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Tres de la Cruz Roja

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Por el año del Señor de 1961 -que hacía el número 22 en el calendario de la Victoria- el gobierno de los militares encargó una película para hacer publicidad de la Cruz Roja Española, que era un cuerpo de voluntarios que ahorraba mucho dinero a las arcas del Estado. Como los chavales que hacían la mili, o como los rojos que penaban en la cárcel. Lo que pasa es que a la mili te llevaban a punta de bayoneta, y a la cárcel con cuatro hostias soltadas tras la manifestación, pero para ingresar en la Cruz Roja tenían que seducirte o liarte de mala manera. El placer gratuito de servir a la Patria y de socorrer a los compatriotas quizá era suficiente para los campeones de la españolía, pero poca cosa, pura retórica, para el común de los mortales, más apegados a los placeres concretos de los sentidos. Y para los mocetones de la época, como para los mocetones de ahora, que en eso no influye vivir bajo el nacionalcatolicismo o bajo el parlamentarismo, los dos reclamos infalibles, irrenunciables, las flautas mágicas del flautista de Hamelín, eran el sexo y el fútbol.

    Para empezar de manera suave, los guionistas empiezan hablando del fútbol, del glorioso Real Madrid de las cinco Copas de Europa, aunque el equipo esté iniciando su decadencia por culpa de los barrigones que asomaban bajo las camisetas de Puskas y de Di Stéfano. "Apúntate a la Cruz Roja, chaval", sobre todo si vives en Madrid, que así podrás entrar gratis al Santiago Bernabéu y ver los partidos aunque sea a ras de césped, y condicionado a las necesidades del servicio. Menos da una piedra, y la retransmisión sin imágenes de la radio. Así que allá van, los tres de la Cruz Roja, Pepe, Jacinto y Manolo, que tienen nombres como muy del desarrollismo, como muy de españolitos bajitos y morenos, a servir a la Patria y dar la última gota de su sangre si fuera menester, como diría el salgento Arensivia de Historias de la Puta Mili. Pero la trama del fútbol sólo dura media hora, y no da para más. Un simple mcguffin para despistar. Lo que de verdad va a enganchar a los futuros voluntrios que ven la película, lo que les va a llevar directamente del cine de Chamberí a las oficinas de admisión, es saber que si te pones el uniforme de la Cruz Roja, y fardas con gracia sobre tus proezas sanitarias, unas tías de muy bien ver, verdadera jamonas en una España que soñaba con comer jamones, se van a pirrar por tus huesos y van a hacerte picardías cuando pases por la vicaría y te derrumbes loco de deseo en la cama matrimonial. Antes no.




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Asignatura aprobada

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José Manuel Alcántara es un autor teatral que ha vivido sus años de plenitud en Madrid: los años artísticos, coronados por el éxito, y los años sexuales, adornados por bellas señoritas. Pero el tiempo pasa, y con cincuenta y tantos años recién cumplidos, José Manuel comprende que se han acabado los días de vino y rosas. La fuente de su creatividad se está secando, y la mujer amada le ha dejado por otro tipo más divertido, o simplemente distinto. José Manuel se entrega a las grandes reflexiones de la madurez, y para ello decide abandonar Madrid e instalarse en Gijón, su tierra natal, para pensar apoyado en la barandilla que mira hacia el mar. 

En Gijón el otoño es brumoso, lluvioso, de olas revueltas en el mar, y ése es exactamente el tiempo atmosférico que reina en su corazón. José Manuel no es feliz: le supuran los recuerdos por las heridas, y le persiguen los fantamas en el sueño, pero en Gijón, al menos, ha encontrado un paisaje verde y gris en el que pasar desapercibido. Un clima en el que identificarse. Una guarida para pasar el invierno del calendario, y también el invierno del alma. La gabardina con gotas de agua le sienta muy bien a su aire circunspecto.

    Su melancólica hibernación, sin embargo, va a durar muy poco. En el teatro de la ciudad actúa la mujer que le partió el corazón más allá del Guadarrama: una actriz bellísima, y pelirroja, que se parece muchísimo a Victoria Vera, la musa olvidada de nuestra despelotada Transición. José Manuel Alcántara, que huía de su recuerdo, se ha topado con ella en carne y hueso. Y como una luciérnaga que no puede resistir el encanto de la luz, retoma con ella las viejas conversaciones, los viejos desencuentros, que ahora ambos recuerdan como seres maduros entre fabes y sidrinas. José Manuel y Elena dedicarán muchos ratos de estudio a la asignatura de su relación, que fue erótica, turbulenta, desgraciada, inmensamente feliz. Una asignatura compleja, retorcida, que requerirá muchos paseos por la playa para ser asimilada. Y de fondo las olas, marcando el paso del tiempo en cada llegada y en cada retirada. Como un reloj marino que les recuerda constantemente que el tiempo pasa, que las oportunidades se van, y que la vida se les está escurriendo entre los dedos. Como arena de la playa.




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Sesión continua

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Reconozco que a Luis José Garci le he dado mucha caña en este blog. Y más que le daré como siga por estos derroteros, morreando el bigote del Aznar, o la barba de Rajoy, que parece un fetichista de los vellos peperiles. 

    A quien yo tenía en mucha estima era a su hermano gemelo, el otro José Luis, el que en sus años mozos rodó varias películas que todavía aguantan el tirón -las mejores- o son un documento de la época -las menos afortunadas. Luego, por desgracia, a José Luis le dio un ictus, o se fue de misionero al Amazonas, y sus películas, aunque venían firmadas con su nombre, ya estaba claro que no le pertenecían: cursis, relamidas, aburridas a más no poder. Ahora sabemos que fue su hermano Luis José el que perpetró tales desmanes, un tipo ramplón, almibarado, que se hizo habitual en las tertulias de la radio, y en las fiestorras de la Moncloa, bailando chotis con la Botella.

    Pero hace unas semanas, cuando todo el mundo rellenaba su quiniela para los Óscar, regresó José Luis del exilio, o de la enfermedad, y proclamó que Mad Max: Fury Road era su película favorita. José Luis, el cineasta con criterio, había vuelto de las sombras... Y yo, para darle la bienvenida, decidí poner en el reproductor Sesión continua, una película suya de los viejos tiempos. Una rareza que con sus imperfecciones sigue siendo un canto de amor por el cine. Adolfo Marsillach y Jesús Puente hablan de sus vidas, de su amistad, de su fracaso como padres y de su nulidad como maridos. De sus sueños casi amortizados. Me deprimo despacio, que es la película dentro de la película, sólo es el mcguffin que utilizan para dar rienda suelta a sus cinefilias. La vida misma es para ellos un mcguffin, una excusa cojonuda para hablar de cine hasta la madrugada. José Manuel Varela y Federico Alcántara son dos alineados que me resultan muy familiares. Dos desertores de la realidad que encontraron la vida lejos de sí, en las pantallas.



Marsillach [borracho, pero lúcido]: ¿Tú sabes por qué nos hemos hecho mayores sin darnos cuenta?
Puente [más borracho aún]: No me acuerdo
Marsillach: Pues por una cosa muy sencilla. Porque nosotros no hemos vivido.
Puente: ¿Ah, no?
Marsillach: No. Nos han vivido. Siempre hemos vivido vidas que no eran nuestras vidas, porque en nuestras vidas sólo hay historias...
Puente: ¿Tú estás seguro... tú estás seguro de eso?
Marsillach: Completamente, Federico. Somos irreales. Vivimos en estado de película.



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