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Brokeback Mountain

🌟🌟🌟🌟


Los rudos vaqueros de Wyoming fueron los últimos en caer. Vale que se vayan volviendo mariquitas los funcionarios del Gobierno o los tiburones de Wall Street -pensaban resignados los temerosos de Dios- Incluso los deportistas, jolín, todo el día viéndose desnudos en los vestuarios, o los marines de la Armada, con esas largas travesías por el océano en busca de asquerosos comunistas. La carne es débil y Dios -cuando le da la gana- es misericordioso. ¿Pero los hombres Marlboro? ¡No, nunca jamás!  Ellos son el último reducto de nuestra virilidad, prietos los esfínteres y encogidos los falos ganaderos.

Por eso, cuando Ennis del Mar y Jack Twist se dejaron llevar por el instinto en la tienda de campaña, muchos se llevaron las manos a la cabeza y temieron que por fin hubiera llegado el fin del mundo, cinco años después de la llegada del segundo milenio ¿Y si la orden ejecutiva del Apocalipsis fue dada el año 2000 como anunciaban las Escrituras pero tardó cinco años en cruzar el mar de las estrellas y llegó justo cuando Ennis enfilaba el esfínter relajado de su compañero...? 

Pero pasaron los minutos, y los meses, y viendo que el cielo seguía sin caer sobre sus cabezas, los cabezacuadradas de la sexualidad inventaron chistes muy chuscos sobre “te voy a broke la back, vaquero”, o sobre “este es mi territorio vedado y yo cariñosamente te lo concedo”, para sublimar sus propias inquietudes con la risa. Un deshueve, sí...

Este escándalo de vaqueros dándose por el culo fue mayúsculo porque además, los vaqueros, se enamoraban. Lo suyo ni siquiera era un apretón, un desfogue, una traición pasajera de la carne. No: era amor, de manzanas con manzanas -o de peras con peras, que ya no recuerdo bien- y eso sí que era intolerable. Nos quisieron tumbar la película con anatemas de curas y críticas de pseudocinéfilos, pero la mayoría de nosotros, entre que “Brokeback Mountain” es una película cojonuda y que nos importa una mierda entre quiénes brotan los amores verdaderos, lo pasamos de puta madre -es decir, sufrimos de lo lindo- viéndola en la gran pantalla y luego, con el tiempo, recobrándola de vez en cuando en la intimidad de los hogares. 





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Cowboys de ciudad

🌟🌟🌟


Hay una canción de Javier Krahe que se titula “La Yeti”. Va de un hombre que huye de Mari Pepa, su exnovia, por razones que no se explican en los versos, y “que puesto a poner tierra de por medio, y ya puestos a poner, se enroló en un grupo de alpinistas que iban para el Everest”.

Es justo lo mismo que le pasa a Billy Cristal en “Cowboys de ciudad”, que necesita poner tierra de por medio con Mary Joseph, su mujer. No es que se lleven mal, pero algo no funciona en el matrimonio. Básicamente que Billy acaba de cumplir los cuarenta años y no soporta la rebelión silenciosa de sus vellosidades. Se le caen los pelos de la cabeza, pero le nacen otros nuevos en las orejas, y le salen algunos como escarpias por la espalda. Welcome, Billy...

Y entre eso,  y que el trabajo le aburre, y que los hijos ya pasan de él como de una figura decorativa, la cosa es que la cosa ya no se levanta y eso va abriendo una zanja en el lecho conyugal. Los americanos, para eso, son muy sanotes y muy remirados. Un día sin sexo vale, dos pasa, tres qué le vamos a hacer... Pero no hay matrimonio feliz que resista mucho tiempo tal inactividad.

Así que Billy, para poner fin a la crisis, decide tirar por las bravas del Río Bravo. Para qué dejarse un pastizal -se pregunta- en psiquiatras de Nueva York pudiendo viajar a la esencia del macho americano, del hombre Marlboro, en algún rancho perdido de Nuevo México. Para qué el diván y las asociaciones libres, de resultados siempre tan escurridizos, teniendo a mano el látigo y la cuerda, y un rebaño de cornamentas que bajar del monte a los pastos. Por qué rebajarse a la categoría de Woody Allen pudiendo ser John Wayne en el oeste americano. No puede haber mayor chute de testosterona.

“Cuando todo da lo mismo, por qué no hacer alpinismo”, remataba el personaje de Javier Krahe. O meterse a cowboy. Es igual. En los tiempos del desamor todo vale para el olvido.





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Los hermanos Sisters

🌟🌟🌟🌟🌟

El western no forma parte de mi educación sentimental. Cuando yo era niño, los americanos dejaron de rodar tiroteos en Monument Valley y decidieron conquistar nuestra voluntad con destructores imperiales que surcaban las galaxias, y arqueólogos con sombrero que buscaban los tesoros de la Biblia. 
   Los westerns -ya viejunos- los veíamos en casa los sábados por la tarde, en aquel espacio que se llamaba Primera Sesión y que rescataba películas para la chavalería que se cobijaba del frío polar, o del calor insufrible. Nosotros no sabíamos si eran obras maestras o películas de relleno porque siempre las veíamos medio somnolientos, o medio distraídos, añorando los estrenos en pantalla grande que forjaban nuestros sueños.

    Los americanos dejaron de rodar westerns porque ya nadie se quedaba con la boca abierta cuando los tipos desenfundaban las pistolas en el O. K. Corral, o el Séptimo de Caballería irrumpía cabalgando a golpe de corneta. El western clásico, en esencia, era el manspreading de unos tipos carentes de moral -o de moral dudosa- que lo mismo robaban la tierra del indio que abofeteaban a la prostituta o se cargaban a un fulano por un quítame allá esas pajas. O esas zarzaparrillas. Violencia gratuita, infumable, de tipos Marlboro que llenaban la pantalla con sus físicos imponentes y sus voces acojonantes.

    El western que nos devolvió al género lo parió Clint Eastwood y se llamaba Sin Perdón: fue al mismo tiempo una obra maestra y un acto de contrición. De aquella piedra fundacional han bebido muchas películas que ya son parte de nuestra tertulia. De nuestro rollo patatero. De nuestro monólogo inagotable cuando algún incauto -o alguna incauta- nos pregunta que qué tal, que a ver si les recomendamos una película que hayamos visto últimamente…
 
    Sobre mi próxima víctima caerá la vanagloria, la alabanza, la crítica entusiasta y detallada de Los hermanos Sisters, que es un juego de palabras, sí, pero también un western simperdoniano de matones con conciencia que sólo quieren volver a casa con su mamá. Un clásico instantáneo.



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Enemy

🌟🌟🌟

Hace un par de días, en la radio, Antoni Daimiel aventuraba que si un día se conociera a sí mismo, un doble exacto de su cuerpo y de su personalidad, seguramente se caería muy mal y pensaría que el otro tipo -o sea él mismo- es un poco gilipollas.

    La cosa de Daimiel iba un poco de guasa, ensartada en un programa de espíritu cachondo y deportivo. Pero cuando lo puse en el Caralibro para echar unas risas, hubo gente que se rio y otra que no. Y hubo quien, incluso, llegó a llamarme por teléfono para preocuparse por el estado de mi autoestima. Yo respondí que no problem, que sólo era una coña marinera, pero en realidad pienso algo parecido a lo de Daimiel: que sería algo aterrador descubrirme un día en el colegio, verme desde fuera interactuando con la gente, sonriendo a unos y esquivando a otros, caminando por el pasillo con ese gesto encorvado que es marca de la casa, como si se me cayeran las monedas al suelo, todo el rato, y me pasara la vida siguiéndoles la pista. 

Siempre en Babia, y con cara de sueño, hasta que no atraco la máquina del café a cartera armada antes de que lleguen las barcazas de desembarco con los alumnos. Qué haría yo, en el colegio, cuando mi otro yo se cruzara conmigo y saludara con esa prisa tan mía, tan de pasar de puntillas, “buenassss…”, como derrapando en la curva, sin mucha intención de hacer un “parar y charlar”, y yo allí, con el saludo en la boca, quizá con un discurso preparado para romper el hielo, tragándome las palabras y certificando, efectivamente, que qué tío más gilipollas, el nuevo, o sea el viejo, o sea yo…

    Y será el subconsciente, o el duende que elige las películas por mí, pero esta tarde, embarcado en un miniciclo sobre Denis Villeneuve, me he topado en los caladeros de internet con Enemy, que es exactamente la atribulada historia de un tipo que se topa consigo mismo por las calles de Toronto. No con un clon, no con un gemelo,  no con un experimento del gobierno. No con una dimensión paralela del tiempo. No: con él mismo. La situación es aberrante, flipante, pero después de asumir la sorpresa de conocerse, y de compararse un poco las pollas para certificar el milagro duplicatorio, los dos hombres, rijosos y aprovechateguis, tardan muy poco en decidir acostarse con la mujer del otro, que están las dos de muy buen ver, y en principio no van a darse cuenta del cambiazo…


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Prisioneros

🌟🌟🌟🌟🌟

Jorge Ponce, en La Resistencia, a veces propone un juego que es de mucha risa para quien aún tiene -como yo- una mente adolescente, apenas evolucionada en el tema escatológico. Se trata de mencionar títulos de películas que tienen que ver -metafóricamente, claro- con el acto de cagar, o con sus divertidas deposiciones, y ahora mismo, si cojo la lista de películas que tengo ordenadas en las estanterías, y empiezo a leer por la letra A como hacían nuestros profesores para sacarnos a la pizarra, me encuentro con Abajo el telón, Abre los ojos, Adiós muchachos…, que pueden encajar de un modo más o menos retorcido en el desafío colonoscópico del humorista.

    Ayer por la mañana, aburrido ya de matar moscas con el rabo, me dio por coger la misma lista para jugar a ver cuántos títulos aludían, de una manera más o menos cachonda, a este confinamiento que ya nos ha robado el mes de abril, como en la canción de Sabina. Sin salirme de la letra A, me salían -además de Abril, mismamente, la película de Nanni Moretti- Adaptation, Agenda oculta, Algo para recordar, Apocalypse Now, Atrapado en el tiempo, Ausencia de malicia, Azul oscuro casi negro… un buen puñado de indirectas que hablan del encierro, sí, y también de la labor del gobierno, y de la que nos va a caer encima cuando salgamos del zulo a trabajar -quien encuentre trabajo, claro.



    Animado por la chorrada, me dio por seguir repasando el documento de Word y al llegar a la letra P me topé -¡ostras, Pedrín!- con Prisioneros, que casi me tumba de un bofetón, con esa rotundidad de título casi inventado para la ocasión. Prisioneros no tiene nada que ver con el confinamiento que nos amuerma, pero sí con el confinamiento -¡spoiler, spoiler!- de dos niñas que son secuestradas sin dejar ni rastro, en la América Profunda de los padres desesperados que llevan la pistola encima y buscan hacer justicia por su cuenta, maldiciendo el trabajo policial con garantías constitucionales. Como Harry el Sucio, vamos, que es otra película que entraría de perlas en el juego guarrindongo de Jorge Ponce.



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Animales nocturnos

🌟🌟🌟

Los escritores tienen fama de ser animales nocturnos. Pero en verdad son las musas quienes poseen el mal hábito de la madrugada. Son ellas las que aparecen a horas intempestivas para revolotear sobre las cabezas menos talentosas, y susurrarles al oído la idea que llevaba todo el día escondida como una niña traviesa. 

    Es por eso, porque hay que esperar la visita de las trasnochadoras, que los escritores mediocres, los esforzados, los que lo deben casi todo a la paciencia y casi nada al genio natural, han perdido ya el recto camino del ciclo circadiano. Como le sucede a Edward Sheffield en Animales nocturnos, que es un escritor frustrado que no le gusta ni a su propia mujer. Que ni siquiera es capaz de arrancarle una mentira piadosa cuando ella lee sus esbozos y sus manuscritos. Tan inseguro, y tan decepcionado, que terminará por rendirse, por claudicar ante la tarea, hasta que las musas, esta vez disfrazadas de trompazo de la vida que dejará en él una huella indeleble, le devuelvan las ganas de gritar, y hasta de vengarse un poquitín de quienes antes le menospreciaron.

    Los escritores de raza, en cambio, los que se ponen delante del folio o de la pantalla y trabajan concienzudamente sus ideas prístinas, son animales diurnos que llevan horarios estables y costumbres asentadas. Tipos muy aburridos, muy cuadriculados, de los que malamente se podría sacar una película con algo de carnaza. Los escritores de verdad se acuestan a una hora prudente, roncan el sueño de la satisfacción, y a la mañana siguiente, con la fresca, se levantan dispuestos a trabajar con el cuerpo descansado y el espíritu tonificado. Salen de paseo por el campo -porque muchos viven en el campo gracias a sus éxitos literarios-, hacen ejercicio, respiran el aire puro y regresan a casa con una bolsa de churros o de cruasanes en el zurrón. Se ponen el café, encienden el ordenador, mojan los manjares en el líquido sagrado y a partir de ahí ya todo es productividad y plenitud. Hacen la mañana frente a su escritura y luego, por la tarde, con la satisfacción del deber cumplido, le dedican su tiempo libre a la familia, al cine, a la lectura de otros autores quizá menos afortunados: los animales nocturnos de la frustración, que estos sí que dan para películas inquietantes, tenebrosas, de personajes atormentados que no paran de buscarse, y apenas se encuentran.




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Jarhead

🌟🌟🌟

Siempre que veo una película de soldados haciendo la instrucción me acuerdo, irremediablemente, del sargento Arensivia de Historias de la Puta Mili, aquellas aventuras que Ivá dibujaba en El Jueves para reírse del secuestro que los mandamases llamaban "deber patriótico", y preparación para una inminente invasión de los norcoreanos.

    Hoy por la tarde, mientras veía las desventuras del soldado Swofford en Jarheadtambién he recordado  aquella frase de Woody Allen en la que siempre me he reconocido:
    "No me aceptaron en el Ejército, fui declarado inutilísimo. En caso de guerra, sólo valdría como prisionero".

    A mí el ejército no me declaró inutilísimo a pesar de mis dioptrías, y de mi cara de bobo, y de mi torpeza mítica con las manos, que era conocida en todo León menos en los cuarteles. Así que fui yo quien tuvo que declarar inutilísimo al propio ejército, y buscar refugio en la objeción de conciencia, que duraba más tiempo de reclusión, pero que al menos te alejaba de las novatadas, de los esfuerzos físicos, de las voces psicotizadas de los sargentos chusqueros. Luego, para mi bien, antes de presentarme en mi puesto de bibliotecario en la Universidad, llego Ánsar -manda huevos- y por algún oscuro cálculo económico, o porque le salió de los mismísimos cojones un día que estaba haciendo flexiones, dijo que la mili y sus sucedáneos se habían terminado, y que todos a casa, señores, a votar al Partido Popular en agradecimiento, que algunos hasta lo hicieron y todo, y siguen haciéndolo, en conmemoración suya.


    Como me sucede en muchas ocasiones, yo comparecía ante el ordenador para hablar de Jarhead y al final me he ido por los cerros de mi propia vida, recordando episodios tontos. Pero es que las películas como Jarhead, la verdad, y no lo digo por vagancia, ni por ir terminando esta entrada, hablan por sí solas. Si convenimos en que la guerra es una mezcla de horror y estupidez, y que el horror ya tiene su obra maestra en Apocalypse Now, Jarhead, con esos soldados de la I Guerra del Golfo que jamás llegan a ver al enemigo, y que entretienen sus días jugando al fútbol americano con máscaras antigás, es una descripción bastante verosímil de la idiotez supina que supuso aquel despliegue, aquella mascarada que sólo sirvió para que los negociantes de lo bélico se forraran a costa del erario público. Para robar, con himnos patrióticos, a los mismos panolis que luego reciben a los soldados agitando la banderita.


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Nightcrawler

🌟🌟🌟

Dice Fernando Savater en su Diccionario Filosófico:
            "La gente que se queda en su casa entretenida en sus cosas rara vez hace daño a nadie: lo trágico de la vida es que en casa la mayoría de la gente se aburre".
            Esto lo había leído yo en algún pensador de los tiempos pasados, tal vez Voltaire, o Heine, pero no he encontrado la cita por ningún sitio, y no he tenido más remedio que poner este pensamiento de Savater, que es un tipo que me cae como una patada en el culo, pero que me viene de perillas para poner la introducción en esta entrada.


           
           En Nightcrawler, Louis Bloom, que es un tipo savateriano incapaz de quedarse en casa, recorre la noche de Los Ángeles armado con una cámara de vídeo y con una radio que sintoniza la frecuencia policial, filmando accidentes y crímenes sanguinolentos que luego venderá a los noticieros. Otros ilustres de la noche y de las películas, que también se aburrían de la vida y se desesperaban por la falta de sueño, fundaron clubs de la lucha, como Tyler Durden, o hicieron justicia, aunque muy particular, en el lumpen de los barrios, como Travis Bickle. Pero Bloom, al que da vida un inquietante Jake Gyllenhaal que jamás parpadea y jamás sonríe con sinceridad, decide hacerse un nombre en el negocio de la telebasura. 

    En la ficción de Nightcrawler, es el canal 6 quien más dinero ofrece por las imágenes de heridos desangrándose y muertos sorprendidos en descoyuntadas posturas, pero hay muchas emisoras que pujan por las durísimas filmaciones. La hora del desayuno es una refriega periodística en la que se sirven fiambres muy poco hechos y casquería cocinada al calor del asfalto. Mientras los niños desayunan su bol de cereales y su mazorca a la parrilla, en la tele se inducen otras conductas carnívoras del primate.

            Aquí, de momento, en la Piel de Toro, no hemos llegado a tanto, pero vamos camino de conseguirlo. Existen dos telediarios nocturnos -por así llamarlos- que dedican cinco minutos a las informaciones económicas y políticas, y que luego, antes de la hora eterna de los deportes, lo llenan todo de accidentes y explosiones, de robos y palizas, de asesinatos y suicidios. Son minutos y minutos que la publicidad nunca corta, porque es ahí donde está el meollo de la audiencia, tan parecida en voracidad a la que se vende en Nightcrawler. En España sólo vemos salpicaduras de sangre, restos humeantes, hierros retorcidos, lejanas víctimas embutidas en sacos negros. Pero queda poco para que llegue el primer "nightcrawler" de las calles madrileñas, o barcelonesas, y el productor televisivo que compre su material explícito para inaugurar un nuevo tiempo, aberrante y grotesco, en los informativos. Al tiempo.


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Zodiac

🌟🌟🌟🌟🌟

Hace tres o cuatro años que dejé de ir a las salas de cine. Ahora veo más cine que nunca, en mi casita, en mi sofá, en mi televisor HD que limpio cada siete días del polvo y los dedazos. Nadie me molesta, salvo la llamada de teléfono intempestiva, o el familiar que entra para decir buenas noches. Pero son interrupciones toleradas, civilizadas, que además he ido domesticando con el tiempo. Los de casa apenas asoman la cabecita para dar la salutación, que suele quedarse en un murmullo, en un gesto mínimo. Yo les despacho con una ceja levantada, con un sonido gutural. Saben que les quiero mucho, y que el sudor de mi frente es para ellos, pero en esos trances yo no soy yo, sino el otro, y ese tipo es un completo desconocido, un intruso pacífico en el hogar. Los conocidos saben que a partir de las diez de la noche no voy a cogerles el teléfono. Y que si lo cojo, porque intuyo un asunto urgente, o una demanda de auxilio, voy a responder a todo con monosílabos, con frases muy cortas, para acortar la duración del paréntesis. A esas horas soy el tipo más parco y maleducado de los contornos. La película del día es un paraíso artificial, un Hawaii-Bombay que a veces yo me monto en mi piso, como cantaba Ana Torroja, y cualquier intromisión de la realidad es una violación del ensueño. En esas dos o tres horas que dura el embrujo procuro no existir, no saber, no ser yo mismo. Es mi tiempo sagrado, mi prescripción médica contra el hastío, y ay de quien ose violarlo, o reducirlo, o negociarlo.

            En las salas comerciales acabé harto de los doblajes insípidos, de los cubos de palomitas, de los adolescentes en celo, de las viejas sordas, de los niños que corrían, de los teléfonos que sonaban, de los tarados que no callaban, de las proyecciones que no se oían, de las distancias mínimas que te estampaban las narices contra la pantalla... Recuerdo que mi padre, el pobre, que trabajaba de negrero en un cine de León, me dijo una vez, en plena decadencia del negocio: " El beneficio ya no está en la taquilla, sino en el kiosco de chucherías". A mediados de los años noventa, estupidizados por las televisiones privadas, los espectadores perdieron la costumbre de aguantar dos horas de proyección sin montar una tertulia, sin levantarse de la butaca, sin dar por culo al vecino de al lado. Las lenguas y las vejigas habían perdido el autodominio de los viejos tiempos. En eso sí que con Franco vivíamos mejor. Se perdió la paciencia de atender, de aguardar, de deducir. Se cortocircuitaron las meninges y se llenaron las panzas de mierda.



            Zodiac fue una de las últimas películas que vi en pantalla grande. Una de las últimas gotas que colmaron el vaso. Las imágenes de la primera escena se veían borrosas, desenfocadas, como de pesadilla de las víctimas que mueren, o de enajenación del psicópata que dispara. Pero luego salían los policías en sus comisarías, y los periodistas en sus redacciones, y Zodiac cometiendo nuevos crímenes, y a los cuarenta minutos la película seguía pareciendo la melopea de un borrachuzo. Esto ya no era cosa del flashback, ni de la narrativa peculiar de David Fincher. Algo se había jodido en el proyector de la sala. Miré a derecha y a izquierda buscando en los demás espectadores un reflejo de mi cara extrañada. La mitad no estaban en el asunto: estaban al móvil, al beso, a la metedura de mano, al recuento de las palomitas que quedaban en el cartón. La otra mitad, la supuestamente cinéfila, seguía la película como si tal cosa. Nadie carraspeaba, nadie silbaba, nadie movía una ceja. Parecían drogados, o atontados, muñecos de cera puestos por la empresa para crear sensación de ambiente. Abandoné la sala a riesgo de perder el hilo de las pesquisas, y me topé con un encargado que pasaba por allí. "Pues gracias, no sabía nada, no se preocupe, pero sepa usted, loco de los cojones, maniático gafudo, que nadie hasta ahora se había quejado, y si no te gusta lo que ves, pues vete a casa, patético cinéfilo, y te  compras Zodiac en DVD cuando salga, muchas gracias por su aviso, caballero, ahora mismo aviso al proyeccionista". 


            Regresé a la sala y a los dos o tres minutos alguien manipuló el objetivo del proyector, y las imágenes se volvieron diáfanas e inteligibles. Nadie en la sala carraspeó, ni aplaudió, ni dijo "ya era hora" o algo parecido. A todos les pareció muy normal este juego absurdo de las imágenes. Yo flipaba, pero Zodiac, con su enredo de investigaciones criminales, no te deja mucho tiempo para flipar. A la media hora, cuando todo parecía encauzado, la imagen se volvió a desenfocar. No tanto como la primera vez, pero lo justo para despertar de nuevo el mareo, el enfado, la perplejidad. Pensé en volver a reclamar, pero desistí del intento. Me iban a tomar por un desequilibrado, por un Zodiac de León que tal vez iba a los cines con el cuchillo escondido bajo la camiseta. Solté varios tacos entre dientes y me despatarré en la cómoda butaca. A tomar por el culo la película, y el cine, y el negocio, y mis compañeros de eucaristía. Ya la vería, efectivamente, como predijo el encargado, en  DVD.




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