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Parchís. El documental

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Yo, la verdad, nunca fui mucho de Parchís -aunque me pasara media infancia cantando la tonadilla del Comando G por las esquinas- porque su niño bandera, la ficha roja del grupo, el tal Tino que llevaba la voz cantante y bailaba siempre en el centro de la formación, me caía como una patada en los cojones, o en los huevillos sin vello de aquel entonces. Lo veo ahora, a Tino, en el documental, media vida después, con su pelo blanco, su buen rollete, el único brazo que sobrevivió al accidente de tráfico, y siento vergüenza por haberle tenido tanta tiña, tanta inquina, a un fulano que ahora de mayor, cincuentón ya del buen vivir, parece sincerote, llanote, muy poco afectado por la fama. Tino, el pobre, cuando cantaba en la tele, no era responsable de parecerse mucho a un primo mío que yo odiaba especialmente, un gilipollas que llevaba su mismo corte de pelo y que sonreía de modo parecido, como si él mismo fuera famoso de algo y firmara muchos autógrafos en el León provinciano. Un merluzo que siempre me trataba con desdén porque su familia era la que ponía el chalet en el verano, y porque allí, en su habitación con vistas al campo, tenía los discos de Parchís en LP y no en cinta de casete, como los pobres, y lo ponía en un tocadiscos que para mí era como el último grito tecnológico de los ricos.




    Mi primo no se llamaba Tino, que ya hubiera sido la monda lironda, Florentino, o Constantino, pero sí se llamaba Tino, Tino Suputamadre, el matón de mi barrio que se metía con los más pequeños para curar algún complejo de inferioridad o dar rienda suelta a una psicopatía barriobajera. Y así, entre el primo que se le parecía, y el hijoputa que se llamaba igual, yo veía al Tino de la tele y sentía que la sangre se me revolvía, Tino, Tino…, y todas las canciones, salvo la del Comando G de marras, se me iban por el sumidero de la indiferencia y de la tirria. Porque el Tino de los collons, además, era un chico guapete, chulapo, que se llevaba a las nenas de calle, y yo, aunque tenía cinco años menos que él, y todavía confundía las erecciones con las témporas, o con el tocino, ya barruntaba de algún modo primario, intuitivo, de macho Beta o incluso inferior, que los fulanos como Tino, el de Parchís,  o como mi primo, el gilipollas, estaban llamados a quedarse con lo mejor del repertorio, las chicas más guapas, y las mujeres más interesantes, en una batalla evolutiva que yo ya había perdido de antemano.


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Hablar

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España, en agosto, como dice el personaje de Juan Diego Botto en Hablar, echa el cierre. Se paralizan los negocios, las administraciones públicas, y también, durante el día, las bocas parlantes, porque a esas horas hasta las lenguas permanecen quietas, a la sombra del paladar, no sea que el esfuerzo provoque ríos de sudor. Qué va a decir uno, además, cuando el calor sofríe las seseras, y sólo se pueden musitar jaculatorias para que llegue la noche, y ese cabrón amarillo se esconda en el horizonte para decepción de los guiris, y alegría de nosotros, los norteños de Invernalia.

    Hablar, la película de Joaquín Oristrell, está construida en un sólo plano secuencia que persigue a varios personajes en la noche agosteña de Madrid. En el marco incomparable de la plaza de Lavapiés las gentes se buscan, y se rehúyen, y todas buscan una terraza fresquita para tomarse una caña. En tales afanes hablan por doquier, por los codos, y se dicen todo lo que no hablaron durante el día, con la lengua ya cabalgando a rienda suelta. Oristrell ha querido construir un mosaico social, un zoológico hispano, y las historias entrecruzadas aprovechan la circunstancia para criticar el estado actual de las cosas, y llamar a la concienciación, y a la rebeldía de los votantes. 

    Pero esto es agosto, no lo olvidemos, y en agosto las gentes, aunque protesten, están en realidad a otra cosa, porque la cerveza es barata, y las tapas generosas, y las mujeres van muy guapas con sus vestidos livianos. Los extranjeros se deshacen en elogios por nuestro país, que viva el sol y la sangría, y a los españolitos, entre que se dejan seducir por los piropos. y que tienen el cerebro recocido por el sol, la vida ya no les parece tan injusta, ni tan arrastrada. Por eso, en Hablar, también hay historias de amor, y de desamor, y hasta un bailaor que le dedica una seguidilla, o una soleá -que no tengo ni idea- al cobro de un cheque bancario. Porque no todo va a ser follar, como cantaba el maestro Krahe, pero tampoco va a ser todo protestar, que también hay que vivir, y que ver una película de vez en cuando. 


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Inconscientes

🌟🌟🌟

Si hacemos caso de lo que cuenta la película Inconscientes, Sigmund Freud, cuando visitó España allá por el reinado de Alfonso XIII, puso nuestra sexualidad celtibérica patas arriba. Proletarios y campesinos procreaban como si tal cosa, a la buena de Dios, dejando que el azar seleccionara las eyaculaciones fructíferas. Y a otra cosa, mariposa: a las patatas, o a las herramientas, sin darle más vueltas al asunto. 

    En las clases ilustradas, sin embargo, las enseñanzas de Freud crearon un revuelo mayúsculo. Los muy católicos pensadores pusieron el grito en el cielo, y recomendaron al señor cura que advirtiera del fuego eterno en la próxima homilía. Pero otros, los más agnósticos, los más abiertos a las influencias europeas, se tomaron muy en serio los significados ocultos de la sexualidad. Sólo un católico cerril –si es que tal cosa no es un pleonasmo- podía negar que detrás de los genitales había un mundo de simbolismos, de significados, que don Sigmund fue el primero en descubrir y categorizar.

      En ese clima de sexualidad desbordada, el psiquiatra al que da vida Àlex Brendemühl en Inconscientes se vuelve loco con las lecturas del psicoanálisis, recién traducido y publicado. Él, que vivía tan feliz con sus polvos de burgués, con su personalidad sin ellos ni superyós, se descubre de pronto un hombre complejo y atormentado. Como dice el Eclesiastés, “en la mucha sabiduría hay mucha molestia”. Leyendo libros sobre neuróticos, el psiquiatra se convirtió en uno de ellos. Como Alonso Quijano se transformó en don Quijote, leyendo libros de caballerías. Como quien esto escribe, mismamente, que también leyó a don Sigmund Freud en la juventud y comenzó un auto-psicoanálisis que todavía dura, sin grandes resultados, convirtiéndose en paciente de sí mismo.

        Mil libros más tarde, he descubierto muchas piezas de mi puzzle, pero están mezcladas, y no casan bien, y el retrato que va saliendo es más bien tristón y lamentable. Hubiera sido mejor no empezar, no saber, vivir en la ignorancia de los defectos y las limitaciones. De las turbulencias del espíritu. Vivir como un idiota feliz. 




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