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True Detective: Noche polar

🌟

Escena 1: Un empleado del matadero agrede a una compañera de trabajo. Otra compañera, para defenderla, le atiza al tiparraco con un cubo de metal. Lo derriba, pero el tío es un cavernícola, un borracho pendenciero, y cuando se levanta para seguir soltando hostias es reducido por una mujer policía que en sus tiempos mozos mataba osos con las manos.

Subtexto: ojito con la poli, que aunque sea mujer es de armas tomar. 

De momento, nada que objetar. Pero...


Escena 2: Los policías entran en la misteriosa estación científica, abandonada sin explicación. Un televisor encendido no deja de dar la matraca. El poli joven no es capaz de averiguar cómo se apaga. No hay mandos, enchufes, nada... Su jefa, Jodie Foster, le suelta una patada a un panel y allí aparecen los cables escondidos. Hay una mirada de suficiencia. 

Subtexto: qué lejos quedan los tiempos del mansplaining, muchacho, cuando teníais que explicarnos incluso cómo se programaba un vídeo.


Escena 3: Solucionado el tema de la tele, otro policía enciende un ordenador y hace lista de los científicos desaparecidos que trabajaban en la estación.

- ¿Todos hombres, eh? -suelta el personaje de Jodie Foster con una retranca muy podemita.

Subtexto: el puto patriarcado. Seguro que había mujeres científicas igual de preparadas a las que han marginado del proyecto y han dejado en casa fregando los platos.


Escena 4: en su recorrido por la estación, los policías descubren un sándwich abandonado. Jodie Foster y su subalterno discrepan sobre el tiempo que puede llevar allí ateniéndose al estado de la mayonesa y del embutido. Para zanjar la cuestión, Jodie Foster le suelta:

- ¿Tú no eres de esos padres que hacían sándwiches, verdad?

Subtexto: mientras tú te emborrachabas en el bar con los amigotes o veías fútbol repantigado en el sofá, seguro que tu mujer, la pobre, se encargaba de la crianza completa de los chavales.


Cuatro zascas y aún no hemos llegado al minuto 15 del primer episodio... El misterio de “True Detective 4” no es encontrar al asesino, sino dar con un hombre en Alaska que no sea un agresor, un machista o un inútil integral. No me siento aludido, pero no me interesa. Ya sé de qué va esto. Es un poco cansino.







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Elysium

🌟🌟🌟

Es una pena, esto de haber hecho voto cartujo para el asunto político, porque Elysium me daba para escribir un discurso bolchevique sobre la lucha de clases, que ni en el siglo XXII, al parecer, va a conocer el descanso. Todo lo contrario…

Me lo ponían a huevo, Neill Blomkamp y sus secuaces, con esto de la Ciudad en las Estrellas construida para los ricos, mientras que abajo, en la Tierra, la chusma se da de navajazos para sobrevivir entre la contaminación y la superpoblación. Qué parábola más cojonuda, la de Elysium… Menuda metáfora que estoy desaprovechando para sacar de paseo a la momia de Lenin, ahora que además sabemos que la Ayuso vive en una suite de lujo muy por encima de la mugre, una Elysium de las alturas de Madrid, que te la imaginas, a doña Isabel, al lado de Jodie Foster en la película, cogestionando la seguridad del Paraíso y poniendo caras de asco cada vez que un pobre quiere pasar a saludarlas, y no desentona para nada, la jodía, que tal vez estamos perdiendo a una política seria pero estamos ganando a la próxima Penélope Cruz del star system.



    Pero no… ¡Basta! Para una vez en mi vida que hago voto de silencio -ya que no puedo hacerlo de castidad, ni  de frigorífico bajo en calorías -, no quiero romperlo a los pocos días de la ceremonia. Así que prefiero contar -como siempre que me escaqueo del opinar- una anécdota personal, de una vez que estuve en un sitio muy parecido a Elysium. Un club de golf en la isla de Mallorca, al que yo jamás me hubiera acercado ni a un kilómetro de distancia -por si disparaban, o te electrocutabas en la valla- pero al que fui arrastrado por el entusiasmo aventurero de mi hermana, que dijo estar bien informada de que allí, en su terraza, hasta las ocho de la tarde, cualquiera que fuera vestido dignamente podía tomarse una cerveza sin ser expulsado por un ángel flamígero.

    Y era cierto... Llegamos, nos sentamos, pedimos unas cervezas bien frías y un ángel rubio que allí habitaba nos las sirvió con una sonrisa perfecta, inmaculada, sin asomo de ironía o de perplejidad. Fue la primera vez -y de momento la única- que me sentí uno de ellos. Un ricachón más. Un golfista más. Casi me dieron ganas hasta de sacar el carnet de conducir, sólo para comprarme un Mercedes o un Ferrari en el concesionario de los alemanes…

    Desde la terracita se les veía allá abajo, a los ricos, pateando los greenes y los rafts, y por un rato me sentí su camarada, su compañero de lucha contra el obrero. Tardé un rato en relajarme, en olvidar mi complejo de polizón en un yate, pero cuando al fin reposé la espalda, estiré las piernas y tomé confianza para mirar el infinito, sentí, de pronto, como transfigurado por el lado oscuro de la Fuerza, que si yo fuera rico, si yo viviera en Elysium, prohibiría la entrada en mi club a unos Rodríguez cualquiera de la vida como nosotros. Quizá, después de todo, es una suerte que yo haya vivido siempre en el lado cutre de la vida.



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Un dios salvaje

🌟🌟🌟🌟🌟

Lo dice un personaje de la película, y yo firmo al pie de su declaración: todos somos unos hijos de puta con muy mal genio. Es verdad que él lo dice después de pegarse dos lingotazos de buen whisky, uno de  malta, por cierto, añejado 18 años, un lujo que no está al alcance de cualquiera porque esto va de cuatro burgueses que discuten sobre qué hijo pegó primero al hijo de los otros y viceversa. Ya se sabe que sólo los niños y los borrachos dicen la verdad, y a falta de una máquina del tiempo que nos devuelva a la niñez, nos agarrarnos al alcohol -unos a diario, otros más de vez en cuando- para confesar obviedades que en estado sobrio preferimos disimular.


    Sí, todos somos unos hijos de puta con mal genio, y sólo tienen que encontrarnos el resorte para que la mala hostia salga de la caja impulsada por un muelle. Cada uno tiene su punto débil, susceptible, a veces en el talón de Aquiles y a veces en un lunar de la espalda. Lo tocas y se viene abajo el disfraz de la cortesía, para quedarnos desnudos con nuestros exabruptos de simio cabreado. Bienaventurados los mansos, dijo Jesús en aquel sermón de la montaña que los Monty Python no lograban escuchar con claridad. Bienaventurados porque heredarán la tierra, decía él, pero supongo que se refería al ideal de concordia que reinará sobre el mundo cuando la transición del mono al hombre se haya completado. Dentro de mucho tiempo, presumo, al paso que va la burra evolutiva…

    Hasta entonces, seguimos en guardia, sonrientes pero tensos, educados pero recelosos, porque un dios salvaje habita dentro de nosotros. Uno que menos mal que suele estar bastante dormido, o despistado con el fútbol, hasta que le tocan los cojones con algún asunto muy particular. Entonces nos sucede lo mismo que a estos dos matrimonios de la película: que pierden la compostura, que se aflojan la corbata, que se sueltan la blusa, que desenrollan la lengua y dejan que el sol salga por Antequera. O por Nueva York. 

    Y nuestros hijos, ay, son el resorte casi universal. El que nos hace saltar a la mínima, si los acusan de algo, o si los extraños les ponen en cuestión. Es un reflejo biológico que tiene muy mala rienda, por muy racionales que nos pongamos.




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Hannibal

🌟🌟🌟

Ha envejecido muy mal, Hannibal. O quizá soy yo, también, el que ha envejecido muy mal con ella. Han llovido tantos crímenes desde entonces, tantos gores que impactaban, tantas sanguinolencias que salpicaban… Nos hemos curtido la piel, o nos hemos aburrido de la truculencia, ya no sabría qué responder. Lo que hace diecisiete años –¡dios mío, diecisiete años…!- era una secuela más que digna de El silencio de los corderos, con Hannibal Lecter por fin de personaje principal, Clarice Sterling teñida de un pelirrojo muy sexy, y Ray Liotta mostrando su inteligencia en la inmortal escena de la casquería, ayer por la noche, en nostálgica sesión, cuarentón largo el uno y cuarentona corta la otra, se convirtió en una película de dudosa coherencia, de ocurrencias casi risibles, indignas de tan memorables guionistas que firman el libreto.



    Hannibal no resiste una batería de preguntas razonadas. Todo es efectista e improcedente. Muy interesante, claro, porque estamos hablando de Ridley Scott,  que tiene su pericia, y de Hannibal Lecter, que es un personaje subyugante, y la película, si te dejas llevar, si refrenas los impulsos del repelente niño Vicente, tiene un rollo muy guapo de thriller oscuro y perverso.  Pero no funciona, el apaño interior. Hay demasiado fórceps en las ocurrencias, demasiadas licencias en las ceremonias. Y Anthony Hopkins, además, está gordo. Pasado de kilos, y de años, porque tardaron tanto en pergeñar la secuela –que si problemas con el guión, con la financiación, con la participación finalmente evaporada de Jodie Foster- que a don Anthony se le pasó el arroz de la agilidad física, y cuando ataca como un tigre salvaje o como un antropófago con gusa da un poco la risa, la verdad. Lo mismo cuando esgrime el pañuelo de cloroformo que la daga retorcida que abre el vientre para desparramar los intestinos. Lecter es la puta hostia, pero no es un Navy Seal de movimientos felinos. En su celda del psiquiátrico, en Baltimore, se le veía un cuerpo fibroso, cuidado con esmero en la gimnasia carcelera. Pero ahora, en Florencia, Lecter se ha dado a la buena vida, a los buenos vinos, y a los macarrones artesanos, y está algo fofo y decadente, como el entorno artístico de la ciudad. Peor fue lo de El Dragón Rojo, que era una precuela de sus andanzas maduras y tuvo que rodarla disimulando que ya había entrado en la edad de la jubilación.
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El silencio de los corderos

🌟🌟🌟🌟

No sé si a los demás también les pasaba esto, pero yo, de joven, cuando terminaba de ver una película, me levantaba de la butaca y empezaba imitar al personaje que me había seducido o impactado. Desde el malogrado Bobafet e incluso antes... Llevado por la tontuna me ponía a copiar andares, a repetir frases, a adoptar tonos de voz. Como hacen Bob Brydon y Steve Coogan en las películas viajeras de Michael Winterbottom, pero con mucha menos gracia. Un siroco lamentable que nunca anunciaban los telediarios. Si la película terminaba poco antes de ir a dormir, la tontería sólo duraba el rato de las abluciones, de los últimos rituales. Pero si la película había sido de sesión vespertina, el demonio me poseía para toda la jornada, y no había exorcismo que pudiera expulsarlo de mis imitaciones.


    Al final, tras el rapto y la suplantación, siempre prevalecía el Álvaro Rodríguez de gesto contenido y verbo grisáceo. Yo mismo con mi mismidad. Pero todos los demonios que me poseyeron dejaron algo en mi interior: un repertorio inagotable de chistes, de ocurrencias, de frases hechas... No soy un producto original. Estoy hecho de ladrillos manufacturados. Un guión de corta y pega. Un monstruo de Frankenstein escrito con miles de verborreas recosidas.

    Viendo hoy por enésima vez El silencio de los corderos, me he dado cuenta de que tengo mucho material salido de Hannibal Lecter. Más del que yo recordaba. Su espíritu burlón me poseyó con la fuerza de diez Pazuzus del desierto. Es que era muy hipnótico, el hijoputa. Yo soy de los que dice quid pro quo cuando propongo un intercambio de confidencias con la pareja. De los que susurra “fly, fly, fly…” cuando quiero que el pesado de turno se vaya por donde entró. De los que siempre pide “un buen Chianti” para hacer la broma tonta en las tabernas de los pueblos –nadie la entiende, por supuesto. De los que recomienda leer a Marco Aurelio cuando alguien se embrolla en sus razonamientos y no sigue la obvia línea de la simplicidad. 
    Sí: soy uno de esos. De los de Marco Aurelio. De esos irritantes. De esos insoportables.



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Black Mirror: Arkangel

🌟🌟🌟

Hay padres y madres que confunden su oficio de progenitores con el otro más peliculero, y mucho más especializado, de detective privado. De algún modo irracional y exagerado, salen del paritorio con la convicción de que, junto a los papeles necesarios para la inscripción en el Registro, viene expedida una licencia para ejercer la profesión de metomentodo. Quieren saberlo todo, verlo todo, no perderse ni un ápice de la experiencia. Algo comprensible cuando el niño es un bebé, una monada sonrosada que precisa toda nuestra atención. Pero un trastorno obsesivo, o una manía persecutoria, cuando pasan los años y quieren convertirse en su Gran Padre o en su Gran Madre al estilo del Gran Hermano de Orwell. E incluso al estilo del Gran Hermano de Mercedes Milá. Son gente insegura y maniática hasta el ridículo. A veces les puede más el miedo que la vergüenza. Desde que Madeleine McCan desapareciera hace once años en el Algarve de Portugal, estos casos se han multiplicado como los panes y los peces a orillas del Tiberíades.


    Cuando sus hijos empiezan a explorar el entorno, y a perderse de vista en los rincones y en los laberintos de los parques infantiles -y ya no te digo nada cuando empiezan a salir con los amigos o a participar en excursiones escolares- estos padres sueñan con disponer de un invento tecnológico como el que se describe en Arkangel, el episodio 4x03 de Black Mirror según la nomenclatura internacional. A día de hoy, para conseguir resultados parecidos, y saber constantemente que está haciendo nuestro hijo, habría que estamparles un teléfono móvil en la frente, sujetarlo con fuerza para que no se cayera ni se girara el ángulo de grabación, y amenazar a su portador con las penas del infierno si osara desprenderse de él o tapar el objetivo con un chicle mascado, para que nosotros, en otro monitor, podamos seguirle y calmar nuestra ansiedad de padres ausentes. 

    En el futuro maravilloso pero terrible de Black Mirror, basta con implantar un microchip en el cerebro, de un modo indoloro e instantáneo -casi como se hace con el microchip de los perretes- y recoger toda la información visual en una app antológica para la tablet. Una grabación continua de 24 horas al día. Muy simpático, el invento, cuando el retoño juega al escondite o hace sus caquitas en el orinal. Mucho más problemático, y mucho más jodido de soportar, cuando el chaval -o la chavala- empieza a hacerse pajas antes de dormir o se acuesta con su primer noviete -o novieta- de la adolescencia. 





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Largo domingo de noviazgo

🌟🌟🌟

Cuando la opinión general sobre una película es que la fotografía es muy bonita, y que la banda sonora es una delicia, está claro que hay algo que no va bien. Y Largo domingo de noviazgo, a mi pesar, es una película de ésas: tan fascinante como fallida; tan conmovedora como decepcionante. 

    Dos años después de haber rodado Amelie, Jean-Pierre Jeunet adaptó esta novela de amor y guerra ambientada en los tiempos de la I Guerra Mundial. El soldado Manech muere -o tal vez no- en las trincheras del frente occidental, y Mathilde, su desconsolada novia, con la jugaba a perseguirse en lo alto del faro o del campanario, emprende una investigación para dar con sus huesos vivos o muertos. Mathilde se niega a aceptar con el corazón lo que muchos aseguran haber visto con sus ojos: que a Manech lo hirió de muerte un avión alemán mientras vagaba por la tierra de nadie, y que yace enterrado en ese cementerio interminable donde comparten eternidad los soldados franceses.


    Largo domingo de noviazgo nació para ser una película imborrable, llena de ocurrencias, de planos tan estudiados que parecen cuadros primorosos. Pero está mal escrita, mal contada, como si de tanto cuidar las formas se hubieran olvidado de aclarar el contenido. O quizá soy yo, definitivamente, que ya no estoy para estos trotes. Sea como sea, he vuelto a perderme -y ya van tres visionados que yo recuerde- en este embrollo de soldados fortachones y bigotudos que se llaman todos igual: Benoit, o Bastoche, o Bastogne, o Baptiste. Es como una tomadura de pelo. Como una película de chinos franceses indistinguibles unos de otros. Unos mueren, otros resucitan, otros remueren; algunos se cambian el nombre, otros se afeitan el mostacho, otros se intercambian las vestimentas o las botas de combate. O las chapas de identificación, incluso, en el colmo de los colmos. 

    Lo mejor es dejarse llevar y no pensar demasiado en la trama detectivesca. Pasear por la película como quien avanza por los pasillos de un museo, sin comprender del todo algunos cuadros, algunas esculturas, pero admirado igualmente por su belleza.





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Taxi driver

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En Moteros tranquilos, toros salvajes, Peter Biskind cuenta que el guión de Taxi Driver no es una cosa demencial que se le ocurriera Paul Schrader en la resaca de una mala borrachera, o de un mal desamor. Que es, realmente, el autorretrato de su propia misantropía, de su propio alejamiento cabreado del mundo. Hundido en la ciénaga de una depresión personal, Schrader se pasó semanas sin ver a ningún amigo, alimentando paranoias de una sociedad podrida. Acariciando armas en la penumbra de un apartamento cochambroso de Los Ángeles. La verdad es que mete miedo...

A veces, para cambiar de penumbra, se metía en los cines porno de su barrio, quizá para regodearse en la inmundicia del mundo, quizá para aliviarse sanamente de las tensiones y las malas posturas. Quién sabe.En esa época, para no morir de hambre, Schrader trabajaba de repartidor en una cadena de restaurantes del pollo frito. La empresa sería KFC, supongo, pero uno, mientras leía la anécdota, imaginaba que Schrader trabajaba para Los Pollos Hermanos y que transportaba bidones de grasa con los ingredientes necesarios para que Walter White cocinara su droga cristalina. Un cruce de cables, ustedes me perdonen. Mientras repartía el pollo a los clientes, Schrader, como el Travis Bickle de Taxi Driver, vagaba por la ciudad cagándose en todo, imaginando venganzas, señalando con el dedo a los cuatro o cinco habitantes de la Sodoma que iba a salvar de la destrucción total

       Mi película, si la escribiera, sería Bici Driver, la historia de un excombatiente de los grandes cines de Madrid que por motivos de trabajo ha de regresar a Invernalia a ganarse el pan, y se instala en un  villorrio donde las gentes son amables pero extrañas, cercanas para comulgantes de otra religión. Mi personaje se mueve por el pueblo en bicicleta para hacer las compras, para estirar las piernas, para socializarse en los bares, y en los recorridos observa las aceras como un Travis Bickle más gordo y desafeitado. Aquí no hay proxenetas en las esquinas, pero sí algunos garrulos de habla ininteligible que maltratan a los perros y dicen “cagondiós” a todas horas. No hay drogadictos de los barrios bajos que me tiren huevos podridos al pasar, pero sí conductores incívicos que ven una bicicleta y piensan que uno es marica, o ecologista, o progre de la ciudad, y te buscan las cosquillas, y las costillas, y están a punto de tirarte al suelo en cada gracia que se les ocurre. Tampoco hay prostitutas adolescentes a las que salvar, ni rubias preciosas como Cybill Shepherd a las que enamorar, pero sí hay mucha bruja, mucha maledicente, y también alguna mujer preciosa. No odio a la gente de este pueblo, como Travis odiaba a todos los neoyorquinos salvo a Iris, pero sí me siento extranjero y diferente.



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