonto de remate. 



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Caja de luz de luna

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En Caja de luz de luna, Al Fountain, que es un ingeniero industrial al que todo le sonríe en la vida, se enfrenta al espejo una mala tarde de verano y descubre, acongojado, que le ha salido una primera cana en el cabello, justo por encima de la oreja. Al es un tipo que ronda los cuarenta años, y debería estar preparado para este desenlace fatal de la melanina. Un trance que otros empezamos a sufrir a edades más tempranas, abrasados por el estrés y por la mala alimentación. No voy a decir que los canosos prematuros nos alegremos de las nieves prematuras , pero no montamos, desde luego, este dramón existencial que el señor Fountain desencadena en la película, y que sirve de hilo conductor para que los cuarentones reflexionemos sobre el devenir de la vida, y sobre la realidad lacrimosa de la decadencia. 





            Tengo que confesar que yo, lejos de entregarme a la depresión, celebré el nacimiento de mis canas como una oportunidad en el mercado de las mujeres, pues mis escarchas surgieron inicialmente en las sienes, y en pocos meses ya lucía esas patillas plateadas que algunas incautas confunden con la madurez, y con el buen juicio del portador. Así, felipegonzaleado, empecé a a notar que algunas hembras me miraban un segundo de más en las colas del supermercado, y en las barras de los bares, y aunque estas miradas nunca dieron paso a la conversación que precede a la aventura, porque la verdad es que tampoco está uno para glorias de rechupete, yo me sentía, por fin, después de veinte años de espera, un hombre objeto.

            Sí, amigos, es así de triste. Para mí, que nunca fui un triunfador, las canas no marcaron la frontera entre el éxito sexual y los primeros achaques de la pitopausia. Las canas dieron comienzo a mi pequeña edad de oro, de la que no he sacado gran partido, eso es verdad, porque pelean en mi contra otros graves defectos. Este blog, por ejemplo, que tampoco ayuda mucho a tal empeño, siempre al borde de la charlotada, de la exposición impúdica de mis entretelas.  Y es que salvando las sienes encaladas, no hay mucho más que ofrecer. Con la edad, mis miradas no se han vuelto más sabias, ni mis ademanes más contenidos, ni mis opiniones más moderadas. No he dominado mis impulsos, no he refrenado mis estupideces, no he sustituido la grasa por la finura, ni la torpeza por la mesura. Soy un adolescente atrapado en el cuerpo de un hombre maduro, y las mujeres más inteligentes lo saben, o lo adivinan, y me borran rápidamente de sus agendas mentales. Mis cabellos canos sólo pueden engañar a las más bobas, a las más superficiales, y a las mujeres que no deseo. Sea como sea, a mis canas les debo lo poco que conservo de mi orgullo masculino. Sin ellas ya no sería hombre, sino fantasma, pasado, premuerto. Gracias a que me salen cada vez más, y cada vez más lustrosas, todavía sueño y fantaseo. Al contrario que Al Fountain, nunca lloro delante del espejo cuando descubro una nueva.



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