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Amor

🌟🌟🌟🌟

Tanta pasión para nada es un libro de Julio Llamazares que leí y olvidé como casi todos, afectado por una desmemoria literaria que algún día comentaré con mi psicoanalista. Pero me quedé con el título, tanta pasión para nada, como un resumen de la vida misma, como una queja existencial del pesimista recalcitrante. Lo repito de vez en cuando en la tertulia con el amigo, en el desahogo del blog, en la confidencia tras el coito, pero no crean que voy por ahí cabizbajo, enfadado con las piedras, y encabronado con los dioses. A mí, como a Ricky Fitts en American Beauty, también me abruma la belleza que hay en el mundo, y a veces siento que no la puedo resistir, y que mi corazón, como el suyo, también está a punto de colapsar. Me abruma la belleza, y el amor, y la visita del hijo, y la película perfecta, y mi perrete corriendo por el campo, y la borrachera ocasional, y un par de cerezas que mangas de un árbol y te explotan en la boca. El orgasmo que llega como una oleada de agua salada propia y ajena...



    Pero sí, qué quieren que les diga: la vida, en el fondo, desnuda de poesías, deshuesada de lirismos, es una pasión sin objetivo. Lágrimas de alegría y tristeza que se llevará la lluvia por la alcantarilla, como dijo el sabio replicante antes de morir. Ningún dios nos espera al final del camino para recoger las lágrimas en una vasija y volver a beberlas. “Sólo vale la pena vivir / para vivir”, cantaba Serrat. Y lo mismo podríamos decir del amor: amar tampoco tiene objetivo alguno. Sólo eso: amar, día a día, partido a partido, en un romanticismo perseverante del Cholo Simeone. Amar por el mero placer de amar, por el mero deber de amar, aunque al final del camino, si ha habido suerte, y la salud nos respeta, nos espere la decrepitud y la muerte. No debería disuadirnos el final cruel de los amores longevos. La mierda que hay que limpiar, o las torpezas que hay que soportar. Donde termina el sendero de las baldosas amarillas no hay ningún arcoiris: sólo una cama de hospital, o una postración en la propia. Dolor y reproches. Una pena infinita. Un asomo al vacío en los ojos ajenos. Tanta pasión para nada... ¿Y qué?



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Happy End

🌟🌟🌟

En Happy End se nota que a Michael Haneke le fascinan los burgueses. Les sigue con la cámara como si fuera un documentalista, aireando lo privado, lo inconfesable, lo que sucede en los dormitorios y en los retretes. En los hospitales donde mueren sus moribundos. Es como si Haneke hubiera montado un hormiguero en casa para ver cómo viven las hormigas bajo tierra. Aunque he elegido un mal ejemplo, la verdad, porque no hay nada más comunista que un hormiguero en plena actividad, y en Happy End, la familia Laurent se reúne en cenas de mantelería y candelabro, sirvientes de cofia y muebles de Maricastaña.

    Haneke, sin embargo, que es otro pequeñoburgués de la Europa desarrollada, no hace una crítica específica de sus personajes. Los Laurent son retorcidos, malos, puñeteros, pero no por ser burgueses, sino por ser humanos, y lo mismo podrías encontrar estas desviaciones en los pisos de protección oficial que en los chalets de lujo de la sierra. Haneke sigue siendo un misántropo total, ecuménico, sin distingos de raza o religión, de procedencia o clase social. Lo criticable en una película sobre la burguesía sería el clasismo, el desprecio hacia los pobres, el insulto de la ostentación. Esas cosas... Pero todo esto, aunque lo presuponemos, no aparece en la película. Lo mismo podríamos haber caído en una familia de Moratalaz o en una tribu de Guinea Conakry para descubrir las andanzas poco edificantes de la niña psicópata, el abuelo homicida, el heredero lunático, el marido infiel, la amante coprófila... Estos pecados e ignominias son universales. Pero hay que reconocerle a Haneke -y quizá ahí esté la gracia del asunto- que mola mucho más ver estas torceduras entre gente que se viste de gala para asistir a conciertos de violonchelo. En la burguesía se nota más el contraste entre la forma y el fondo, entre la vestimenta y el alma. Entre la cultura y el australopiteco.




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El porvenir

🌟🌟

Cuando Pepe Carvalho, en las novelas de Montalbán, es invitado a cenar por su vecino Fuster en el chalet de Vallvidrera, el detective aprovecha la ocasión para quemar un libro en la chimenea de su salón. Antes de salir de casa repasa los lomos, selecciona una obra por la que siente especial irritación, y la lleva consigo para arrojarla a las llamas de la purificación. En la chimenea de su vecino y contertulio, Pepe Carvalho encuentra una oportunidad inquisitorial para deshacerse de los lastres escritos, de los volúmenes inútiles.  No aprendí nada de los libros, repite en cada ocasión.

    En El porvenir, Isabelle Huppert es una profesora de filosofía que imparte clases en un instituto de París. Vive rodeada de libros en su piso ideal de la ciudad y en su casa idílica de la Bretaña, donde pasa las vacaciones con su marido también filosofante. Su personaje lleva años sin conocer la contrariedad, ni el dolor del alma, más allá del rumor que a todos nos acompaña de fondo, como un recordatorio de que la fatalidad es impredecible y está a la vuelta de cualquier esquina. Y un mal día, en efecto, el rumor se hace hecho, y todo se desmorona en su vida: la familia se desintegra, la madre fallece, la editorial donde publicaba deja de confiar en ella, y de repente, a sus sesenta años, nuestra protagonista se ve sola y sin responsabilidades. Con todo el tiempo del mundo para entregarse a los libros que se reproducen como conejos en su biblioteca. 

    Pero en los libros, ay, ya no parece encontrar las respuestas que ahora necesita. La vida le duele por dentro, y las profundas filosofías ya apenas sirven para sanar los rasguños, o bajar las hinchazones. El miedo ante el porvenir no lo curan los circunloquios sobre la naturaleza de las cosas, ni las disquisiciones sobre la naturaleza del yo. Filfa, al fin y al cabo. Juegos florales para ejercitar la mente. La profesora tendrá que enfrentarse al porvenir sin la ayuda de la filosofía, ella sola, con su propio manual de pensamiento.  Que en realidad es común a todos, y sólo tiene una línea de texto: dejar que pase el tiempo y que el calendario vaya resolviendo las dudas y los entuertos. Y mientras esperamos, podamos seguir leyendo.



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Elle

🌟🌟🌟

Uno ya venía advertido de que Elle era una película controvertida, cruda, no apta para moralistas inquebrantables. Una historia de mujer turbia -y quizá perturbada- que Paul Verhoeven quiso vender en Hollywood sin que ninguna actriz de caché quisiera interpretarla. Sólo Jennifer Jason Leigh tuvo el valor de aceptar el desafío, pero otras circunstancias trajeron el proyecto a Europa, y aquí, en el viejo y sucio continente, ya curtida en mil batallas de mujeres sombrías, Isabelle Huppert era la actriz predestinada para el papel. De hecho, su personaje de Elle no dista mucho de aquel que en La pianista también exhibía una sexualidad enfermiza en la intimidad, y una misantropía ojerosa en la vida social.


    Para dejar claras sus intenciones desde el primer fotograma, Elle comienza directamente con una violación. Violaciones hemos visto muchas en nuestra cinefilia, pero reacciones como la de Michèle Leblanc, la mujer asaltada, creo que ninguna. Y ahí radica la controversia de Elle: su punto de partida diferente e inquietante. Michèle no parece afectada por el suceso. No denuncia ante la policía, ni acude a los servicios médicos. Ante sus amigos, cuenta la desventura como quien narrara su cita con la peluquera, o su compra en el supermercado. Uno espera que esta mujer, tarde o temprano, sufra una reacción emocional en diferido, pero Paul Verhoeven es un tipo diferente, retorcido, y el personaje de la Huppert, lejos de hundirse o de acojonarse, sufre una especie de reafirmación personal que le lleva a coger su vida entera por los cuernos. Es como si quedara poseída por una lucidez devastadora, por una valentía inusitada. En la podredumbre moral que viven todos los que la rodean -amigos y familiares, amantes y ex maridos- ella, que no es precisamente un angelito, se convierte en ángel justiciero que castiga a los descarriados. 

    Los espectadores menos inteligentes han interpretado que Verhoeven y Huppert están defendiendo en cierto modo su violación. Como si se tratara de una práctica benéfica y recomendable en ciertos casos... Está claro que estamos todos locos. Los espectadores con algo más de sesera  comprenden que el cine, a veces, centra su atención en las viñas más excéntricas del Señor. Ellos han tenido la santa paciencia de llegar hasta el final de Elle con el espíritu abierto y la curiosidad intacta. Y allí, Michèle, que sigue blandiendo la espada flamígera, vuelve su mirada cegadora hacia el violador...



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La puerta del cielo

🌟🌟🌟

Hace algún tiempo, en el buzón de sugerencias de este blog, apareció la inquietud de un lector que me recomendaba la versión de tres horas y media de La puerta del cielo que acababa de emerger en los mares del pirateo. Tantos adjetivos le colgó, y tan sinceros salían de su escritura, que apenas tardé unos minutos en fletar el barco y ponerme manos a la obra. La he tenido en las bodegas durante meses, La puerta del cielo, porque tres horas y media no se las salta ni un gitano cinéfilo, y había que buscar la tarde propicia, veraniega y lánguida, después de la siesta del Tour del Francia, con un paréntesis de avituallamiento a la hora de cenar. Un día entero, vamos, dedicado a la memoria de Michael Cimino, que por esas cosas del destino se nos ha muerto justo cuando yo barajaba fechas para la función.

    Hace años vi la versión comercial de La puerta del cielo, aquella que los productores dejaron en dos horas y media en lugar de las cinco horas largas que el bueno de Cimino -que a dónde iba con semejante extensometraje- había propuesto como corte original. La película cercenada era muy bonita, de cielos espléndidos, montañas colosales, pastos inmensos acunados por el viento. Pero a la trama, como no podía ser de otro modo, le faltaban motivos, ilaciones, y los personajes iban y venían por Wyoming como pecadores de la pradera, y siete caballos venían de Bonanza. Había un tipo bueno que era Kris Kristofferson, uno malo con gorro que dirigía a los matones y un tipo de moral ambigua que era Christopher Walken caracterizado muy raro, como maquillado, o resucitado. Y John Hurt, que siempre salía borracho en medio de las discusiones, lanzando gracietas sin mojarse en los asuntos, como un político paniaguado del Congreso. La chica a la que todos querían calzarse sin descalzarse las botas era una pelirroja preciosa de acento europeo que sólo hoy, en esta desmemoria mía tan vergonzosa, he recobrado como Isabelle Huppert, la mujer que yo ya conocí como gran dama del cine francés, siempre con la mirada torva, y los labios fruncidos. Y la mirada indescifrable.

    Qué quieren que les diga: la versión de tres horas y pico añade muy poco a este esquema tan esquemático. Las conversaciones se estiran, los romanticismos se alargan, los jinetes tardan más minutos en llegar a los puntos de conflicto. Y poco más. Hay algo errático, indefinido, a veces contradictorio, que no termina de solucionarse por más minutos que Cimino eche por encima. El continente, ya sin remedio, se comió al contenido. De La puerta del cielo van a quedarnos los fotogramas, pero no la película.



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Una mujer en África

🌟🌟

Durante unas horas terribles del atardecer he temido estar loco. Loco de remate. De los de verdad, de los que son conducidos al manicomio arrastrados por cuatro forzudos de bata blanca. O eso, o que estaba sufriendo un delirium tremens sin alcohol. O un rapto psicótico sin marihuana. O un traumatismo craneal sin accidente. Así he pasado la tarde, con el sofocón, con el acojone, barajando las distintas explicaciones de mi mala cabeza, hasta que los foros de internet, a veces tan frustrantes, a veces tan salvíficos, vinieron a demostrarme que no estaba loco, o que al menos mi locura era ampliamente compartida: Una mujer en África, dijeran lo que dijeran algunos críticos insignes, era una sandez inexplicable, inexplicada, el despliegue emocional de una Isabelle Hupert entregada a la causa de la nada, entrando y saliendo del jodido cafetal sin más propósito aparente que entrar y salir. 

Tengo que apuntar el nombre de estos críticos en una libreta. Siempre lo digo, pero nunca lo hago. Luego pasa el tiempo y se me olvidan sus nombres. Y así nunca me desembarazo de ellos, porque tarde o temprano vuelvo a toparme con sus gustos antipodianos, con sus opiniones marcianas, con la autoridad intimidante que otorga el escribir en un periódico de prestigio, o en una web de lujo. Esos reductos donde sueltan -sin que les tiemble la escritura- que Una mujer en África es la obra maestra del último cine francés. Tengo que apuntarlos, sí… A estos sospechosos habituales.




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La pianista

🌟🌟🌟🌟

Veo La pianista para completar la trilogía de las automutilaciones y quitarme el tema de encima. La primera vez que vi la película, hace unos años, le premié con un ocho en mis votaciones, pero esta vez no me ha gustado tanto. Sobre todo la segunda parte de la película, que es, supuestamente, la que concentra todo el interés del espectador, con esa relación sexual y no-sexual que une y des-une a la pianista con su alumno. Hay polvos, mamadas, extravagancias, hostias a porrón, y quieras o no quieras, estos asuntos te secuestran la atención. Pero en esta ocasión todo me ha parecido muy pasado de rosca, muy inescrutable, sólo apto para las entendederas de un psiquiatra de larga carrera profesional. Lo que en un primer visionado me despertó el morbo y hasta me puso morcillón en alguna escena inconfesable, en esta segunda visita me ha dejado indiferente y algo confuso. Se ve que me hago mayor, y que estos asuntos del sexo, cuando se salen de las vías ordinarias, ya no despiertan mi curiosidad.



       A mí lo que me gusta verdaderamente de La pianista, ahora que ya no me empalmo con la misma facilidad de antes, es su primera hora, cuando la trama gira entorno a la música, y a la forma correcta de interpretar a Schubert. Salen músicos tocando el piano, acariciando el violín, entonando arias, y a mí eso me eleva el espíritu. Hay un momento en el que suena de fondo el Trío para piano que ya inmortalizara Kubrick en  Barry Lyndon, y que a mí se me erizan los pelos Es una fascinación mía de siempre, la de ver tocar a los músicos. Y lo digo yo, que en el colegio tocaba la flauta dulce y me equivocaba cada tres notas. Yo, que tengo las manos como muñones, los dedos como garfios, la coordinación como un déficit. Los músicos siempre me han parecido seres de otro planeta. Les veo pulsar las teclas al piano con ritmo vertiginoso, o pellizcar las cuerdas del violín en el sitio exacto de la nota, y no dejo de maravillarme. Ni de sonrojarme ante mi propia incompetencia.

            Yo sé que es cuestión de práctica, que empiezan desde muy pequeños, que cuentan con grandes profesores que cobran a muchos euros la hora. Pero yo podría vivir mil vidas en esas condiciones y no seía capaz de engarzar más allá de cinco notas seguidas. Bill Murray, atrapado en el tiempo de Punxsutawney, tardó 10 años en aprender a tocar el piano para impresionar a Andie McDowell y llevársela por fin a la cama. Yo en su lugar no me hubiese comido el rosco. Sólo sé silbar, y mal. A Lauren Bacall le bastaba con eso para enamorarse de Humphrey Bogart en Tener y no tener. Las chicas de ahora, setenta años después, son mucho más exigentes...


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No va más

🌟🌟🌟

Por la noche, para olvidar las penas y diluirme en el no-yo, busco en la bodega del barco bucanero una película que me embote los sentidos. Ni siquiera busco: me tapo los ojos, suelto el dedo índice al azar y me topo con No va más, coqueta película a la que llegué hace meses siguiéndole la pista a Michel Serrault, el viejo y encantador diplomático de Nelly y el señor Arnaud. Me gusta mucho el ciné francés. Básicamente porque en él hablan francés, y ese idioma, a la horas nocturnas en que yo veo las películas, es como música relajante para mis oídos. En francés, todos los hombres parecen cultos y poetas, todas las mujeres seductoras y dispuestas a darte un sí. No hay nadie idiota ni feo en el idioma de Montaigne. Es el idioma del refinamiento, de la excelencia, del amor...

Luego, claro está, en Francia hay películas buenas y malas, como en todos los sitios. No va más es entretenida y juguetona. Serrault llena la pantalla e Isabelle Huppert vuelve a lucir esa belleza suya tan turbadora y glacial. Tendría que seguirle la pista a este director, Claude Chabrol, del que ya vi en tiempos lejanos La ceremonia, pero resulta muy fatigosa la búsqueda de cualquier cine francés de qualité. En La 2 ya sólo ponen a Punset y a los leones del Serengueti, y cuando se equivocan de botón y ponen una película francesa, la ponen en versión doblada, con esos dobladores que son siempre los peores de su promoción, becarios monocordes y abúlicos que se sacan unas pelillas.Sólo en los canales de pago puedes encontrar cines francés en condiciones, pero casi siempre son estrenos instrascendentes, o el eterno retorno ya cansino a las películas de Godard o de Truffaut. 

Al final no queda más remedio que entregarse a la compra, pero uno no es precisamente rico, y no puede dejar los dineros al tuntún en películas de dudoso recorrido emocional. He ahí, entonces, el momento en que la descarga gratuita vuelve a incitarnos como una serpiente enroscada en el Árbol del Conocimiento. Pero no es culpa nuestra: es el sistema que nos viste de piratas con parche en el ojo, y cara de malos...


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