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Un cadáver a los postres

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No es que esté mal, pero vamos, que se puede vivir sin ella. “Un cadáver a los postres” sabe a tarde de sábado perdida. A pequeña estafa. Le han caído los años como losas, o como hojas del otoño. Te ríes con cuatro gracias -todas ellas de Peter Sellers- y el resto solo es curiosidad por ver a Truman Capote actuando en la función. Y es él, de verdad, no Philip Seymour Hoffman.

La película solo dura hora y media -¡ay, los viejos tiempos de la concisión!- pero me duele no haber aprovechado este tiempo paseando, ahora que llega la primavera, o viendo el Leicester-Chelsea de la Premier League, que lo daban a la misma hora y hubiera sido mucho más emocionante. Pero me debo a la cinefilia, que es una prescripción médica que me salva de la depresión. Tengo que tomar una al día, como la Micebrina, aquel complejo vitamínico y mineralizante que anunciaban mucho por la tele con aquel jingle pegadizo. La Micebrina, por cierto -o su principio genérico- es justo lo que recomendaba Super Ratón cuando terminaba cada una de sus aventuras.

“Un cadáver a los postres” no la recomendaba Super Ratón, sino Javier Ocaña, el crítico de cine de El País, en su libro “De Blancanieves a Kurosawa”. En él contaba cómo había tratado de inculcar la cinefilia -esa maldición, esa enfermedad incurable- en la mente de sus dos hijos, desde que le daban al chupete hasta que le dieron al teléfono móvil. El libro viene a ser como una guía para padres, pero Javier Ocaña y el menda somos dos padres que vivimos en universos paralelos, todos a la vez en todas partes. Ocaña es culto, inteligente, profundo en sus análisis, mientras que yo soy un impostor de la cultura, medio listillo y superficial. En “Un cadáver a los postres”, por ejemplo, Ocaña veía comedia, carcajada, mala uva concentrada. Un clásico de la hostia. Yo, en cambio, solo veo una cosa simpática, viejuna, un poco de Benny Hill, que haría reír como mucho a los sumerios. Los hijos de Ocaña -según él- se partían el culo, pero me gustaría que declararan sin su padre cerca, protegidos por el FBI. 





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Succession. Temporada 2

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El apellido es el destino, y no tiene remedio. Da igual que corras, que reniegues, que sueñes con provenir de otra familia... El apellido es como la sombra, como el careto. En “Léolo”, Léo Lauzon fantaseaba con no ser hijo de su padre, que era el portador de la demencia, y para ello llegó a imaginar que su madre se había caído sobre el esperma de otro hombre apellido Lozone, en Sicilia, para fecundarla con otro destino que no fuera la locura y el manicomio. Y no lo consiguió, claro, porque el apellido forma parte de ti, y viaja contigo a todos los lados. Y aquí, en España, viajamos con dos, a diferencia de los anglosajones. Así que fíjate...

Desconozco si el apellido se puede cambiar en el registro civil, como hizo Homer Simpson cuando se rebautizó como Max Power. Lo mismo soñaba, en otro episodio, su hija Lisa Simpson, cuando comprendió que el apellido Simpson era una condena de por vida. Si todo está en los libros (como decía aquella sintonía) todo está, también, en Los Simpson... Pero ya digo que no hay remedio: ni para Homer, ni para Lisa, ni para nadie. Ni para el pobre Léolo. Ni para mí... El apellido es mucho más que una sucesión de letras, que una etiqueta genealógica. El apellido son los genes, y los genes -al menos de momento- no se pueden extirpar en una mesa de operaciones, o en un blanqueamiento administrativo. Hay que apechugar.

Succession, en realidad, despojada de las hojas exteriores, de los insectos voraces y los pulgones parasitarios, es una lechuga habitada por un solo hombre, Kendall Roy, que es el único Roy que desearía no apellidarse como su padre. Kendall tiene una hermana arpía, un hermano psicópata y un hermano tonto del culo. El gen de los Roy, dependiendo del cruzamiento, provoca daños irreparables en el feto. Pero en el caso de Kendall algo se torció en la embriogénesis, y al nacer se encontró con unos escrúpulos en el estómago que le hacen dudar, y recelar, y le vuelven medio humano a nuestros ojos. Medio humano, he dicho... Kendall preferiría no tener esas excrecencias morales, como los demás. Pero los escrúpulos, como el apellido, tampoco se pueden extirpar.  



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The Artist

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A medida que The Artist ganaba premios por los festivales de medio mundo, y las radios y las revistas se iban llenando de alabanzas antes de su estreno, nosotros, los cinéfilos de la oreja estirada, teníamos la mosca detrás de la misma porque una película así, por muy cojonuda que fuera, no dejaba de tener el inconveniente de la mudez anacrónica. De los franceses desconocidos. Todos sabemos que las películas mudas, cuando son comedias, han resistido el paso del tiempo, y uno se entrega a ellas con una sonrisa permanente en la boca, admirado de sus ocurrencias o de sus acrobacias; pero que cuando las películas silentes son dramáticas, o de trasfondo social, el bostezo irreprimible, el aburrimiento inconfesable, asoma incluso en la boca del cinéfilo más contumaz.

    Cuando The Artist llegó a las pantallas de nuestras provincias, a los cinéfilos se nos cayeron los prejuicios al suelo, y disfrutamos de una película original, cojonuda, charmant, a falta de un adjetivo en castellano que ahora no me sale, y en afrancesado homenaje. The Artist llegó incluso a emocionarnos, en la escena del suicidio que recorría la música de Vértigo, y salimos del cine imitando los pasos de baile de la Bejo y del Dujardin, que además son guapos de cojones, los muy jodíos, que parecen tal cual actores de los años veinte, estilosos y pluscuamperfectos. Fueron muchos, también, los que habiendo jurado no tener jamás un perrete -porque hay que darle de comer y sacarle de paseo todos los días- se lo iban pensando camino de casa, seducidos por las tontacas tan graciosas que hacía Uggie, el Milú inseparable de George Valentin.


    The Artist nos gustó, nos encandiló incluso, pero la olvidamos rápidamente. Casi siete años después la he rescatado de una olvidada caja de DVDs, haciendo la mudanza de mis bártulos. En aquel año del Señor de 2011, en el último esplendor de mis días en la hierba, había una película impecable que sólo me gustó a mí, y al vecino del quinto: se llamaba Moneyball, la escribía Aaron Sorkin, la dirigía Bennett Miller y la protagonizaba Brad Pitt. Iba de un entrenador de béisbol que aplicaba un algoritmo matemático para renovar su plantilla de veteranos perdedores. Era una puta obra maestra. Yo le hubiera dado el Oscar sin remordimientos. Ya nadie la recuerda. Soy un cinéfilo lamentable, atravesado y conservador. Un esbirro del Imperio Americano. Un abducido.



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