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El lobo de Wall Street

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Aunque “El lobo de Wall Street” fuera una mierda de película yo le hubiera puesto igualmente las cinco estrellas. Hay cosas que están por encima del cine, del arte, de la vida incluso. Hay que santiguarse cuando uno ve atisbos del Cielo, pruebas irrefutables de que los dioses, aunque vivan escondidos en los misterios de la física, velan realmente por nosotros.  Esos dos segundos de Margot Robbie apoyada como Dios la trajo al mundo en el quicio de la puerta -des-quiciando al ya de por sí no muy centrado Jordan Belfort- valen, qué se yo, por las tres horas completas de la película. Valen por todas las películas infumables que he visto en los últimos tiempos, obligado, o confundido, o simplemente acuciado por este blog tan desconocido como hambriento. La visión de Margot Robbie vale por una vida entera dedicada a esta jodienda de la cinefilia: horas y horas planchando sofás con el culo, y butacas de cine, desde que tengo memoria de ser yo. Perdónenme la simpleza, la chimpancería, pero Margot Robbie, desnuda, mostrando a su amante el camino del dormitorio, es un milagro de la carne que trasciende la carne misma, y llega a transustanciar el láser del DVD en rayo divino que obra el milagro. Si los católicos cimentan su fe en las apariciones de la Virgen, nosotros, los ateos, para sostener nuestra fe, necesitamos las desnudeces de Margot Robbie y de otras actrices tan guapas como ella.

Como luego, además, “El lobo de Wall Street” es una obra maestra que nunca pasará de moda porque su continente es irreprochable, y su contenido -la avaricia humana- universal, vivo en la duda de si colocar por primera vez seis estrellas como seis soles de la primavera: cinco por don Martin y don Leonardo, y uno por la virgen laica que me sulibeya. No sé. Luego lo pienso en frío y siento remordimientos de bolchevique. Porque es cierto que la película dura tres horas, y que uno desearía que durase tres horas más para conocer la vida posterior de Jordan Belfort, o saber qué fue de aquel tiburón trajeado que le explicó las claves del negocio de robar. Y es entonces, a punto de caer ya en la fascinación idiota, en el síndrome de Estocolmo, cuando uno comprende que estos tipos son los verdaderos criminales del mundo. Los traficantes del humo financiero. Los verdaderos devoradores de planetas, como el Galactus de los cómics. Son ellos los que despellejan a los incautos, roban a los pobres, chantajean a los gobiernos y convierten en miseria nuestra condición ya de por sí miserable. El montón de mierda con el que Martin Scorsese erigió esta película sin igual.





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El oficial y el espía


🌟🌟🌟🌟

De vez en cuando tengo que ver una película de Roman Polanski. Es bueno para la terapia.A veces la gente real, o la que sale retratada en los periódicos, no basta para asumir la realidad oscura de nuestra especie. Se hace difícil, sacar la espada flamígera a pasear, por si le aciertas a uno de los pocos inocentes. Ahí fuera, en la no-película, todo es ruido, confusión, un mar de mentiras diluidas en una gota de verdad. En las películas, en cambio, fluye un hilo narrativo, todo se ordena, y las cosas quedan tan claras que a veces te puedes asustar. La gente es mala, ruin y mentirosa. Muy cínica, cuando se juega algo. Mezquina y puñetera. Seguro que yo también lo soy, o lo he sido alguna vez.




    Cuando veo una película de Polanski es como si recordara el Padrenuestro. Pongo los pies en el puf y al mismo tiempo es como si los depositara sobre la tierra, cansado de volar junto a los roussonianos que no opinan como yo. Es un descanso. Un momento de recogimiento. En algunas películas de Polanski el malo es un demonio disfrazado de ser humano; en otras, un ser humano disfrazado de demonio. Viene a ser lo mismo. Para los creyentes, el Mal anida en el Diablo; para los ateos, el Mal somos nosotros.

    En El oficial y el espía sólo hay un hombre justo, el coronel Picquart, por el que Dios perdona la destrucción de París como hizo milenios atrás con Sodoma, gracias a Lot. Y tras el ejemplo de Picquart, alentados, otro buen puñado de hombres abandonarán las catacumbas del silencio. Tipos valientes y honrados como Émile Zola que se enfrentarán al Ejército para desmontar la acusación de traidor que pesa sobre el capitán Dreyfus. Un pobre hombre cuyo único crimen -como suele suceder con los inocentes- era estar en el sitio equivocado, en el momento más inoportuno. Y ser judío, claro, porque mucho antes de que Hitler decidiera exterminarlos, a los judíos sólo se les escupía y se les apedreaba, en la Europa civilizada.

    Los justos como el coronel Picquart o Émile Zola son las flores en la mierda; el chorizo en las lentejas; la excepción en la regla; la rosa en el zarzal. Los humanos, en la humanidad.



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The Artist

🌟🌟🌟🌟

A medida que The Artist ganaba premios por los festivales de medio mundo, y las radios y las revistas se iban llenando de alabanzas antes de su estreno, nosotros, los cinéfilos de la oreja estirada, teníamos la mosca detrás de la misma porque una película así, por muy cojonuda que fuera, no dejaba de tener el inconveniente de la mudez anacrónica. De los franceses desconocidos. Todos sabemos que las películas mudas, cuando son comedias, han resistido el paso del tiempo, y uno se entrega a ellas con una sonrisa permanente en la boca, admirado de sus ocurrencias o de sus acrobacias; pero que cuando las películas silentes son dramáticas, o de trasfondo social, el bostezo irreprimible, el aburrimiento inconfesable, asoma incluso en la boca del cinéfilo más contumaz.

    Cuando The Artist llegó a las pantallas de nuestras provincias, a los cinéfilos se nos cayeron los prejuicios al suelo, y disfrutamos de una película original, cojonuda, charmant, a falta de un adjetivo en castellano que ahora no me sale, y en afrancesado homenaje. The Artist llegó incluso a emocionarnos, en la escena del suicidio que recorría la música de Vértigo, y salimos del cine imitando los pasos de baile de la Bejo y del Dujardin, que además son guapos de cojones, los muy jodíos, que parecen tal cual actores de los años veinte, estilosos y pluscuamperfectos. Fueron muchos, también, los que habiendo jurado no tener jamás un perrete -porque hay que darle de comer y sacarle de paseo todos los días- se lo iban pensando camino de casa, seducidos por las tontacas tan graciosas que hacía Uggie, el Milú inseparable de George Valentin.


    The Artist nos gustó, nos encandiló incluso, pero la olvidamos rápidamente. Casi siete años después la he rescatado de una olvidada caja de DVDs, haciendo la mudanza de mis bártulos. En aquel año del Señor de 2011, en el último esplendor de mis días en la hierba, había una película impecable que sólo me gustó a mí, y al vecino del quinto: se llamaba Moneyball, la escribía Aaron Sorkin, la dirigía Bennett Miller y la protagonizaba Brad Pitt. Iba de un entrenador de béisbol que aplicaba un algoritmo matemático para renovar su plantilla de veteranos perdedores. Era una puta obra maestra. Yo le hubiera dado el Oscar sin remordimientos. Ya nadie la recuerda. Soy un cinéfilo lamentable, atravesado y conservador. Un esbirro del Imperio Americano. Un abducido.



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Pequeñas mentiras sin importancia

🌟🌟🌟

Cumplida la pena de cuarenta años y un día, me encuentro en los canales de pago con una película francesa que, curiosamente, trata los problemas emocionales de una pandilla de amigos que comparten celda conmigo en esta mohosa prisión de la edad.

Como no creo en las casualidades, ni en los designios de los dioses, supongo que ha sido mi inconsciente el responsable de encontrarla entre el maremágnum de la programación digital. Se trata de Pequeñas mentiras sin importancia, película a la que me conduce su director, Guillaume Canet, del que hace poco disfruté No se lo digas a nadie, thriller de planteamiento original y giro final inesperadísimo. Y a la que me conduce también, por supuesto, por encima de cualquier otra consideración, su señora esposa, Marion Cotillard, la parisina ideal de la que todos nos enamoramos en Largo domingo de noviazgo y desde entonces que no hemos parado.

Los primeros minutos de Pequeñas mentiras sin importancia consiguen atraer mi atención, y me las prometo muy felices para las dos horas y media que restan por delante. Pero poco a poco voy cayendo en la decepción. No absoluta, no irascible, no endemoniada -porque la película no está mal del todo, y Marion, sin adornos y sin maquillajes, con ropas ordinarias y rasgos despejados, está más bella que nunca, y además sale mucho rato. Pero me importan muy poco las aventuras de estos cuarentañeros. No forman parte de mi contexto, de mi experiencia vital. Son demasiado guapos, demasiado burgueses, demasiado felices... Su máxima preocupación en la vida es decidir con quién van a acostarse llegada la noche, allá en el lujoso bungalow que todos comparten a orillas del mar, en unas vacaciones soleadas e idílicas que seguramente sufraga el fraude fiscal. 

De esto va, mayormente, Pequeñas mentiras sin importancia: de pequeños rolletes sin importancia. De contarnos, al común de los mortales, cómo se las gastan estos guaperas y estas macizorras cuándo se les pone un objetivo sexual entre ceja y ceja.



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