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The last movie stars

🌟🌟🌟🌟

El contraste de estos documentales con la vida real es casi espeluznante. La vida real está llena de gente fea, sin trascendencia, sin apenas pedigrí. Yo me incluyo, por supuesto. La vida real casi nunca es rubia y con ojos azules. Y cuando lo es, suele terminar en un espejismo o en una estafa: una apariencia angelical que escondía a un gilipollas o a una caprichosa. Yo, al menos, veo una mujer como Joanne Woodward y aunque puedo pensar que es muy bella me cambio de acera. O veo a un fulano con aires de Paul Newman y pienso que está a punto de venderme algo, o de chulearse con algo que lleva puesto o que compró. 

Salvo honrosas excepciones, los Newman Rodríguez o los Woodward García suelen ser fraudulentos o hacérselo con un bote del Carrefour. Para más inri, suelen pertenecer a la alta sociedad de los pijos, de la realeza, de la casta económica dominante. Los rubios de barrio -como mi hijo, al que su abuela sigue llamando Paul Newman porque es su abuela- ya tienen otro brillo en el pelo y otro fulgor en la mirada: en ellos todo es más mate y tristón.

Quiero decir que a este lado del océano no existen parejas tan ideales como Paul Newman y Joanne Woodward. Tan físicamente, moralmente y diplomáticamente envidiables, como diría Chiquito de la Calzada. Qué gran película, por cierto, hubiera sido una que juntara a nuestro Chiquito con estos dos anglosajones de la pradera: “Tenéis los ojos más claros que la sopa de mi mujer”... Es verdad que Paul Newman tenía arrebatos de alcoholismo y que Joanne Woodward parecía un tanto arpía para los suyos. Pero joder: son minucias en este sistema binario de dos estrellas que danzaron una alrededor de la otra hasta la extinción de la primera y el apagamiento de la segunda. 

Por lo demás, Newman y Woodward eran un dechado de virtudes: filantrópicos, majetes, listos, con sentido del humor. Tan buenos artistas como padres preocupados. Activos, incansables, sagaces para los negocios. De izquierdas, incluso, aunque de izquierda americana, claro, que es como aquí ser votante del PP. Pero bueno: se agradece. No sé... Son tan admirables que hasta dan un poco de grima. 





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La edad de la inocencia

🌟🌟🌟🌟

Lo único que nos iguala con los ricos es el desamor. Digo el desamor trágico, desgarrado, que arruina una vida por entero. Es el único terreno de comunión y entendimiento. La intersección de dos humanidades ajenas y enfrentadas.

Ves una película de burgueses o aristócratas que penan con el corazón partido y te dices: “Yo les entiendo, y me compadezco, porque he pasado por lo mismo...” En el fondo lo que quieres es que aparezca un soviet para expropiar todas sus riquezas y repartirlas con el pueblo, ondeando banderas rojas, pero también quieres que el cerdo capitalista encuentre el amor verdadero y viva feliz en el koljós, o en el sovjós, ya despreocupado del ansia de enriquecerse, y entregado sólo a la contemplación de su amada. Newland Archer, en La edad de la inocencia, hubiera preferido vivir en Minsk con la señorita Olenska que en Nueva York sin su erótica compañía. A eso me refiero.

En todo lo demás, los ricos también lloran, mexicanos de culebrón o españoles de La Moraleja. O norteamericanos del siglo XIX. Pero lloran mucho menos. Para superar los reveses de la vida tienen mejores hospitales, mejores casas, mejores vacaciones... Sus consuelos son más diversos y sofisticados. No es lo mismo llorar el desamor en un piso de mierda que en una mansión de Hollywood. Decía un personaje de Los mares del sur, la novela de Vázquez Montalbán, que los ricos también tienen sentimientos, pero menos dramáticos, porque todo lo que sufren les cuesta menos o pagan menos. Y cuando ya no pueden más, viajan a países exóticos, como hace Newland Archer en la película, cuando su libido reprimida, encauzada hacia su matrimonio con la señorita May, y no hacia al adulterio con madame Olenska, le impide concentrarse en sus pensamientos, y amenaza con romperle una neurona muy básica, o una vena muy primordial.

Pero ni aun así, ya digo, porque el desamor tiene entretenimiento, pero no cura, y en eso es como la muerte, que no distingue entre clases. Aunque a los ricos, por lo general, les llegue más tarde.



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Esperando a Mr. Bridge

🌟🌟

Al señor Bridge no le gustan los comunistas porque dice que los pobres lo son por devoción, y por vaguería, como decía Esperanza Aguirre en sus años estupendos, y que él no tiene por qué alimentarlos ni vestirlos con sus impuestos.

    Al señor Bridge los negros no le caen ni bien ni mal: simplemente los considera sirvientes, ganado, y tacharle de racista sería como llamarle gatista, o perrista, un absurdo tratándose de especies tan distanciadas en la escala evolutiva.

   Al señor Bridge le horrorizan los homosexuales, sus actos contra natura. Sólo de pensar que hacen… eso, en la intimidad de sus cuevas, se le revuelven las tripas y pierde el apetito. El señor Bridge aplaude a rabiar el castigo bíblico que cayó sobre Sodoma, aunque luego, en las homilías del pastor, nunca se acuerda de preguntar cuál fue el pecado de los gomorritas, jamás mencionado, quizá por olvido, quizá por no herir las almas sensibles de los feligreses. Menos mal que en el entorno social de Mr. Bridge -en el Casino, en el Colegio de Abogados, en las barbacoas de la gente decente- los homosexuales son impensables, seres de otra galaxia, porculadores de otros barrios y otras realidades. 

    A las lesbianas, por supuesto, el señor Bridge ni las concibe, o sólo las imagina magreándose en Europa, en baretos de mala muerte, francesas, seguramente...



    Al señor Bridge no le gusta que sus hijas traigan los novios a casa, a escondidas, a preambular los ardores. O a consumarlos, los muy guarros, y las muy desobedientes, si no fuera porque él siempre duerme con un ojo abierto, atento a cualquier gemido, a cualquier cremallera, para bajar por las escaleras con la lupara y cortar de raíz cualquier arrebato prematrimonial dentro de su propiedad.

    Al señor Bridge no le gusta que su mujer le lleve la contraria, ni le altere las rutinas, ni se queje como una plañidera. Al señor Bridge, por la mañana, le gusta tomarse el desayuno con tranquilidad, mientras lee el periódico y pontifica contra la modernidad, y luego, por la tarde, tomarse el güisquito en el sillón con la satisfacción de la jornada bien rematada. Para el señor Bridge, la señora Bridge, aunque la quiere y la respeta, es como todas las mujeres: sólo sirve para dejarse fornicar, para malgastar el dinero en compras absurdas, y para cotorrear con sus amigas asuntos banales que jamás cambiarán el mundo.

    Esperando a Mr. Bridge…



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El efecto de los rayos gamma sobre las margaritas

🌟🌟🌟🌟🌟

Matilda Hunsdorfer, la niña más inteligente de su curso, explica ante sus compañeros los resultados de sus experimentos con las margaritas:

"Las semillas que recibieron menos rayos gamma se convirtieron en plantas en apariencia normales. Las que recibieron una radiación moderada dieron lugar a plantas con mutaciones. Las semillas que recibieron una radiación mayor murieron o dieron lugar a plantas enanas".


        El efecto de los rayos gamma sobre las margaritas no es, como se ve, un documental de La 2, sino el extraño título de esta película dirigida por Paul Newman. Las margaritas irradiadas con cobalto 60 no son, obviamente, las protagonistas de la película. Aquí no se ve crecer la hierba, ni las flores, como decía Gene Hackman de las películas de Rohmer. Las margaritas pochas sólo son la metáfora de estas dos niñas condenadas al fracaso, las hermanas Hunsdorfer, hijas de una alcohólica majareta que interpreta sin histrionismos la inmensa Joanne Woodward, esposa bellísima del director.

       Ruth y Matilda son dos niñas inteligentes y despiertas que llevan dentro la semilla de la inadaptación. Abandonadas por su padre, y reducidas a la economía de subsistencia, los años escolares tienen pinta de ser los mejores que vivirán antes de lanzarse a la vida. Los defensores de la influencia ambiental dirán que es el entorno empobrecido lo que influye fatalmente en su destino. Como si el trastorno de la madre o la ausencia del padre lloviera sobre sus cabezas, y las impregnara de un líquido negro y espeso. Los que hemos leído los libros prohibidos sabemos, sin embargo, que los seres humanos somos el resultado de los genes, y poco más. Que no hay más cera que la que arde, y que el destino viene escrito en el lenguaje del ADN. La felicidad o la desgracia, el talento o la ineptitud, la inteligencia o la tontuna, no son cosas que se puedan comprar o vender en el supermercado de la vida. Vienen de serie en nuestro organismo, y a quien Dios se la dé, San Pedro se la bendiga. 

El cobalto 60 que irradiaba las margaritas de Matilda es, en nuestro caso, el azar de las mutaciones nucleótidas, que nos hace como somos.







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Rachel, Rachel

🌟🌟🌟

En este principio de curso, con la tristeza de quien regresa a la dictadura del trabajo, me topo en los canales de pago con Rachel, Rachel, película dirigida por Paul Newman y protagonizada por su esposa Joanne Woodward. Rachel es una colega de profesión, allá en la profundidad de las Américas, que vive el último día de clase antes de que lleguen las vacaciones de verano. Uno, al principio, teme que la película nos restriegue, a los profesores que transitamos septiembre, la felicidad inmensa de los que aún viven el junio alborozado. Sería el colmo de la ironía. Pero no es el caso. Para la maestra Rachel, el verano es el desierto inabarcable del tiempo libre, el caudal inagotable de horas consecutivas en las que no podrá olvidar que es una mujer fracasada -al estilo de como fracasaban, o creían fracasar, las mujeres de antes: sin marido, sin hijos, al cuidado esclavizado de una madre manipuladora.

Yo entiendo a Rachel. Su mal es el mismo mal que yo padezco. Durante el curso uno tiene el trabajo, el fútbol, el trabajo doméstico, ¡las películas!, y cuando la soledad de un tiempo muerto amenaza con abrir la puerta a los fantasmas, ahí está la llegada del sueño, fulminante, para escabullirnos por otra. Pero en verano los días se estiran, el fútbol desaparece, y el largo sueño de la noche ya no deja regresar al liviano sueño de las tardes. Uno aprovecha para ver el cine que no vio durante el curso, casi siempre malo. Hay que caminar a tientas para no encontrarse con los monstruos en cualquier esquina, acechantes, y malolientes. El verano da miedo. El sol lo ilumina todo con una luz delatora.

En el aula vacía de los niños, ante la depresión veraniega que se acerca, Rachel pronuncia este pensamiento tan parecido a las confesiones que hace Louis C.K. en sus shows nocturnos. Tan parecido, también, a mis propias reflexiones de cuarentón recién estrenado, barrigudo y decadente:

“He llegado exactamente a la mitad de mi vida. Este es el último verano ascendente de mi vida. A partir de ahora todo será cuesta abajo, hasta llegar al final”.

Solo que yo, me temo, llevo ya varios veranos descendentes. Rachel, con sus treinta y pocos años, no deja de ser una jovencita para mí. Envidiable y bonita, colega de los temores, cofrade de la vocación fracasada.




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