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Verano del 42


🌟🌟🌟🌟

1. Muchos años después de 1942, en los veranos de los ochenta, mis amigos y yo accedíamos a las revistas pornográficas que algunos padres no escondían demasiado bien, encima de armarios, o en cajones de fácil acceso. El progreso era evidente: nos iniciábamos antes, y a todo color, sin remilgos de germanías. Pero desde entonces, desde 1982, han vuelto a llover los tiempos y las tecnologías, y nosotros, comparados con los chavales de ahora, que campan por internet como exploradores intrépidos y de rápido aprendizaje, ya parecemos unos mequetrefes, unos tontainas, casi unos candidatos a la beatificación. Qué te voy a contar, entonces, de los muchachuelos del verano del 42, que contemplados desde esta atalaya nos parecen unos auténticos retardados, y casi mueven más a la compasión que a la risa.

2. Nada -con excepción de los discos de Frank Sinatra- ha hecho más por el amor en Estados Unidos que las bolsas de compra sin asas. En Verano del 42, Hermie y Dorothy se conocen gracias a que ella sale del supermercado con varias bolsas de más, abrazadas torpemente al cuerpo, y una de ellas cede a la prensión y cae al suelo. Ahí está Hermie, atento a la jugada, aprovechando la oportunidad pintiparada para darse a conocer. Allí, en Estados Unidos, si te gusta una chica, o una mujer, basta con seguirla en su itinerario comercial y esperar pacientemente el estropicio. Aquí, en cambio, que somos tan listos, hemos otorgado a nuestras amadas la escapatoria perfecta de la bolsa con asas, que pueden llevarse hasta diez en cada viaje, una en cada dedo, sin que el hombre dispuesto a ayudar tenga excusas para presentarse y darse a valer.

3. La belleza de Jennifer O'Neill en la flor de su edad no admite literaturas. Ni aproximaciones siquiera. Ni un congreso de mil poetas enamorados acertaría con los adjetivos precisos y necesarios. En ella todo está tan bonito, y tan bien puesto, que te ahoga el discurso en la garganta. Si luego, encima, cada vez que aparece en pantalla, nos ponen esa música maravillosa e inolvidable, el efecto de su hermosura se multiplica hasta límites casi intolerables. Contemplándola con la boca abierta, y con los instintos encendidos,  he recordado aquello que decía Karl Pilkington sentado en la cueva frente a las ruinas de Petra:

    “Es mejor vivir en el agujero, viendo el palacio, que vivir en el palacio viendo el agujero, ¿no? [...] Pero no hablaba sólo de edificios. De la vida, en general. Incluso entre una persona guapa y otra fea. De alguna manera, es mejor ser la persona fea que aprecia las cosas bonitas”.

    Es el consuelo que nos queda.





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