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El origen del planeta de los simios

🌟🌟🌟🌟


De vez en cuando, mientras veía “El origen del planeta de los simios”, se me iba un ojo hacia Eddie, al que tengo casi en la línea visual de la tele. A la una o’clock, en el reloj de los miitares. Cuando tiene frío o se asusta por los ruidos del viento, Eddie se acurruca a mi lado como en las fotos de las postales; pero si no, prefiere aovillarse en el otro sofá, como un perro-gato independiente, libre para rascarse las orejas o para cambiar de posición. 

El contraste entre César, el simio superinteligente, y Eddie, el perrete disfuncional, me hacía reír por los adentros. Porque Eddie -en lo que no deja de ser otro prodigio de la ciencia- tiene más pelos que neuronas. Pero como tiene un millón de pelos el número de neuronas le vale para ir tirando por la vida. Le sirvió de pequeñín para hacerse el simpático y ser adoptado por este escribano, que era lo principal. A partir de ahí, con encontrar los cuencos en la cocina, anticipar la hora del paseo y saber regresar al camino cuando se pierde persiguiendo gamusinos, todo el trabajo neuronal ya es para él un exceso energético y una demostración de vanidad. Porque Eddie no es tonto: es que no necesita más.

En los interludios de la película, que son muy pocos porque hay mucha acción y mucho argumento filosófico, yo imaginaba cómo sería Eddie si nuestra veterinaria -esa chica pelirroja a la que me gustaría visitar más veces sin que Eddie se pusiera enfermo- le enchufara una dosis experimental del AZ-112, el medicamento prodigioso. Sería la hostia, tener un Eddie superlisto -quizá el futuro líder del Planeta de los Perretes- que entendiera muchas cosas que ahora no entiende. Por ejemplo que le pongo la correa no porque sea mi esclavo, sino para que no le pillen los coches; y que ha tenido mucha suerte en la vida en comparación con esos perros maltratados por mis vecinos. Hijos de puta... Y que el viento en las ventanas sólo es viento, y no un mal espíritu que nos visita. 

Pero sobre todo, que con su inteligencia recién estrenada supiera expresar lo que pasa por su cabecita: dolor, o tristeza, o aburrimiento. Porque a veces le entiendo, pero a veces no, y me pone triste que la barrera evolutiva nos separe como extraños.





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En el valle de Elah

🌟🌟🌟🌟


Viendo “En el valle de Elah” aprendimos que colgar una bandera del revés no es cagarte en la madre patria -al estilo de los satánicos cuando ponen la cruz bocabajo para ciscarse en Jesucristo-, sino dar un grito de ayuda en el campo de batalla. Tommy Lee Jones nos explicó que las banderas se izan así cuando el ejército está sitiado y pide refuerzos a los amigos, o clemencia a los enemigos. O cuando un ciudadano está transitoriamente decepcionado con su país -como le pasa a él al terminar la película- y quiere que los vecinos tengan conocimiento de su cabreo.

Está bien saberlo. Pero eso, claro, solo funciona con las banderas de diseño asimétrico, como la norteamericana de Tommy Lee, con ese rincón estrellado que rompe la monotonía de las barras. También funcionaría con la bandera Australia o de Nueva Zelanda, se me ocurre a vuelapluma. O en Uruguay. Pero no en Japón, por ejemplo, con ese sol rojo que siempre estaría en mitad del amanecer. Y tampoco en España, porque si a la bandera le quitas el escudo del águila o el perifollo constitucional -que vienen a ser más o menos lo mismo en lo simbólico- la dejas simétrica de sí misma con los colores de los borbones. 

Lo digo porque los fachas, en estos días tan convulsos, están sacando sus rojigualdas al balcón para ponerlas del revés y así emitir un grito de socorro a los caballeros andantes o a las potencias extranjeras. Más bien a los generales del ejército, a ver si se dejan bigotón y se atreven a sacar los tanques por las calles. Según los fachas, la patria se rompe, se devora a sí misma, y además hay unos bolcheviques en el Parlamento que quieren convertirlo en una cheka para fusilar a mansalva y luego subir los impuestos a los ricos, que es todavía mucho peor. 

No sé. A mí me da igual. Yo no tengo ninguna bandera en mi balcón. Una vez pensé en poner la bandera republicana -que es la única legítima- pero luego pensé que vendrían los fachas del pueblo a apedrearme las ventanas. Así que un lío. Prefiero llevarla dentro de mi corazón. 

Lo que sí voy a hacer, después de ver la peli, es colgar un póster de Charlize Theron desmaquillada en mi habitación. Y no del revés, claro. Bien derecha. A mis años, sí. 





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La balada de Buster Scruggs

🌟🌟🌟🌟

La primera vez que vi La balada de Buster Scruggs me enteré casi por casualidad de que los hermanos Coen habían estrenado nueva película. Lo hice de refilón, casi de canto, gracias a que leí una reseña en el periódico mientras pasaba la página, distraído. Antes, en mi cinefilia comprometida, estas cosas no me pasaban: yo estaba al loro, al tema, siguiendo la filmografía de estos santos americanos que son de mi particular devoción. Porque los hermanos Coen, en mi iglesia, San Joel y San Ethan, aunque ellos sean judíos y yo ateo perdido, tienen una de las capillas más barrocas y más floridas, donde se exponen todas sus obras y milagros en retablos que son los carteles de sus películas. Allí, a ese espacio de recogimiento donde la creatividad y el buen humor se palpan en el aire, y se respiran con el incienso, voy a rezar varias veces al cabo del año, cuando me aburro de la vida y de las películas horrorosas, o sin sustancia.

La verdad es que entonces, en el primer visionado -casi como ahora, para qué engañarnos- no andaba yo muy centrado. Iba disperso, a salto de mata de la vida y de la cinefilia, Sufría interferencias que provocaban despistes ridículos e imperdonables. Pero no fue culpa mía del todo: lo último que yo podía imaginar es que los hermanos Coen estuvieran en tratos con la televisión de pago, con la omnipresente Netflix, que ya es un poco como Dios, o como el wifi, que están en todas partes. Y que tal noticia, ¡la nueva película de los hermanos Coen!, que antes encabezaba las secciones de cultura y las portadas de las revistas, ahora apareciese en un recóndito rincón donde no suelo mirar: en el cajón de las verduras donde están las TV movies que yo siempre obvié con desdén.

¿Y la película? Bueno... En realidad no es una película: son seis cuentos sobre el Far West que los santos de Minnesota han rescatado del cajón de sus ocurrencias. Hay una historia floja, una tristísima, tres que son una auténtica maravilla, y una, la aventura del buscador de oro en Alaska, que es una obra maestra que tres años después, en el segundo visionado, permanece tal cual, incorrupta, a salvo de la erosión del viento y de las torrenteras. Oro puro.






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Mi nombre es Harvey Milk

🌟🌟🌟🌟

Hace unos cuantos meses, en una entrevista para la televisión que iba para rutinaria y terminó fabricando la bomba informativa -que decía el Butano-, Ada Colau, la alcaldesa de Barcelona, contó que de joven había tenido relaciones sentimentales con alguna mujer. Yo, que por una rara coincidencia no estaba viendo el fútbol, ni la película del día, asistí en directo a lo que parecía ser una polémica declaración que iba a traer cola en las cavernas más cavernícolas. Me dio la impresión, en ese mismo momento -o tal vez sólo lo imaginé- de que Ada Colau se había tirado un poco a la piscina; de que quizá se dejó llevar por las malas artes de su entrevistador y de pronto, como salida de un trance de debilidad, de desnudo del alma, se sonrojaba y se revolvía algo incómoda en su butaca. Quizá pensó que había ido demasiado lejos en el juego de las confesiones íntimas, o temió, de repente, haber perdido apoyos entre unos votantes que quizá no fueran unánimes en cuanto a la aceptación de su bisexualidad.


    A la mañana siguiente, que era domingo, día del Señor, la prensa conservadora -o sea, la prensa- se hizo eco de sus confesiones fuera del confesionario. Los francotiradores del ejército nacional le dijeron de todo, por supuesto, a la alcaldesa: que era una política ladina, tramposa, de maquiavélica para arriba, que había aprovechado un horario de máxima audiencia para conquistar un puñado de votos entre los maricones y los simpatizantes de la mariconería. Ellos, los hijos de puta, escribían que mientras España se rompía precisamente por la frontera de Cataluña, Ada Colau, en un acto de frivolidad, de exhibicionismo sentimental, nos contaba sus escarceos universitarios para conquistar las simpatías de la progresía. Una argucia electoral impropia de estos tiempos convulsos en los que el Imperio vuelve a resquebrajarse, y el patrimonio de los Borbones amenaza con reducirse. 

    Los columnistas de la nomenklatura hicieron el ridículo, como siempre, y abonaron los surcos del pensamiento con su mierda habitual. Pero ninguno se atrevió a poner en cuestión el derecho de la alcaldesa a ser bisexual. Nadie objetó que eso fuera impedimento para el desempeño de su cargo. Puede que alguno lo pensara, pero no se atrevió a escribirlo. Sólo cuatro desnortados como Ana Botella -la Anita Bryant del barrio de Salamanca- podrían aplaudir alguna parida carpetovetónica de ese tenor. Los tiempos de ostracismo que sufrió Harvey Milk ya (casi) han sido superados.


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The disaster artist

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Hace años yo formaba parte del jurado de un premio literario, aquí en la provincia. Era un certamen modesto, poco internacional, que buscaba nuevos valores en este páramo de las letras. A veces se presentaba gente original, competente, mucho mejor que uno mismo cuando escribía. Pero la mayoría de los que concursaban eran unos disaster artists de las letras: gente que apenas sabía redactar, que contaba unos rollos insufribles. Que cometía unas faltas de ortografía tan tremendas que era imposible concentrarse en las andanzas de los personajes. Leías nueve o diez páginas de aquellos empeños imposibles y rápidamente pasabas al siguiente relato que esperaba turno en el montón. Aquella gente se lanzaba a la escritura a tumba abierta, sin sospechar que carecía del menor talento para juntar letras e ideas, igual que otros nos lanzamos al bloguerismo pensando que tenemos algo deslumbrante y bien trabado que contar.

    Me he acordado de aquellos escritores tan voluntariosos como escasos de aptitudes mientras veía "The disaster artist". Ahora que ha pasado el tiempo, Tommy Wiseau -el disaster artist por antonomasia de las artes cinematográficas, desaparecido ya para siempre Ed Wood en el outer space- se ríe abiertamente de sí mismo y de su obra, y promociona su infrapelícula The Room como una divertida broma que le costó seis millones de dólares rascados de su propio bolsillo. El capricho de quien una vez quiso jugar a cineasta y tuvo el dinero necesario para pagarse los equipamientos. Pero Tommy Wiseau, al principio de la aventura, se tomaba muy en serio su película –o lo que sea eso-, y quizá pensó que con The Room estaba rodando la nueva Ciudadano Kane que dejaría epatados a los críticos. 

    Wiseau, como muchos de aquellos no-escritores que yo descartaba en la primera criba del certamen, ni siquiera conocía los rudimentos de su arte. Tenía una historia que contar, sí, como todos nosotros, porque quién no ha vivido amores y desamores, amistades y traiciones, sueños rotos y sueños cumplidos... El problema es que él no tenía ni puta idea de contarla. The Room es la película de alguien que no aprovechó las enseñanzas de Sócrates y nunca se conoció a sí mismo, o lo hizo demasiado tarde. James Franco, por el contrario, parece tener la cosas muy claras. Que el oráculo de Delfos le sigua guiando por el buen camino.



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The Deuce

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“¡SEXO!... Y ahora que ya tiene nuestra atención, queremos comunicarle la próxima apertura de Almacenes Prieto, en el centro de la ciudad…” 

    Hace años esta era una táctica habitual en el mundo de la publicidad. Uno iba caminando por la calle tan ricamente, pensando en el fútbol o en la lista de la compra, y de pronto, como en una sacudida, te encontrabas con la palabra SEXO escrita en mayúsculas, y era como si tu homínido interior despertara del letargo. Y se te iba la vista, claro, a la octavilla, o al cartel publicitario, y por un segundo llegabas a pensar que estaban anunciando rebajas en el sector de la compañía, o que los poderes públicos lanzaban una campaña animando a la coyunda para subir los índices de natalidad. 

    La táctica de asociar el sexo con los Almacenes Prieto -o con las campañas humanitarias, incluso- duró sólo unos cuantos meses. Hasta que aprendimos a no seguir leyendo la letra pequeña que venía tras el reclamo. Con el riesgo evidente, eso sí, de perdernos alguna oferta verdadera, libidinosa, de las de tirarse luego de los pelos porque los amigotes si fueron y la gozaron en grande. Como Tom Cruise en la mansión de Eyes Wide Shut, pero sin equivocarse de contraseña en la segunda puerta.

    A los que ya conocemos las series de David Simon no nos hacía falta el anzuelo del sexo para ver The Deuce. Si hubiera tratado de dos ancianas inglesas que toman el té mientras charlan sobre sus nietos y sus achaques, en ocho capítulos idénticos donde sólo cambiaran los juegos de café y las mesitas de sobremesa,  la hubiéramos visto igual. Algo habríamos sacado en claro tratándose de Simon. Nuestra fe en él es ciega.  Pero como sus seguidores somos habas contadas, y sus series, aunque muy alabadas por la crítica, dejan números muy escasos en las audiencias, los responsables del marketing fueron vendiendo la moto de que The Deuce trataba sobre el nacimiento de la industria del porno allá en Nueva York, en los años setenta, cuando Time Square y sus alrededores no eran precisamente un paraíso para el turista, y el chulo putas, y la puta explotada, y el navajeo, y el bar da mala muerte, y el drogadicto tirado en el portal, disuadían al ciudadano universal de pasearse por allí haciendo foticas.

    Y no es que nos hayan mentido del todo, los responsables del marketing, con eso de que en The Deuce había mondongo, y se veían cosas impensables en otro show para la televisión. Haberlo haylo, el asunto, pero se nota a la legua que a David Simon no le interesa demasiado. La industria del porno de The Deuce –como la droga de The Wire o el huracán Katrina de Treme- sólo es el mcguffin que le sirve para trazar retratos de personajes. Porque The Deuce trata, básicamente, sobre las gentes de The Deuce, que es el barrio neoyorquino donde se cortaba el bacalao. Gente - y gentuza- que se levantaba por las mañanas a ver qué novedades les deparaba la vida. Una historia de barrio cutre, esforzada y resudada, que si no fuera por la industria del porno podría haberse ambientado perfectamente en el barrio de Vallecas.



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127 horas

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Es lo bueno que tienen los años bisiestos, que tienes un día más para ver películas e ir descongestionando los discos duros. Así que aprovecho esta oportunidad que sólo se nos concede una vez cada cuatro años y veo, después del partido de la selección española, 127 horas, película de Danny Boyle que el año pasado hizo bastante ruido en el mundillo de las  tertulias.

La película está bien, pero no va más allá de una anécdota truculenta estirada durante hora y media. Si la semana pasada acabé asqueado con la dichosa mutilación de Antricristo, he aquí que me encuentro con otra aún más detallada si cabe, aunque esta vez no gratuita, sino exigida por los hechos reales en los que se basa el guión. El caso es que si no quería caldo, ahora tengo dos tazas. Se ve que es la moda en los guiones, que ningún personaje termine entero la función. Ocurre, para más inri, que justo encima del televisor, en el lote de DVDs pendientes de revisión, asoma amenazante La pianista, la película de Haneke donde Isabelle Huppert ya hacía sus pinitos en este bonita costumbre de autoinflingirse pupas de las gordas. ¿Casualidad? No lo creo. Hay algo raro flotando en el ambiente, la premonición de días aciagos que amenazan tormenta y muchas desgracias. Algo muy querido va a ser cercenado en mi vida: Seguramente mis sueños de que el Real Madrid conquiste su décima Copa de Europa en el mes de mayo. O eso, o que se me va a joder por enésima vez el aparato grabador de DVDs, rebanando una parte sustancial de mi billetera. Serían las mutilaciones menos graves...

Aunque difícilmente se me va a olvidar 127 horas, no creo que el lomo de su DVD llegue a engrosar mi selecta selección de películas, a no ser que dentro de unos meses me la regale algún periódico, o alguna de las amantes que menos me conocen, de esas que tras el retozo hablan poco y preguntan menos. 




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