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Los asesinos de la luna

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Oklahoma no es, desde luego, Noruega. Los noruegos, cuando descubrieron sus bolsas de petróleo, nacionalizaron el producto como malditos socialistas y convirtieron su país en un referente mundial del bienestar. ¿Educación, pensiones, igualdad, sanidad...? Nada, sobresaliente en todo, como los alumnos repelentes. Y además son guapos, los jodidos, y muy rubias, sus señoras. Y encima tienen los fiordos, y los veranos frescos, y esas cabañas como de cuento. 

En Oklahoma, sin embargo, cuando se descubrió petróleo en las tierras de los osages, allá por los felices años veinte, lo primero que hicieron los indios fue derrochar el dinero como haría el hombre blanco invasor: cochazos de la época, joyas, vestimentas, casoplones, sirvientas en el hogar... La casa por la ventana, o la choza. A los jefes de la tribu no se les ocurrió pensar de una manera escandinava, o no les dejaron hacerlo desde Washington, o desde la Standard Oil, que tanto monta monta tanto. A saber, porque la película dura tres horas y pico y no dedica ni un minuto a explicar el intríngulis legal de los indios en la reserva y los hombres blancos acechando su riqueza desde lejos.

En 1920 ya no regía la ley del Far West, así que no podía venir John Wayne con el rifle a despojar a los indios de sus tierras. El hombre blanco tuvo que inventar métodos más refinados para robarles y matarles, y de eso va, justamente, este día sin pan que es la última película de Martin Scorsese. Y mira que yo me puse en plan cinéfilo, sin el teléfono a mano, la persiana bajada, la agenda despejada (bueno, eso siempre), con la firme intención de aguantar los 300 minutos como un estoico pedante y gafapasta. Pero no pude. A la hora y media ya me dolía el culo y se me dispersaba la atención. Y aunque la película no está mal, y mantiene el interés hasta el final, tuve que intercalar un partido de la copa del Rey para tomar aire y regresar con aires renovados a la eterna avaricia de los yankis. “Hombre blanco hablar con lengua de serpiente”, que cantaba Javier Krahe. 





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Breaking Bad. Temporada 5

🌟🌟🌟🌟🌟

“Breaking Bad” no habría terminado como el rosario de la aurora si Walter hubiera sido un padre que se lo pule todo en cachondeos y solo deja las migajas para que la familia tire mes a mes, sin preocuparse por el futuro. Un Walter White más jaranero habría protagonizado otra serie muy diferente: quizá un dramón de sobremesa, puede que turco o venezolano, en el que la mujer está hasta los ovarios de sus despilfarros y decide ponerle los cuernos con el compañero más salado de la oficina, mientras que el hijo con parálisis cerebral, allá en el instituto de Ankara o de Maracaibo, duda entre ser un muchacho virtuoso y alejarse de su influencia, o seguir los pasos de su padre para que dentro de unos años, cuando le venga el cáncer o la cirrosis, tengan que quitarle con fórceps lo bailado.

Pero gracias a que Walt Whitman -perdón, Walter White- era un padre responsable que quería legar muchos millones antes de morirse, nosotros hemos disfrutado como enanos de esta serie que ya es patrimonio cultural y calcio de nuestros huesos. Hubo, incluso, quienes se compraron camisetas con la imagen de Heisenberg frunciendo el ceño y oteando el horizonte de los desiertos. Yo mismo, recuerdo, lo tuve algún tiempo de fondo de pantalla, como si Willy Wonka -perdón otra vez, Walter White- fuera un héroe de la voluntad o algo parecido. Ahora mismo, después de ver la serie por tercera vez, siento un poco de vergüenza por aquella concesión a su mitología. 

A veces se nos olvida que el título de la serie, traducido al román paladino, es “Volviéndose malo”, “O tomando el camino equivocado”. La gente, en las tertulias de la seriefilia,  todavía debate si Walter White es un héroe trágico zarandeado por las olas o un genio del mal que vivía embotellado en su apariencia de pusilánime. No sé... Yo estoy cada día más convencido de lo segundo. Cada vez que repaso la serie me parece un personaje más imperdonable e hijoputesco. Pero ojo, no solo Walter White. El orgullo cerril anida en cada uno de nosotros, esperando su oportunidad. Y un orgullo desatado es una fuerza indomable de la naturaleza.




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El camino: una película de Breaking Bad

🌟🌟🌟🌟

Las películas y las series de televisión son como las misas de los católicos: las hay de domingo y de fiesta de guardar, que son las obligatorias para encontrar la salvación, y luego las hay optativas, de jornada laboral, para encontrar la paz cuando se nos tuerce el humor o compramos algo innecesario en las rebajas.

“Breaking Bad” fue una eucaristía inolvidable, quizá la más sagrada de cuantas se han oficiado en ese pequeño templo que es mi salón, con la tele coronando el altar y mi sofá haciendo de banco del parroquiano. Y mis películas, por las estanterías, alumbrando al dios Heisenberg cuando este se materializaba para cocinar meta con la pericia de un alquimista y almacenar fajos de billetes con la avaricia de un usurero. Las andanzas de Walter White se quedaron en el imaginario colectivo porque todos somos un poco como él, ciudadanos anónimos con un talento oculto, y con un orgullo amordazado, y la estampa del traficante en las camisetas ya es iconografía de nuestro tiempo y del tiempo que vendrá.

De “Breaking Bad”, como del cerdo, lo aprovechamos casi todo, y con sus cien recovecos y sus cien interpretaciones yo rellené larguísimas conversaciones con el hijo y con los amigos, y ahora con T., que acaba de ser bautizada en la fe de los Gilliguianos.

Ayer, para celebrar su entrada en nuestra iglesia, vimos juntos “El camino: una película de Breaking Bad”, ella por vez primera y yo por ganas de acompañarla; y así, por nuestra santa voluntad, convertimos un miércoles cualquiera, laborable y tristón, en una misa de domingo preceptiva. En un Día del Señor por todo lo alto, con ornamentos florales y cánticos de ceremonia. 

Habíamos dejado a Jesse Pinkman huyendo en su coche destartalado, escapando de la balacera, gritando al mismo tiempo por la alegría de vivir y por el miedo a seguir muriendo en otra desventura. Jesse sueña con irse a Alaska, y con perderse entre los muchos fracasados de otras películas que allí viven una segunda oportunidad. Pero para eso necesita lo de siempre, y lo de todos: dinero.





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El poder del perro

🌟🌟🌟🌟


Del agua mansa me libre Dios, que de la brava me libro yo. Lo decía mucho mi abuela cuando yo era pequeñín. Pero como era pequeñín, no terminaba de entenderla. A mí me parecía más bien al revés: que Dios, o Jesusito de mi Vida, que era niño como yo, estaban en la Torre de Vigilancia para defendernos del agua brava: de las olas gigantes, y de los ríos desbocados. Y que para el agua mansa -que era el agua de los charcos, o de los arroyos sin profundidad- bastaba con pegar un saltito o coger la mano de mamá. Hablamos de las personas, claro. Y de Benedict Cumberbatch en particular, que parece el río desbravado de esta película.

Mi abuela hablaba de los bocazas como él, de los faltones pendencieros, que a veces no son tan peligrosos como los pintan. O sí, según... Pero que aun siendo peligrosos, se les ve venir a la legua y puedes levantar las barricadas. Están ahí, enfrente, posicionados. En cambio, de los falsos que sonríen, de los sicarios que disimulan, es mucho más difícil guarecerse. Los quintacolumnistas son la gente más peligrosa que puedas imaginar. Pueden pasar por perfectos desconocidos que te cruzas al pasar, pero también pueden ser tus amigos, tus parientes, cualquiera que te siga el rollo. Tus amantes incluso. El peor enemigo puede ser quien te besa cada mañana jurándote fidelidad mientras rumia su venganza, o planea su deserción. El agua mansa...

Por otro lado, tengo que decir que me toca mucho los cojones que la Biblia se meta tanto con los perretes, yo que tengo uno, y que además estoy convencido de que ellos son los ángeles del Señor, inocentes y tontunos. Aquellos barbudos del desierto que tanta turra nos dieron con sus guerras por el agua -qué otra cosa, sino, es el relato de la Biblia- tenían a los perretes por seres sucios, inmundos, poseídos casi siempre por diablos. Yo pensaba, siguiendo a mi abuela, que lo del poder del perro hacía referencia al perro ladrador y poco mordedor. O al poco ladrador pero peligroso de cojones. Pero no: no era eso. Mecachis lo profetas. Eddie, a mi lado, asiente con su cabecita.




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Judas y el mesías negro

🌟🌟🌟


“Algunos romanos trataron mal a los españoles y, por ello, un pastor llamado Viriato juntó a unos cuantos valientes y les hizo la guerra. Viriato venció a los romanos en muchísimas batallas, y como no podían con él, le ofrecieron dinero a tres de sus capitanes y éstos le mataron mientras dormía”.

Jodó... Es que está clavado, o casi, el argumento. Un spoiler de “Judas y el mesías negro” como la copa de un pino, escrito hace más de cuarenta años en “El Parvulito”, de la editorial Álvarez, que era nuestro libro de texto en el parvulito, precisamente. Yo el texto no lo recordaba, pero sí el dibujo, muy gráfico, de los tres lusitanos que apuñalaban a Viriato en su cama, en la tienda de campaña. Tengo aquel Parvulito clavado en la memoria gráfica, y a veces, cuando las películas soplan las hojas del álbum, las viñetas regresan a la vida y siento un estremecimiento por el tiempo que pasó, y por lo mucho que aprendí. Allí, en "El Parvulito", estaba concentrado todo el saber: la comprensión básica de la vida, de la historia, de los seres humanos... Lo demás sólo ha sido una ampliación de la materia.

Roma sigue pagando traidores dos milenios después. De hecho, si no pagara traidores, no seguiría existiendo. Quien dice Roma dice Estados Unidos o el Imperio Británico. Es lo mismo. El mismo amo con distinto collar. El Gobierno de Murcia, sin ir más lejos, que hace unas semanas también pagó a tres ciudadanos de Ciudadanos para que acuchillaran metafóricamente a su jefe de filas. Nada ha cambiado. Ni siquiera la forma de pago: a los diputados, como a los capitanes de Viriato, se les sigue ofreciendo una bonificación en metálico y otra en especias. Una finca en Emérita Augusta o un apartamento en la manga del Mar Menor; una cuadriga último modelo o un 4x4 que atruene por la autopista; un bono para el puticlub de Cartago Nova o un volquete de putas recién llegado de Madrid.

El judas negro de la película es mucho más miserable que todos estos traidores. Su recompensa por acabar con Fred Hampton, el líder de los Panteras Negras, es, simplemente, no ir a la cárcel. Quedarse como estaba, como las virgencitas que rezan a Jesús. Porca miseria. Roma paga traidores, sí, pero a veces, simplemente, le basta con no cobrarles.


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Estoy pensando en dejarlo

 🌟🌟

Yo también estoy pensando en dejarlo... A Charlie Kaufman, precisamente. Al menos, al Charlie Kaufman que dirige películas y no se limita a escribir guiones para otros. No compensa el tiempo invertido en sus películas de auteur. No hay quien le siga en sus onirismos, en sus barroquismos, en sus simbolismos para iniciados en el misterio. El  misterio insondable de su mundo interior, claro. No hay nada más aburrido que escuchar los sueños de alguien, y Kaufman, salvo en aquella película de Anomalisa, se está convirtiendo en un turras de mucho cuidado.



    Que los sueños propios son un rollo para los demás lo sé por experiencia propia, porque yo soy mucho de contar mis sueños a mis parejas, cuando las tengo, llevado por la inquietud que me atormenta al despertar. Pero sé que en el fondo no les interesa, y que sólo fingen que me escuchan por educación, porque los sueños son un absurdo muy personal, incomunicable, y sólo tienen relevancia porque afectan al ánimo de quien los sueña. Y eso mismo ocurre con Charlie Kaufman y su pesadilla Estoy pensando en dejarlo: que es una ida de olla, un producto del subconsciente, y yo termino desconectando como espectador que se pierde y en el fondo no se entera. Sólo entiendo -y firmo debajo- que el amor verdadero es el Gordo de Lotería, y que la mayor parte de lo que vivimos como amores son el outlet del mercado. Queda claro en los primeros minutos de la película, y es lo único hermoso y comprensible en este fregado. Lo demás es infumable, insondable, carne de diván para el psicoanalista carísimo de Los Ángeles que seguramente atiende al señor Kaufman.

    Luego están, por supuesto, los exégetas. Los enterados. Quizá -y siento, entonces, meterme con ellos- los espectadores inteligentes y sensibles. Los que han visto la película, vienen a la red y aseguran ofrecerte una explicación coherente de toda esta cacharrería simbólica. Son los que traducen las pelusas del ombligo al lenguaje de los humanos. Me río yo, de los traductores del arameo, o del suajili…

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Fargo. Temporada 2

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Después de ver el making off de esta temporada, los temas para escribir sobre Fargo se agolpan en el primer parpadeo del cursor. Se gritan, se quitan la palabra…; se pelean por chupar cámara como tertulianos maleducados en Tele 5.

    Para el ojo profano que nunca ha visitado el universo delictivo de los hermanos Coen, Fargo es una serie de chalados que se matan entre sí a capricho, o por un puñado de dólares, con un par de policías sensatos que tratan de poner orden entre tanto salvajismo. Como monjas en una matanza de Ruanda… Pero en la cabeza de Noah Hawley -que es el hijo imposible que los hermanos Coen nunca pudieron procrear- caben Ronald Reagan y el feminismo, las minorías raciales y la posguerra de Vietnam. La preguerra de Wall Street y el final de las empresas familiares. Y el fenómeno OVNI, claro, porque estamos en 1979 y ya se han producido los encuentros en la tercera fase que dejaron turulato a Steven Spielberg, y en ese año mucha gente mira de reojo hacia el cielo por si acaso aparecieran.



    No sé qué voy a escribir sobre Fargo… “¿Cómo voy a redactar todo esto?”, se queja un policía de la serie, uno de Dakota del Norte que no sabe con cuál de los muertos empezar a escribir su informe, ni cómo hilar el resto para que un superior se crea más o menos el desaguisado. Y yo, igual de abrumado que el madero, quisiera dejar el ordenador por primera vez en mucho tiempo. Fargo es mucho lío, ahí fuera luce el sol, y tengo unas ganas terribles de salir a la calle con el perrete,  y con el iPod, a escuchar música. Pero aún no ha salido el corneta del gobierno a tocar el permiso reglamentario, y tengo que quedarme aquí, encerrado en el castillo, a cumplir con el deber de la escritura mientras el DVD de Fargo me mira desde su repisa, como preguntándose qué voy a decir finalmente sobre él.

    En el making off no se menciona nada de esto, pero creo que Fargo, en realidad, es una serie que habla sobre el caos y sobre el azar. De la petulancia de los seres humanos, que se creen dueños de su destino. No es así. La espada de Damocles pende sobre nosotros, colgada de un hilo. Y da igual a dónde huyamos, porque ahora, sustituyendo a los dioses, la espada cuelga de un dron muy moderno que nos persigue por doquier. La fatalidad puede ser una enfermedad, un rayo, un tornado, un accidente de coche... Una mujer fatal. Un hombre sin escrúpulos. Un virus asiático. Un OVNI que nos visita. Un hijo de los sioux que de pronto comprende que hay muchos crímenes impunes por devolver.



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El vicio del poder

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El vicepresidente de los Estados Unidos es básicamente un monigote que se sienta en su despacho a esperar que el presidente fallezca, o le fallezcan, o anuncie su dimisión con gruesos lagrimones frente al televisor. Un eterno suplente que chupa banquillo a la espera del infortunio o la defenestración. Mientras tanto, para no perder del todo la forma, ni el contacto con la plebe, el vicepresidente se dedica a dar charlas en foros secundarios, a inaugurar obras de poco calado, a recibir a mandatarios de medio pelo con la cubertería que ya no usan en el Despacho Oval.

    Cuando Armando Ianucci quiso hacer sangre sobre la casta política de los americanos, se fijó en este cargo tontorrón para convertirlo en el eje de sus maldades, y así nació la mejor comedia televisiva de los últimos tiempos, Veep, que la próxima semana se nos despide del cargo. El vicio del poder es otra comedia sobre la dura tarea de levantarse cada mañana para ser vicepresidente en Washington, pero en este caso, al apagar el televisor para ir a mear y lavarnos los dientes, no nos queda el consuelo de decir que menos mal, que todo era ficción, teatrillo filmado en un estudio de Hollywood. Para desgracia del mundo contemporáneo, Dick Cheney -al que yo por cierto daba por fallecido, pero ahí sigue, con sus muchos infartos echados al coleto- fue un vicepresidente muy real, y mucho más que eso: un presidente en la sombra, la Mano del Rey Bush cuando éste ocupó el Trono de Hierro gracias a los banqueros de Braavos, que veían peligrar sus inversiones en el acero valyrio de los armamentos.

    Mientras George leía comics en su despacho o asaba costillas en su rancho -incapaz, posiblemente, de situar Afganistán en un mapa, o de leer un memorándum sin perderse en la cuarta línea- Cheney, que jamás pudo optar a la presidencia porque tenía una hija lesbiana que hubiera sido su talón de Aquiles en cualquier campaña, se inventaba aquello de las armas de destrucción masiva en Irak, y alentaba el uso de la tortura en los campamentos de la CIA. Convertía el cargo de Presidente en un puesto prácticamente dictatorial, y promulgaba leyes para que los ricos dejaran de pagar impuestos que sólo servían para subvencionar la vidorra de los negros y los pobres. Un tipo al que idolatraba nuestro José María Ánsar… Pues eso.




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Los archivos del Pentágono

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Yo le quiero mucho, a don Steven. En mi cinefilia ramplona y provinciana, tan alejada de las recomendaciones del Cahiers du Cinéma, Spielberg me ha regalado películas cojonudas, imprescindibles, qué digo, ¡obras maestras!, aunque la crítica oficial me borre de sus órganos colegiados. Ya digo que le quiero mucho.

    Pero hay que reconocer que, últimamente, no está en forma. Hace un cine correcto, intachable, de clase magistral, porque él es the fucking master, pero se nos está haciendo mayor, abuelete. Y como todas las personas mayores de aquí y de allá, de la fría Meseta o de la cálida California, ha caído en la manía de contar varias veces la misma anécdota, y de subrayar lo que es obvio, y de cogernos del brazo con insistencia para que sigamos prestándole atención. Son tics de anciano que me temo, ay, van a ir a más... 

Ver sus películas más recientes es como visitar al abuelo los domingos por la tarde, allá en su casa de renta reducida, o en su asilo de jardín con monjas sonrientes. Una cita agradable en la que el abuelete, siempre lúcido, cuenta historias de mucha enjundia sobre las guerras de antaño o sobre el viejo periodismo. Pero al final termina estropeándolas porque piensa que nos hemos vuelto sordos, o lelos, o desatentos, y nos lo remarca todo con músicas, con redundancias, con golpes de efecto que se veían venir a diez leguas de distancia.

    Los archivos del Pentágono es una buena película. Nos ha jodido. Es Steven Spielberg hablando sobre la filtración de Daniel Ellsberg. Un momento histórico para el periodismo de papel. Habría que ser un verdadero inútil para estropear una historia así, con estos actores, con esta actriz principal tan eficiente. Pero la película no es, ni de lejos, Todos los hombres del presidente. La película de Pakula es fría, implacable, perfecta como un reloj fabricado por los suizos. Ella sí que nos toma por espectadores inteligentes, despiertos, que van siguiendo las miguitas de pan hasta toparse con Richard Nixon en la Casa Blanca. Dan ganas horribles de volver a verla. De hecho ya estoy buscándola por mi videoteca. Por la P de Pakula, que es la única de su apellido. Ya digo que mi cinefilia deja mucho que desear…



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Barry Seal: el traficante

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Barry Seal -el personaje real, no esta idealización molona y sexy que encarna Tom Cruise-, era un tipo fondón, con cara de pánfilo, como un matón secundario en la cohorte de Los Soprano. Un tipo que se movía entre el anticomunismo de parvulario y la codicia del Tío Gilito. Un tipo muy poco recomendable, peligroso incluso, al que seguramente daría asco conocer en primera persona. 

Por mucho que Tom Cruise se esfuerce, y por mucho que Doug Liman le siga el rollo, por mucho que nos ablanden con la historia de su matrimonio y con su empecinamiento de americano, Barry Seal es un personaje que no hace ni puta gracia, y sin embargo, la película se desvive por hacernos reír con las aventuras coloniales de este yanqui salvando los logros del Imperio. También conocimos el “lado humano” de Ray Liotta en Uno de los nuestros, o de Stringer Bell en The Wire, y jamás olvidamos quiénes eran. Aquí ha fallado algo. 

    La película hubiera sido distinta con otro actor menos operado del rostro, menos pendiente de sus tabletas. Con otro director de vocación más documental. Menos peliculera. Se agradecen los esfuerzos por entretenernos, pero la historia de Barry Seal, por sí misma, ya es entretenida de cojones. Todo un vodevil ochentero de la histeria anticomunista. No hacía falta pintar al fulano de colorines.  El mero hecho de elegir a Tom Cruise para encarnar a Barry Seal –o que el propio Cruise decidiera apropiarse de esta biografía- ya debería ponernos sobre aviso. Treinta y tantos años después haber derribado los cazas Mig-28 enviados por los soviéticos, el teniente Maverick vuelve a surcar los cielos para luchar contra los comunistas que amenazan el american way of life. Aunque ahora lo haga desde una avioneta civil, tirando fardos de droga o de fusiles sobre los parajes.





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Black Mirror: USS Callister

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¿Cuánto hay de carne y cuánto de metafísica en el ser humano? A medio camino entre el ateísmo -que afirma que sólo somos un filete andante con muchos nervios por el medio- y el obispo Berkeley -que sostenía que somos el sueño transitorio de una siesta lánguida de Dios- han existido tantas teorías combinatorias que a uno le duele la cabeza con sólo recordarlas. 

    Uno, que fue de Ciencias en el instituto, y materialista dialéctico a la vieja usanza de don Karl, está por suscribir la teoría del filete andante y prescindir por completo de la idea del alma, y de cualquier insidia teológica que la susurre. Pero la misma ciencia que nos lleva por ese camino es incapaz de decidir qué demonios es la carne, y la materia incluso, pues el átomo, con sus electrones y sus protones, sus neutrones y sus subpartículas, no es más que una recreación simbólica para hacernos entender. En el fondo de la sustancia sólo hay "energías" y "campos energéticos" que nos devuelven la peligrosa idea del espíritu.

    En este enredo de teólogos y físicos, de carnívoros y espiritistas, Watson y Crick, allá por 1953, descubrieron la estructura del ADN y abrieron una vía de investigación más promisoria que el viejo debate del dualismo. La estructura helicoidal del ADN no era carne ni pescado: eran bases nitrogenadas ordenadas de un modo sacramental, casi divino, en forma de escalera que ascendía hacia lo sublime. El ADN que conforma el cuerpo y define el carácter era, finalmente, información pura. La síntesis inesperada de los viejos conceptos. 

    Las bases nitrogenadas son bits que pueden ser almacenados en los núcleos de las células, pero también, por qué no, en el disco duro de un ordenador. La información es etérea, conceptual, y puede ser transcrita en muchos códigos y soportes. Podemos tener un yo a esta lado cárnico -o carnicero- de la realidad y otro yo, idéntico, con los mismos atributos genéticos, en el mundo virtual de los chips electrónicos. Preguntarse, dentro de unos años, cuál será el más auténtico de los dos, si el que caga materia en descomposición o bits con forma de mojón, será una cuestión peliaguda que habrán de abordar los filósofos de la época. 


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Black Mass

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Al final de Black Mass, en los títulos de crédito, aparecen las fotos reales de los mafiosos que durante años colaboraron con el FBI allá en los arrabales de Boston. Unos matones de baja estofa que mientras largaban de la mafia mayor, la italiana, gozaron de total impunidad para manejar sus asuntos delictivos. Que si unas extorsiones por aquí o unos asesinatos por allá. Poca cosa, al parecer.

     Como suele suceder, los jetos auténticos de los mafiosos son insulsos, decepcionantes, de una normalidad pedestre que está más cerca de la estulticia que de la brillantez. Tipos que uno se encontraría en cualquier bar del pueblo, jugando a la baraja, o disputándose la posesión del Marca. La psicopatía, en el mundo real, viene enmascarada en rostros neutros, insustanciales, como bien advierten los manuales de psiquiatría. Lo del psicópata de sonrisa cínica y mirada perturbadora es una cosa que ponen en las películas para que los espectadores más lerdos no se pierdan en la trama. Lo del mafioso con glamour también fue una estupidez aventada por el cine: una tontería que El Padrino elevó a la categoría de arte, hasta que un buen día nos topamos con la jeta de James Gandolfini y con sus camisetas imperio manchadas de salsa napolitana.

        En Black Mass no hay nada que objetar sobre la caracterización de los matones secundarios, que podrían ser perfectos clientes del Bada Bing!, una pandilla de garrulos que celebran su amistad trajinando whiskies y junando putas. Pero el Jimmy Bulger que le han plantado en la cara a Johnny Depp parece una broma. Uno ve las fotos reales del hampón y tiene un aire parecido al tío Paulie de Los Soprano, sólo que un poco más delgado y estiloso. Nada que ver con esta criatura infernal de lentillas azules y dentadura retorcida que parece sacada del Drácula de Coppola. Se han pasado tres pueblos con el maquillaje y con la plastilina. Tres pueblos, concretamente, de la provincia de Albacete, pues uno mira y remira el emplaste y no deja de pensar en Joaquín Reyes imitando a Jimmy Bulger con acento de La Mancha:

        "Que soy el recopetín de la mafia bostoniana, copón, ¿no os doy repeluco?"


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