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Volar en círculos, de John le Carré

 

🌟🌟🌟

Al final nada: un charlar en círculos. Como las palomas del título original. En la revista de cine pusieron adjetivos muy bonitos a este documental sobre John le Carré, pero luego, en el fondo, no es más que una conversación casi del programa “Epílogo”. Me la metieron doblada.

Yo, además, in illo tempore, había leído alguna de sus novelas -muy confundidas en la memoria con algunas de Graham Greene -, así que me lancé a la aventura de descargar el documental en el eMule. Bastante tengo ya con los jayeres que me cuesta Movistar + como para encima abonarme al Apple TV + de las manzanas y las narices.

De John le Carré, que trabajó como espía para el MI 6 y luego hizo literatura con sus experiencias, uno esperaba confesiones más reveladoras. Más de irte a la cama con una nueva sabiduría sobre la Guerra Fría y las maldades de los agentes secretos. Como ya está tan mayor en la entrevista, como con un pie dentro de la vida y otro fuera, me dio por pensar que total, para lo que le quedaba en el convento, quizá Le Carré iba a romper algún sello ultrasecreto o a contar cosas indebidas sobre Fulano o sobre Menganovsky, y que luego, ya en la tumba, fueran a buscarle para detenerle por traidor a la patria. 

Pero no: Le Carré se toma muy en serio su exoficio, hasta la última gota de sangre si fuera menester. Él es un tipo convencido de su misión en el mundo: un anticomunista cerval y un prohombre de la libertad, aunque luego, en alguna de sus novelas, se meta con las grandes corporaciones capitalistas solo para despistar un poco al personal. 

Tres cuartas partes de la entrevista giran en torno a la relación que John le Carré -nacido como David Cornwell- mantuvo con su padre, un estafador de altos vuelos que estuvo varias veces en la cárcel. O sea, un rollo macabeo. "Soy rebelde porque el mundo me hizo así" y tal. "Soy espía porque de niño me acostumbré al engaño y a la traición”. Un intento de convertir un carácter o una necesidad heredada en los genes en un culebrón nicaragüense, con mucho psicoanálisis de garrafón. 





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El hombre más buscado

🌟🌟🌟🌟

Sé que dentro de unos meses, antes incluso de que termine el año, se me habrán olvidado los juegos de espías que enhebraban El hombre más buscado. Quién era el bueno y el malo, el idealista y el pragmático. El que tenía cara de listo y el que hacía de primo en la partida. Se me olvidará todo este enredo del checheno, del banquero, del agente obsesionado con abrillantar su currículum maltrecho. Sólo me acordaré del bendito frío de Hamburgo que le sonrosaba los mofletes a  Rachel McAdams. El resto se me irá por el sumidero de la memoria, ay, y será como si esta tarde de verano nunca hubiese existido. 
    Y eso que la peli es cojonuda: un John LeCarré bien adaptado que te mantiene atornillado al respaldo de la cama. Pero soy yo, en este caso, el que no está, el que mira sin ver, el que procesa sin asimilar. El que está a la película con un ojo y tiene el otro puesto en Babia, en el laberinto de sus enredos. El que antes amaba a Robin Wright con automatismo platónico y hoy, al descubrirla disfrazada de agente de la CIA, con unos ojazos que brillaban como una llama de butano, invernales y maléficos, sólo ha sentido palpitar media aurícula y un cuarto y mitad de su ventrículo. 

       Cuando caigan las primeras nieves del invierno -es un decir, con el cambio climático, que aborta los copos antes de nacer- confundiré El hombre más buscado con otras mil películas de espías que siguen recorriendo los paisajes de Centroeuropa, tan grises y tan gélidos, tan propicios a la gabardina y a las volutas de los cigarros. Pero dejando aparte los mofletes de Rachel y los ojos de Robin, también sé que perdurará en el recuerdo (porque está perfecto y conmovedor, y aquí nos regala su último gran personaje, y uno siente pena cuando lo contempla semanas antes de morir, o de matarse)  Philip Seymour Hoffman. Este tipo movía una ceja o pronunciaba una palabra y te dejaba helado, o emocionado, según lo que tocara en el momento. Y ese privilegio de la sencillez sólo la alcanzan los grandes actores. Los que no necesitan gritar, ni moverse, ni sobreactuar: ellos saben que en la musculatura fina y en el ademán pausado reside el secreto de la convicción. Hoffman se nos fue y todavía no hemos caído en la cuenta de lo mucho que perdimos. 



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