Mostrando entradas con la etiqueta Jean Rochefort. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Jean Rochefort. Mostrar todas las entradas

El marido de la peluquera

🌟🌟🌟🌟🌟

La vida de los hombres deslucidos es un largo desierto con oasis sexuales muy distantes entre sí. Los hombres más impacientes curan su sed en fuentes muy alejadas de la pureza, que al final son las que dan más sed, y nunca terminan de romper el maleficio. Otros hombres, menos hormonados, aguantan como pueden el reseco chaparrón, y se refugian en los sueños eróticos de la gran pantalla, o en el voyerismo de la vecina del cuarto, inalcanzable y guapísima en su espléndida madurez. O encuentran, una vez al mes, o cada dos, según los presupuestos, a las peluqueras. A mí, por ejemplo, me pasa que en las vacas flacas ellas son el único contacto sensual que ameniza la larga hambruna. Las únicas mujeres que por exigencias del guion te acarician el cabello, te rozan la nuca, colocan su pecho muy cerca de la piel requemada. Para nada un encuentro sexual, ni un contacto cerdícola: solo el recuerdo de que una mujer, en la cercanía, hace que el mundo parezca de otro color

            Ignoro si la vida sexual de Patrice Leconte sufría una travesía del desierto cuando rodó El marido de la peluquera, su obra maestra incontestable. Pero si no fue él, desde luego, fue un buen amigo quien le puso sobre la pista de esta sensualidad atrapada en las peluquerías de caballeros, regentadas por mujeres que sin pretenderlo se convierten en un bálsamo, en una invitación a cerrar los ojos y dejarse llevar por el roce en la nuca, por el aliento en la oreja, por el pecho en la espalda... El marido de la peluquera es un sueño erótico hecho realidad: el que tuvo Antoine a los doce años, cuando supo, en una revelación súbita, que sólo casado con una peluquera encontraría la paz de la vida sencilla y la armonía sexual. Por qué vagar por el mundo incierto de las mujeres y no acudir, directamente, al refugio de tanto rechazo y tanto quebranto.  Por qué volar de flor en flor, de espina en espina, y no pedirle matrimonio a Mathilde, para que nos deje vivir allí, en el propio establecimiento, sin más mundo que su visión, sin más experiencia que sus manos, sin más amistades que los clientes que llegan y rápidamente se van.




Leer más...

El artista y la modelo

🌟🌟

Hay veces que en la vida del cinéfilo se producen casualidades extrañas, convergencias inesperadas. Días de la marmota en los que uno cree revivir la aventura imposible de Bill Murray. 

Si hace cuarenta y ocho horas, en la intimidad de mi salón, Michel Piccoli pintaba la sagrada desnudez de Emmanuelle Béart mientras su personaje se quejaba de las limitaciones de su arte, hoy, en los canales de pago, me topo a Jean Rochefort dibujando la bendita desnudez de Aida Folch en El artista y la modelo, encarnando a un escultor que también se lamenta de su carencia de genio, de la distancia insalvable que lo separa de los grandes maestros. Ambos artistas son franceses, viven en el campo, conviven con esposas que hace años ejercieron de modelos para sus tejemanejes. Los dos desayunan pan crujiente mojado con aceite de oliva. Los dos son sabios, cínicos, viven en un retiro espiritual alejado de la gente, y cercano de los médicos. Los dos buscan su última obra -la maestra a poder ser- que quieren legar al mundo antes de retirarse, a vegetar, o a morir. Los dos viven en la pitopausia, en el deseo amortajado, en el escarceo último de su libido.

Las jovenzuelas que les sirven de modelos, Emmanuelle y Aida, son dos chicas de pasado oscuro, alocadas y perdidas, que se desnudan ante el artista en cuerpo y alma, y que gracias a ello, como si recibieran un bautismo de arte y filosofía, terminan por encontrarse a sí mismas. Emmanuelle, puestos a escoger, es sin duda la más bella. Lo digo yo, y también lo dice el espejito mágico. Primero porque su película es de colorines, y en ella su piel reluce de rosa y blanco, de luz y cavernas. Aida Folch, la pobre, combate con armas del blanco y negro, que a Trueba le sale muy bello, muy histórico, muy de homenaje a los grandes clásicos, pero que nos hurta la luz del Pirineo, el verde de los valles, el alabastro de su hispánica musa. Emmanuelle, además, es francesa, y eso, por sí mismo, ya es un valor añadido, una distinción incuestionable, porque las actrices españolas, por muy francesas que se nos pongan, por muy descocadas y muy naturales que se nos despeloten ante la cámara, como Norma Duval conquistando el Folies Bergère, siempre tienen un algo celtibérico que les impide flotar. Arrastran en sus carnes las penurias de los siglos pasados. Las preceden muchas generaciones que pasaron hambre y necesidad, y eso ha dejado una marca en las pieles, en el brillo nunca límpido de los ojos. Las beldades francesas son otra cosa: símbolos, cánones, quintaesencias. Espíritus, más que carnes.



Leer más...