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All that jazz

🌟🌟🌟🌟🌟


Cuando se estrenó All that jazz -aunque no creo que entera, con tanto erotismo que inflama las coreografías- Bob Fosse tenía 52 años. Eso quiere decir que ya fantaseaba con su propia muerte dos años antes, al cumplir los 50. Y ese dato, que en visiones anteriores no era relevante porque uno era joven y estaba a la trama y a los bailes, de pronto se convierte en la estrella de la función. La edad de Bob Fosse es el rótulo de neón que palpita casi en cada fotograma: 50,50,50... Apenas queda un mes para que yo coloque el número 5 en el marcador, y aunque no estoy en crisis por ello -porque yo vivo en crisis permanente desde que cumplí los 10 años, que es la verdadera edad de la fractura -sí es cierto que la cabeza se pone algo tonta, y que el espíritu se recoge algo sombrío.

Solo ahora he entendido que la valentía de Bob Fosse no estaba en semidesnudar a sus bailarinas, ni en semidesnudar sus propios defectos. Su verdadero arrojo fue anticiparse a su propia muerte y convertirla en un número musical. Decir: mira, voy a morir de esto, y además no tardando, y antes de que eso suceda -porque muerto ya no podré coger una cámara ni corregir las coreografías- voy a hacer una película que resuma mis amores y mis obsesiones. El autorretrato del hombre moribundo que yo seré. Con un par. La genialidad.

Termina la película y me es imposible no pensar en mi propia muerte mientras friego los cacharros. Cómo será, y dónde, y quién me llorará. Qué pasará por mi  cabeza mientras asumo el trance o deliro la morfina. De pronto recuerdo a mi padre en su propia agonía, obsesionado por encontrar a sus hermanos ya fallecidos. Su All that jazz fue un baile de pequeñajos por las calles de León, en los tiempos de la posguerra. El mío -si no me equivoco- será el desfile de los hombres y mujeres a los que mucho decepcioné. Me pedirán cuentas mientras danzan a mi alrededor. Algo así como lo de Bob Fosse, mira tú. Mi número musical se parecerá mucho a las pesadillas que ya me atormentan de vez en cuando. Por eso espero que al menos la música sea chula, y que las bailarinas más guapas se descoquen con una sonrisa.




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Crazy Love

🌟🌟

En el cine de su pueblo, Harry se enamora de la actriz guapísima y rubia que ilumina la pantalla. Al acabar la película permanece sentado, fingiendo que le interesan mucho los títulos de crédito, como un cinéfilo precoz que quisiera saber quién se encargó de la fotografía, o de llevarle el café a los artistas. Pero en realidad Harry ya no mira la pantalla: con los ojos puestos más allá de la realidad, está asumiendo esa sensación que le hace cosquillas en el estómago, y en la entrepierna. Es una quemazón nueva, al mismo tiempo placentera y desagradable, que le enturbia el pensamiento. Quisiera estar feliz, entusiasmado, porque en este mareo de contradicciones hay algo chispeante, de borrachera infantil, como si le hubieran dejado beber una copa de vino o un dedillo de anisete. Pero el instinto, más agorero, y siempre más sabio, le dice que sólo está viviendo su primera tormenta en el océano de la sexualidad. La primera de las muchas que vendrán a zarandearle, hasta el desguace en el astillero.



    Harry tiene más o menos la misma edad que yo tenía cuando me enamoré de Jessica Lange, en Tootsie, que también era otra actriz guapísima que iluminaba la pantalla del cine Pasaje. Pero yo no pude quedarme solo al final de la película, para recomponer el gesto y buscar respuestas en mi revoltijo emocional. Mi madre había venido para ver la película del año y luego acompañar a mi padre de regreso a casa, tras la última sesión del día. Mientras la gente abandonaba sus butacas, yo ayudaba a los empleados a levantarlas. Casi mil butacones, en aquel cine gigantesco que mi memoria ya casi no puede ni abarcar. No era obligatorio, el trabajo, pero era muy digno, como jugar a ser mayor, y empleado de la empresa, y además te pagaban con el dinero que encontrabas caído de los bolsillos.

    Y mientras yo encontraba duros, y monedas de 25, a veces con la cara del Rey y a veces con la cara de Franco, yo sólo veía el rostro de Jessica Lange flotando en mi deseo, con su cofia de enfermera, y su sonrisa devastadora. El primer fantasma de los muchos que vendrían a romper la paz de las noches infantiles.



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Tootsie

🌟🌟🌟🌟🌟

Ahora que los días son tan cortos, uno sale a caminar por las veredas y la oscuridad se echa encima sin dar tiempo a quemar la lorza, que sonríe satisfecha, la muy hija de puta. Cae la neblina en los caminos de La Pedanía, y uno, casi sin darse cuenta, se aventura por los rincones más sentimentales del ipod, donde se canta al desamor o a la imposibilidad del romance. De pronto, al inicio de una lista de reproducción,  me descubro tarareando It might be you, la canción de Stephen Bishop que sonaba en los títulos finales de Tootsie.

Something's telling me it might be you.
It's telling me it might be you...

      "Algo me dice que podrías ser tú...", sonaba en la cabeza de Dustin Hoffman cuando miraba a Jessica Lange y no podía creerse tanta hermosura. Una belleza anglosajónica que yo tampoco podía creerme allá en el cine de León, con once añitos boquiabiertos y confundidos. Jessica Lange -o más bien la enfermera Julie- fue mi primer gran amor. En una sala de cine, y también en la vida misma. Las películas siempre han ido por delante, en esto como en todo. La vida, mi vida, sólo ha sido la impaciente espera entre una ficción y otra.

         Lo que yo sentí aquella noche por Jessica Lange -un revoltijo desconocido en los intestinos, una fijación obsesiva de la mirada, una extraña electricidad en los genitales- nunca lo había sentido por una vecina del barrio (todas tan mayores), ni por una profesora del cole (todas tan feas, ) ni por una compañera de clase, que no existían en el apartheid masculino de los curas. Igual que tengo a Natalie Portman en el retablo de mis oraciones, podría tener una foto de Jessica Lange con su cofia de enfermera, pues ella fue el origen lejano de este blog, donde cuento al detalle mis sueños con las actrices hermosas, y dejo entrevelados, por si acaso, mis desamores con las mujeres reales, que son desengaños de vodevil a medio camino de la tristeza y el esperpento. Tootsie, para míno es sólo una comedia clásica por la que no pasa el tiempo: es, sobre todo, un homenaje que ya le debía a Jessica Lange, la amada fundadora.



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Big Fish

🌟🌟🌟🌟

Hay un puñado de películas que siempre me hacen llorar cuando las veo. Y no importa si es la segunda vez o la quinta. Ellas tienen el poder -al mismo tiempo maravilloso y deleznable- de arrancarme dos lagrimones que proceden del plexo solar, donde los sentimientos se vuelven incontrolables para la voluntad, y ya no hay manera de impedir que se licúen.

      Uno, en su tonta masculinidad, tiene el acto reflejo de hacerse fuerte cuando llegan las emociones. De impedir, por todos los medios, que las lágrimas le hagan a uno de menos. Por no parecerse a los demás, que claudican, mi cuerpo hace verdaderos esfuerzos físicos por no llorar: cambia de postura, parpadea frenéticamente, aprieta la musculatura que rodea el tórax... Un ejercicio estúpido que a nada conduce, porque estas películas que yo digo, cuando llegan a la escena de marras, son como cirujanos que me atan al sofá y me abren en canal, dejándome al descubierto. Un tipo sensible, finalmente, ahora que nadie me observa en esta habitación siempre tenebrosa, con las persianas bajadas, lejos de los ojos burlones...

        Para explicar por qué uno llora con Big Fish  habría que hablar, obviamente, de la relación que uno mantuvo con su propio padre. Una amistad tortuosa y problemática que aquí, por supuesto, no voy a relatar, ni en su cruda realidad ni adornada de fábulas, como hacía el bueno de Ed Bloom. Porque este blog nació para desnudarse ante los lectores, sí, pero sólo hasta los calzoncillos, y la camiseta interior, como tope de la fantasía. Los entresijos y las vergüenzas son cosas que me guardo para mí mismo. Para ver gente desnuda hasta la pilosidad y la cicatriz, existen otros diarios, y varios platós de televisión. Mi lloro, esta vez, quedará sin explicar. Ustedes me perdonarán.





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