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El honor de los Prizzi

🌟🌟🌟🌟

Sólo quince kilómetros en línea recta separan Corleone de Prizzi, en la isla de Sicilia. Lo he mirado en Google Maps. Son los mismos, más o menos, que separan la influencia de los Corleone y los Prizzi en la ciudad de Nueva York. Como si los viejos patriarcas, don Vito y don Corrado, cuando huyeron de sus terruños, se hubieran traído la isla consigo y hubieran calcado incluso las distancias, aunque en Nueva York los límites no vengan marcados por los valles y las montañas, sino por las avenidas rectilíneas y los puentes espectaculares.

    Los Prizzi, como los Corleone, también poseen casinos en Las Vegas, acciones en los bancos, recaudadores de impuestos en los bajos fondos... Matones que liquidan a todo el que se va de la lengua o sisa más de lo permitido. Cuando el trabajo es más delicado de lo normal, de los que no pueden dejar huella o no pueden fallar a la primera, los Prizzi depositan su confianza en Charley Partanna, que es un psicópata de gatillo frío y sonrisa inalterable. Charley no lleva la sangre de los Prizzi, pero ha sido ahijado como tal, juntando los dedos índices que sangraban.

    Pero esto, por supuesto, sólo es una declaración de intenciones, antes de que vengan los negocios a incordiar. Los Partanna y los Prizzi no comparten los talantes, y eso, a la larga, será una fuente de problemas. Los Prizzi guardan un celibato casi monacal para que el pito no interfiera en el raciocinio, y sólo de vez en cuando, presumimos, echan mano de sus amantes para desfogarse los instintos. Charley Partanna, en cambio, es un pichaloca que tiene otro gatillo muy fácil dentro de los calzoncillos. Cuando conozca a Irene Walker -la rubia irresistible que lo mismo asesina para los Prizzi que les roba sus recaudaciones-, Charley perderá el oremus de sus fidelidades y ya no sabrá a qué carta quedarse.

    En “El honor de los Prizzi”, la mafia sólo es el telón de fondo de un drama más viejo que el cagar: la tragicomedia del hombre atrapado entre sus deberes y sus instintos. 




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El viento y el león

 🌟🌟🌟


La película está bien. Demasiado espectáculo, quizá, para tan poco guion. Pero es que es cine majestuoso, de pantalla grande, para espectadores de otra época. Justo lo contrario de lo que se hace ahora, cine enrevesado de paisajes muy modestos para que quepan en las pantallas de nuestro salón.

    Ojalá pudiera haber visto El viento y el león de pequeño, en el cine Pasaje, con esos paisajes abrumadores que al final eran todos de aquí -Almería por el Rif, y la Sierra de Madrid por el Parque de Yellowstone- y esas batallas a campo abierto que de niño, mucho antes de la objeción de conciencia, y del antibelicismo de la Internacional Socialista, me dejaban turulato. Pero John Milius, ay, rodó su película demasiado pronto, o yo nací demasiado tarde, y no pudo darse la coincidencia. En El viento y el león sale Sean Connery desatado, y Candice Bergen como una flor, y no me arrepiento de haber asomado el morro por curiosidad cuando recomendaban la película en los panegíricos de hace un mes. La de Connery que me faltaba, realmente.

    Habría estado bien, de todos modos, que John Milius hubiera rodado una segunda parte de las andanzas del sultán Raisuli ya entrado en años. Una en la que tuviera que enfrentarse al nuevo ejército colonial que desembarcaba en sus costas del Rif. Ya no el americano, ni el alemán, como en la primera entrega, tan organizados y tan primorosos, sino el español, el desharrapado, el reclutado a punta de amenaza en las levas de la Península. ¡El desembarco de la bahía de Alhucemas!, que estudiábamos en clase de Historia antes de la LOGSE, comandado por  el general Primo de Rivera, y subcomandado por los generales Franco y Sanjurjo, que se apuntaron a la excursión para probar nuevos métodos de masacrar cabilas antes de emprender la guerra contra el comunismo. Qué película se perdió ahí... El viento y el león 2: Raisuli contra Franco. Sean Connery retando a duelo a Juan Echanove, o a Santi Prego, ese actor que clavaba al asesino en la última de Amenábar. El vozarrón contra la voz aflautada. La nobleza contra la psicopatía. 007, contra Miniyó.




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Fat City

🌟🌟🌟🌟

En la película de John Huston, Fat City no es la ciudad de los gordos, sino la ciudad de los fracasados. Una película de losers, tan americanos, a los que aquí llamaríamos gente normal: tipos que en su juventud alimentaron sueños de arte o de deporte, pero que luego, en el momento decisivo, no tuvieron el talento, o la suerte, o la compañía, o ninguna de las tres cosas.

    Los protagonistas de Fat City son boxeadores del montón, lumpen de gimnasio, carne de cañón en los certámenes de pueblo. Los soldados del gran ejército de los fracasados, sobre los que luego se erige el triunfador que alza los brazos mientras suena “The eye of the tiger”. La montaña de cadáveres tras la batalla. Los espermatozoides fallidos de la vida. El cine ha contado muchas historias de espermatozoides con pegada de mulos que alcanzaron la gloria en el ring y luego cayeron al vacío derrumbados por los vicios. Casi siempre arrastrados por su propio carácter, voluble e irascible. Como les pasa también a estos boxeadores de Fat City, que se enredan en el alcohol, en la inconstancia, en la falda de la mujer inadecuada…, solo que ellos se pierden sin remedio antes de catar cualquier gloria.

    En las películas sobre el triunfo, los boxeadores que salen en Fat City apenas ocupan unos segundos de metraje. Son esos tipejos medio fofos y torpes que alimentan la esperanza temprana de quien luego será campeón del mundo. Tipos anónimos que en esas películas siempre salen en una escena de montaje frenético, casi atropellándose en las derrotas y en las caídas a la lona,  mientras giran los carteles que anuncian el próximo combate del protagonista, en letras cada vez más grandes.



    De todos modos, el boxeo, en Fat City, sólo es la metáfora de cualquier lucha por destacar y salir del anonimato. De labrarse una pequeña gloria, aunque sea provinciana, para presumir un poco en el bar ante las amistades: “Yo estuve una vez allí…” Yo mismo lo intenté una vez, con la literatura, cuando estaba fat de verdad -Fat Village en todo caso-, y me quedé en eso: en el escritor derrotado que sirvió para contrastar la verdadera calidad de los que saben narrar. Ahora, en el bar, como Stacy Keach en Fat City, cuento batallitas para rebajar la amargura de aquel fracaso.
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Bajo el volcán

🌟🌟🌟🌟

Hacía una semana que no veía una película. Creo que he batido mi propio récord. Ni siquiera cuando estuve hospitalizado pasé tanto tiempo en ayunas, porque allí, pasado el susto, y a la espera de pruebas, me llevaron el portátil para seguir dándole a mi mayor vicio, que es la huida de la realidad a través de una pantalla. Tendría que remontarme a los tiempos del pueblo, de la familia política, de cuando yo no tenía ni portátil, sólo un teléfono móvil sin internet.



    No es una crisis de mi cinefilia. Porque una crisis de mi cinefilia sería como una crisis de mi sangre, o de mi respiración: la muerte segura. Las películas me son tan necesarias como el oxígeno, o como la glucosa, pero de momento sobrevivo porque tengo reservas para llenar dos jorobas, y las que hagan falta. Sucede, ahora, que estoy dedicado a otros escritos, en culo y alma, los que habrán de darme la fama y el dinero, y necesito tiempo para desarrollarlos, perfilarlos, darles un sentido y una estructura antes de que llegue septiembre y el tiempo libre se divida por dos, o por tres, según venga la jugada. Y en mi caso -como ya saben los cuatro gatos de este callejón- ver una película no es sólo verla: es escribirla después, y publicar lo escrito, y eso consume horas a porrillo, gratificantes en el asueto, pero fastidiosas en la urgencia.

    Pero el blog se quejaba, como un polluelo hambriento, y yo le oía piar a pesar de tener su pestaña cerrada. Así que me he apiadado de él, he tomado un respiro, y para darle de comer he elegido ver Bajo el volcán, que es de John Huston, y sale Albert Finney, y va de un tipo de mi edad que prefiere huir de la realidad deprimente no a través de una pantalla,  sino dándole todo el día a la botella, en Cuernavaca, a los pies del Popocatépetl. El título me llamaba, me seducía, porque yo también he vivido los últimos meses bajo un volcán, uno metafórico, pero que también escupe fuego y vapores tóxicos. Todos vivimos, en realidad, bajo un volcán, a la espera de la erupción que lo pondrá todo patas arriba. En esto no hay volcanes extintos. Sólo dormidos.



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Vidas rebeldes

🌟🌟🌟🌟

Vidas rebeldes cuenta la historia de tres hombres que quieren tirarse a Marilyn Monroe. Como cualquier hombre heterosexual en 1960, supongo, americano o extranjero. El problema es que ninguno de estos tipos sabe lanzar la pelota como Joe DiMaggio, ni sabe escribir libros profundos como Arthur Miller, ni, por supuesto, dirige los destinos de la nación desde el Despacho Oval con una sonrisa Profidén. Gay, Guido y Perce -que ya tienen, de partida, unos nombres poco glamurosos para conquistar a este bellezón- son tres vaqueros que se ganan la vida como pueden, tres inadaptados sin afeitar en los desiertos de Nevada, que es el título original de la película, The Misfits, y no esta gilipollez que le pusieron en el mercado nacional. Tres excombatientes de la vida, y de la guerra, que cuando conocen a Marilyn Monroe -porque Norma Jean, en la película, hace de sí misma sin mucho disimulo- se ponen como tontos, como muy poéticos y excitados, y tratan de camelársela cada uno con sus virtudes y sus imposturas.



    El que parece llevarse el gato al agua es Gay, porque Guido es tan feo que luego hizo de feo oficial en El bueno, el feo y el malo, y Perce, el pobre, aunque es el más joven y guapo de los aspirantes, lleva tantas hostias en la cabeza, de otras tantas caídas en el rodeo, que a veces confunde a Marilyn Monroe con una vaca, o con un cactus del desierto, lo que ya es mucho confundir. Pero Gay, que se parece mucho a Clark Gable entrado en años, esconde cierta afición por cargarse a todo bicho viviente que se mueva por las cercanías, lo mismo simpáticos conejos que caballos salvajes, y Marilyn, que siente aversión por los machos armados con escopeta, comprenderá demasiado tarde para el amor, pero no demasiado tarde para salir corriendo, que Nevada sigue siendo el Far West sin civilizar, el confín todavía no hollado por los hombres sensibles y románticos.

    (Si todas las películas antiguas terminan siendo, con el paso del tiempo, una captura de fantasmas, The Misfits es quizá la sesión espiritista más famosa del celuloide. Una verdadera película maldita. Todos ellos, salvo Eli Wallach, se murieron poco después, o se fueron matando ya sin remedio, y casi conmueve el alma verlos ahí todavía, tan frágiles, pero todavía vivos).


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El tesoro de Sierra Madre

🌟🌟🌟🌟

En los primeros minutos del making off nos cuentan que el autor de El tesoro de Sierra Madre, la novela, es un tal B. Traven, cuya identidad aún es una incógnita para los historiadores del cine. Una gilipollez, obviamente, un recurso dramático a lo Iker Jiménez para montar una película de suspense tras la película de aventuras.

    Basta con venirse a la Wikipedia para encontrar al asesino que asestaba los teclazos contra el folio. B. Traven era el pseudónimo del escritor alemán Otto Feige, un hombre cuya vida, desnovelada y cruda, también daría para hacer una película cojonuda. Otto Feige soñaba con la instauración del Soviet de Baviera en los tiempos de Rosa Luxemburgo, pero fusilada la intentona -en lo metafórico y en lo sanguinario-, puso un océano de por medio y encontró refugio en México, donde había otra revolución socialista en marcha. Pero la revolución de México era mucho más confusa y polvorienta, con bandoleros que jamás habían leído a Marx ni a Engels porque muchos, entre otras cosas, no sabían ni leer.



    El tesoro de Sierra Madre es una historia ejemplar sobre los peligros de la avaricia. Porque la avaricia rompe el saco, y también los saquitos de oro donde los protagonistas de la película llevan su fortuna a lomo de los mulos. La película es socialismo pedagógico, la antítesis moral de lo que enseñaba Gordon Gekko en Wall Street, y sorprende que en 1948 los censores inflamados de anticomunismo dejaran pasar la película por el radar, quizá más pendientes de detectar una teta, o de que no se viera caer a los muertos en las balaceras.

    El tesoro de Sierra Madre es un canto  a la felicidad por encima de los bienes materiales, porque éstos, cuando garantizan el techo y el sustento, se vuelven superfluos y corrompen el alma. La película sólo yerra cuando afirma que el dinero cambia a las personas,  porque el dinero, en realidad, sólo las descubre. Les quita la pose, el disfraz, la vaciedad de las palabras que no cuesta nada pronunciar, y nos las muestra como Dios las trajo al mundo: desnudas de sencillez, o ávidas de oro.


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Chinatown

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Mientras veo Chinatown me pregunto -en segundo plano, claro, como los antivirus, o las actualizaciones del sistema, porque la trama es absorbente e inaplazable -, qué hacía yo hace diez o quince años cuando la película no era una obra maestra, como ésta, sino el aburrimiento supino, e incluso prono, que me recomendaba un amigo, una damisela, o yo mismo, autoengañado, por querer dármelas de cinéfilo puretas. 



    Qué hacía yo, en los tiempos de la pre-tecnología digital, sin un teléfono móvil a mi lado para traicionar mi fidelidad a la película. Qué hacía uno, en la juventud, cuando se enfrentaba al tostón insufrible de Dreyer, o de Godard, o al truño infumable de un director de Taiwan que otros aspiraban como el mejor de los porros orientales…  Qué hacía uno con las manos, con el pensamiento, con las posturas incómodas, cuando el viernes por la noche ponían en Canal + un estreno que también venía muy aplaudido, y muy premiado en los festivales, y que luego, a la media hora, provocaba el bostezo, la decepción, las ganas casi de suicidarse,  mientras los demás estaban ahí fuera, tras la ventana, despreocupados de la cinefilia, gozando la alegría loca de los encuentros y los desencuentros.


    El teléfono móvil se ha convertido en el termómetro de nuestro entusiasmo por la cultura. Y no hay que ponérselo en el sobaco, ni que metérselo en el culo, para dar la temperatura exacta de nuestro aburrimiento: basta con contar las veces que echamos mano de él para medir la fiebre del trastorno compulsivo.

    Viendo películas como Chinatown, nuestro espíritu no necesita una toma de temperatura. En esas dos horas queda inmune al virus del despiste, de la interrupción, de la ida de olla… Las películas como Chinatown extinguen, calcinan, arrasan como un lanzallamas todo ese mundo de curiosidades, amistades y rabiosa actualidad que nos aguarda en el teléfono. Los juegos, los chismorreos, la hoguera de las vanidades… El cine se inventó para evadirnos de la realidad, y sumergirnos en los sueños. Pero en los sueños coordinados, claro, los coherentes, no esa mierda que soñamos por las noches, que es gratis, y así sale de enredada, de poco clarificadora, proponiendo una pesadilla que siempre es peor que la enfermedad.


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El hombre que pudo reinar

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Ya no quedan reinos perdidos a los que huir, como Kafiristán. En el siglo XIX todo era más fácil para los aventureros que buscaban la felicidad. Liabas a un amigo, te liabas la manta a la cabeza, te pertrechabas con la ayuda de unas mulas y medio mundo estaba ahí, a tus pies, casi sin descubrir, tras el puerto de montaña. Con un poco de suerte, las tribus del valle podían confundirte con un semidios -el descendiente de Alejandro Magno, o el hijo perdido de los atlantes-,  y gracias al malentendido te tumbabas a la bartola en el palacio de las montañas, a vivir a cuerpo de rey. A disfrutar del ocio de no hacer nada, del privilegio de acostarte con las mujeres más bellas. De soñar con la vuelta a la civilización chapado en oro, para ser la envidia de tu cuñado, y de la bruja que vive en el 5º derecha.  Y luego, a comienzos de septiembre, si la policía no lo impide, regresar a esa segunda residencia palaciega, que ya se habrá convertido en tu patria verdadera. En tu lugar en el mundo.



    Las probabilidades de encontrar un paraíso eran más altas en los tiempos de Rudyard Kipling, y no como ahora, que ya está todo descubierto, y también emponzoñado por la televisión. Hasta los indios yanomami ya saben que los hombres blancos no son dioses que traen cristales de colores, sino demonios que vienen a talarles los árboles. Los aventureros de ahora, cuando creen que han encontrado el este del Edén, se decepcionan al ver que hasta los estedénicos visten la camiseta de Messi o de Cristiano Ronaldo cuando salen a recibirles, e incluso saben imitar el grito del portugués cuando mete los goles con la Juventus: “Uuuuuh…”

    A los inconformistas del siglo XXI ya sólo nos quedan los reinos imaginarios para encontrar refugio cuando llueve. Los que dibuja un buen porro, o los que salen en los libros, o en las películas. Como el Kafiristán de El hombre que pudo reinar, que es una obra maestra que habla sobre la amistad y también sobre el sueño de mandarlo todo a tomar por el culo, y plantarte en un sitio donde nadie te conoce, y nadie habla tu lengua. Y donde tú tampoco entiendes la suya. Y sin embargo caes de pie, y respiras la posibilidad de ser feliz. Un sitio donde volver a nacer, renacer, sí, pero ya casi contra reloj.



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Dublineses

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Cuando Gabriel descubre a su mujer traspasada por La chica de Aughrim, comprende, abofeteado por una intuición, que él es un personaje secundario en la vida de su esposa. Durante los tres minutos que dura la canción, ella se ausenta por completo, indiferente a su presencia, y viaja muy lejos, a un recuerdo que transforma su rostro y arranca sus lágrimas. Sólo un amor perdido podría transfigurarla así, y Gabriel empieza a preguntarse si su mujer se descompondría del mismo  modo si un día tuviera que recordarle escuchando una música similar.




    Ya estaban a punto de irse de la fiesta, a punto de salvarse, felices y enlazados, pero el cochero se demora, él tarda en calzarse las botas, y de pronto, del piso de arriba, surge la canción que entona el tenor Bartell D’Arcy, y que detiene a Gretta a media escalera. Si todo lo anterior hubiera sucedido sólo un minuto antes… Pero ahora ya es tarde, y algo se ha roto definitivamente entre los dos. Al llegar al hotel ella le hablará de Michael Fury, el muchacho del que estuvo enamorada en su adolescencia. Un chico que también bebía los vientos por ella, y que una noche de invierno -la última que Gretta vivió en casa antes de ser encerrada en el internado de Dublín- se presentó bajo su balcón, cantó La chica de Aughrim y a los pocos días murió, enfriado el cuerpo y congelada el alma. Michael Fury lleva muchos años enterrado en un pueblo lejano, pero esa noche ha renacido de entre los muertos...
   
    Gretta no se abraza a su marido, no le mira, no busca en él el consuelo. Cuenta su historia como quien está soñando, o recordando el amor en una celda solitaria. Finalmente caerá en la cama sorprendida por un sueño repentino y justiciero, y Gabriel se asomará a la ventana para ver nevar sobre Dublín. La nieve cae sobre los vivos y sobre los muertos, piensa, y dentro de unos pocos años todos ellos estarán muertos. Él, y Gretta, y los presentes en la cena de Reyes, en casa de sus tías. Todos se reunirán con Michael Fury en el otro mundo sin Navidad. Gabriel está conmovido y destrozado. Ha comprendido que Gretta le ama, pero que hubo un tiempo en que ella amó a otro hombre con más fiereza, con más desesperación. Es triste, sí, pero qué importa todo en realidad… La vida sigue. Su matrimonio seguirá. Vendrán otras Navidades y otras fiestas. Y otras nieves que irán depositándose sobre los nuevos vivos, y sobre los nuevos muertos. Alguna vez será la última, y la siguiente, la primera.


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La noche de la iguana

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El reverendo Shannon quiere elevar su espíritu hacia Dios, pero el peso de sus testículos es excesivo, y marmóreo, y ese lastre lo retiene en los asuntos mundanos de la pasión. Siendo él un pastor protestante, de los que goza de bula divina para el sexo, no habría mayor problema en darle a Dios a lo que es Dios y a la esposa lo que es de la esposa. Pero el reverendo, muy alejado de la idea del matrimonio, siente una lacerante debilidad por las chicas más jóvenes de la parroquia, que son seducidas en la sacristía con la excusa de dar una clase particular sobre la segunda carta de San Pablo a los Tesalonicenses. 

    El reverendo Shannon es un hombre atractivo que asegura ser él el seducido, y no el seductor: una verdadera víctima de los demonios travestidos en jovencitas. Pero esta excusa pueril no le salva de ser expulsado de su iglesia cuando los feligreses, que no quieren ir a los servicios dominicales con sus hijas sujetas con correas, deciden elevar una queja formal a sus superiores eclesiales.

    Ninguneado por Dios y rechazado por sus ovejas, el reverendo emprenderá una nueva vida en México, de guía turístico, ofertando un servicio completo de playa más hotel y consejos espirituales. Pero sus carnes, ay, viajan con él a todos los sitios, y en ellas, entreveradas en los tejidos, siguen anidando las mismas tentaciones que nada saben de fronteras ni de arrepentimientos. Borracho como una cuba, a punto de perder su nuevo trabajo, perdido en una selva que es al mismo tiempo tropical y metafórica, Shannon dará con sus huesos en el hotel playero que regenta Maxine, una Ava Gardner que más parece un súcubo afincado en Puerto Vallarta que una mujer refugiada de las tempestades. 

    Doña Ava sonríe, o mueve una cadera, o guiña un ojo, y el reverendo Shannon, y los espectadores que fueron y somos, y seguirán siendo, notan que algo muy primario y muy hermoso, de una sensualidad inocente y selvática, se mueve un poco más abajo de las entrañas. Shannon buscaba la paz espiritual y se ha encontrado otra vez con el demonio del sexo, que se posa en su hombro izquierdo para provocarle.




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